Conocí a Antonio hace algunos años, inmerso en la polémica por la muralla de San Miguel. Aunque aún no la había visitado, me posicioné de inmediato, escribiendo en contra de los términos en los que la crítica se estaba efectuando. Poco después, el propio arquitecto tuvo a bien acercarme a la obra, explicándome algunos de sus puntos de vista. Hoy la muralla nazarí del alto Albaicín es uno de los iconos contemporáneos de Granada y Antonio, más aún tras su marcha, un referente imprescindible para una ciudad en la que la arquitectura siempre se ha escrito con mayúsculas.
Por entonces Antonio Jiménez Torrecillas ya había construido una serie de edificios más que notables. Sin duda, destacaba entre todos el Centro José Guerrero. Recuerdo cómo, para empezar a poner en contexto esta obra, Antonio echaba unos pasos atrás para tomar conciencia de que «según los datos extraídos del callejero del centro urbano de Granada, existen 119 caminos, cuestas y callejones, 111 placetas y plazas, 26 paseos, aceras y carreras, 3 avenidas y 33 miradores. Granada es fundamentalmente un paisaje. Negar una perspectiva en Granada es tan grave como demoler cualquiera de sus principales monumentos. He aquí una oportunidad nueva, un mirador más en una ciudad de miradores».
Pero el Centro Guerrero era más que un mirador. Fue el germen de una gran cultura contemporánea, capaz de aunar la mirada local con lo más destacado del arte global. Y, sobre todo, fue el principio de una manera de entender la tradición, desde la modernidad, que Antonio pondría de manifiesto a través de una serie de intervenciones ejemplares en estructuras y edificios históricos. Entre ellos, la biblioteca y archivo del Museo de la Alhambra, el pósito y la Torre del Homenaje de Huéscar o el Museo de Bellas Artes y el ascensor del Palacio de Carlos V. En todos ellos está presente una línea ideológica que ha de marcar a toda una generación de arquitectos: «Herencia, evolución…: transmisión. El verdadero valor no está tanto en lo que generosamente hemos heredado, como en aquello que generosamente debemos aportar».
Entre sus obras de madurez hay que destacar, sin duda, la estación de Alcázar Genil, cuya construcción le proporcionó tantas alegrías y que supone quizá la pieza de ingeniería más importante de la Granada contemporánea. Una intervención que está llamada a cambiar la manera en que los habitantes de la ciudad se relacionan con su territorio, capaz de equiparar dos momentos históricos bien distintos: el de la construcción del albercón de Alcázar Genil, cuyos restos se integran en el conjunto, y el de la gran infraestructura del siglo XXI.
Pero, más allá de todo esto, más allá de su maestría (en el sentido más amplio) como arquitecto, nos queda su extraordinaria persona. Su sabia querencia por su mundo cercano, sus certeras palabras cuando, ya enfermo, cansado e inagotable a la vez, nos recordaba a todos: «siempre hay que dar… siempre».
Y es este segundo siempre el más importante. Por si en algún momento existiera la duda, por si,
desde esa misma duda, nos lo preguntásemos a nosotros mismos.
La respuesta es: siempre.
José Miguel Gómez Acosta
Director de MÁRGENES ARQUITECTURA
Que bonito José xxx
Era una gran persona y un gran arquitecto. Descanse en paz.