Michel Houellebecq. El mapa y el territorio, Anagrama, 2011, 384 páginas.
Jed Martin se encuentra al principio de El mapa y el territorio, la penúltima novela de Houellebecq, retocando su cuadro Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte. Es un cuadro fallido. Koons y Hirst son los artistas más cotizados del momento. Jed Martin había alcanzado el puesto quinientos ochenta y tres de la lista, pero eso había ocurrido muchos años atrás. Pronto recuperará posiciones gracias a su obra fotográfica de los mapas de carreteras Michelin, y gracias a Olga, una mujer rusa y exuberante. Pero estamos al principio de la novela. Antes del inicio del éxito. En el momento en que Jed siente la necesidad de romper con el pasado para encontrarse con el vacío.
Jeff Koons acababa de levantarse de su asiento con los brazos hacia delante en un impulso de entusiasmo. Sentado enfrente de él, en un canapé de cuero blanco parcialmente recubierto de seda, un poco encogido sobre sí mismo, Damien Hirst parecía a punto de emitir una objeción; tenía la cara colorada, sombría. Los dos vestían traje negro –el de Koons, de rayas finas–, camisa blanca y corbata negra. Entre los dos hombres, en una mesa baja, descansaba un cesto de frutas confitadas al que ni uno ni otro prestaba la menor atención; Hirst bebía una Budweiser Light. Detrás de ellos, un ventanal daba a un paisaje de edificios altos que formaban una maraña babilónica de polígonos gigantescos que se extendía hasta los confines del horizonte; la noche era luminosa, el aire absolutamente diáfano. Se podría decir que estaban en Qatar o en Dubai; la decoración de la habitación se inspiraba en realidad en una fotografía publicitaria, sacada de una publicación de lujo alemana, del Hotel Emirates de Abu Dabi. La frente de Jeff Koons relucía ligeramente; Jed la sombreó con un cepillo y retrocedió tres pasos. Era evidente que había un problema con Koons. Hirst era, en el fondo, más fácil de captar: podías verlo brutal, cínico, al estilo de «me cago en vosotros desde las alturas de mi pasta»; también podías verlo como el artista rebelde (pero siempre rico) que trabaja en una obra angustiada sobre la muerte; había, por último, en su rostro algo sanguíneo y pesado, típicamente inglés, que le asemejaba a un hincha común del Arsenal. Tenía, en suma, distintas caras, pero podían combinarse en el retrato coherente, representable, de un artista británico típico de su generación. Koons, por el contrario, parecía poseer cierta doblez, como una contradicción entre la marrullería corriente del agente comercial y la exaltación del asceta. Hacía ya tres semanas que Jed retocaba la expresión de Koons al levantarse de su asiento con los brazos hacia delante en un impulso de entusiasmo como si intentara convencer a Hirst; era tan difícil como pintar a un pornógrafo mormón. Había fotografías de Koons solo o acompañado de Roman Abramovich, Madonna, Barack Obama, Bono, Warren Buffett, Bill Gates… Ninguna conseguía expresar nada de su personalidad, traspasar esa apariencia de vendedor de descapotables Chevrolet que él había decidido mostrar al mundo, era exasperante, hacía ya mucho tiempo, por otra parte, que los fotógrafos exasperaban a Jed, sobre todo los grandes fotógrafos con su pretensión de revelar con sus negativos la verdad de sus modelos; no revelaban absolutamente nada, se limitaban a colocarse delante de ti y activar el motor de la cámara para tomar centenares de instantáneas a la buena ventura, lanzando risitas, y más tarde escogían las menos malas de la serie, así procedían, sin excepción, todos aquellos presuntos grandes fotógrafos, Jed conocía a algunos personalmente y sólo le inspiraban desprecio, los consideraba a todos igual de creativos que un fotomatón.
[…] Un poco a su pesar, se acercó al Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte, posado sobre el caballete en medio del taller, y le embargó de nuevo la insatisfacción, más amarga todavía. Se percató de que tenía hambre, lo que no era normal porque había cenado un menú completo con su padre, con entrada, quesos y postre, no había faltado nada, pero tenía hambre y calor, ya no conseguía respirar. Volvió a la cocina, abrió una bandeja de canelones en salsa y se los tragó uno por uno, contemplando el cuadro fallido con una mirada sombría. Koons no era obviamente lo bastante ligero, lo bastante aéreo; quizá tendría que haberle dibujado alas como al dios Mercurio, pensó estúpidamente; allí, con su traje de rayas y su sonrisa de comercial, recordaba un poco a Silvio Berlusconi.
En la clasificación ArtPrice de las más grandes fortunas artísticas, Koons era el número 2 mundial; hacía unos años que Hirst, diez años más joven, le había arrebatado el primer puesto. Jed, por su parte, había alcanzado unos diez años antes el puesto quinientos ochenta y tres, pero era el decimoséptimo francés. Luego, como dicen los comentadores del Tour de Francia, «había sido relegado a las profundidades de la clasificación», antes de desaparecer totalmente de ella. Terminó la bandeja de canelones, encontró un resto de coñac. Encendió la regleta de halógenos a su máxima potencia y los enfocó hacia el centro del lienzo.
Mirando de cerca, ni siquiera la noche estaba bien: no tenía esa suntuosidad, ese misterio que asociamos con las noches dela Península Arábiga; habría debido emplear un azul cerúleo en vez de uno ultramar. El cuadro que estaba pintando era en realidad una auténtica mierda. Cogió un cuchillo de pescado, reventó el ojo de Damien Hirst, ensanchó el agujero con esfuerzo: era una tela de fibras de lino apretadas, muy resistente. Aferrando con una mano el lienzo pegajoso, lo desgarró de un solo golpe, lo que desequilibró el caballete, que se desplomó en el suelo. Se detuvo, un poco calmado, contempló sus manos pringosas de pintura, apuró el coñac antes de saltar con los pies juntos sobre el cuadro, y lo pisoteó y restregó contra el suelo, que se volvía resbaladizo. Acabó perdiendo el equilibrio y cayó, el marco del caballete le golpeó violentamente el occipucio, eructó y vomitó, de golpe se sintió mejor, el aire fresco nocturno circulaba libremente por su rostro, cerró los ojos de felicidad: era evidente que había llegado al final de un ciclo.
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