Un artista del mundo flotante, Kazuo Ishiguro, Anagrama, 1998, 224 páginas.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el viejo pintor Ono se esmera en casar a una de sus hijas, rechazada por la familia de su ex novio. La incomprensión de este hecho es el motor que le impulsa a recordar su vida y su carrera en una tentativa por entender la realidad que le rodea, cada vez más ajena e inaprensible. Ono no ha conocido nunca a ningún pintor que fuera honesto a la hora de pintar su autorretrato, y esa es una declaración de principios que hará extensible a otras facetas en un balance nostálgico en el que el peso específico de su autoflagelación se situará en su alejamiento del arte verdadero para loar al imperio militar japonés en sus cuadros. Unos cuadros que, tras la guerra, son como el significante de algo ausente, flotante, desaparecido. La memoria, el arte, la política, la historia de los hombres y la historia íntima se enhebran en esta novela del autor británico japonés (autor de Lo que queda del día) para narrar con su acostumbrada mesura oriental cómo los resortes trascendentes de la existencia habitan, como sabemos, en el fondo de un pozo de futilidad.
Cuando llevaba aproximadamente un año trabajando con el maestro Takeda, entró en la empresa un nuevo artista. Se llamaba Yasunari Nakahara, nombre que dudo que les diga gran cosa. No tiene por qué sonarles; no fue un artista que llegara a hacerse célebre. Su mayor logro fue conseguir una plaza de profesor de Bellas Artes en un instituto del barrio de Yuyama pocos años antes de que empezara la guerra, plaza que, según me han dicho, todavía conserva, dado que las autoridades no vieron motivo alguno para reemplazarlo como hicieron con muchos de sus colegas. Yo lo recordaré siempre como «el Tortuga», mote que le pusimos en la empresa de Takeda y que empleé afectuosamente durante todo el tiempo que duró nuestra amistad.
Todavía guardo un lienzo del Tortuga, un autorretrato que hizo poco después de dejar la empresa de Takeda. En él se ve a un joven delgado, con gafas y en mangas de camisa, sentado en una habitación estrecha y oscura, rodeado de caballetes y de muebles desvencijados, con un lado de la cara iluminado por la luz de la ventana. La seriedad y la timidez que se leen en su rostro corresponden perfectamente al hombre que yo recuerdo. En ese sentido se puede decir que fue de una imparcialidad extraordinaria. En el cuadro parece la típica persona a la que nadie duda en darle un empujón en el tranvía para quitarle el asiento. Pero está visto que todos tenemos nuestra propia idea de nosotros mismos, y si bien la modestia del Tortuga le impidió disimular su carácter tímido, no le inhibió en absoluto a la hora de atribuirse un aire noble e intelectual del que yo no tengo constancia. Ahora bien, para ser justos, no recuerdo a ningún colega que se hiciese un autorretrato con total honradez. Por muy fiel y detalladamente que uno quiera plasmar la imagen que de sí mismo ve en el espejo, la personalidad que queda representada corresponde pocas veces a la realidad que ven los demás.
Al Tortuga le pusimos ese apodo porque, aunque entró en el taller en una época en que habíamos recibido un encargo especialmente importante, no era capaz de hacer más que dos o tres lienzos en el mismo tiempo en que los demás llegábamos a terminar seis o siete. Al principio atribuíamos su lentitud a la poca experiencia y sólo le llamábamos así a sus espaldas, pero pasaron las semanas y, como su producción no aumentaba, terminamos por llamarle a la cara «Tortuga», conscientes de la crueldad que eso implicaba. Él sabía muy bien que el apelativo no tenía nada de cariñoso y, sin embargo, recuerdo que se esforzaba por creer lo contrario. Por ejemplo, si desde el otro extremo de la sala alguien le gritaba: «¡Eh, Tortuga! ¿ya has terminado el pétalo que empezaste la semana pasada?», se reía para demostrar que apreciaba la broma. A menudo oí decir a mis colegas que si el Tortuga parecía incapaz de defenderse era porque procedía del barrio de Negishi, cuyos habitantes tenían fama, y aún hoy injustamente la siguen teniendo, de débiles y apocados.
Una mañana en que el maestro Takeda salió de la sala unos instantes, recuerdo que dos colegas se acercaron al Tortuga para reprocharle la lentitud con que trabajaba. Como mi caballete no estaba lejos del suyo, pude ver perfectamente el apuro con que respondía:
–Les ruego que sean pacientes conmigo. Mi mayor deseo es aprender de ustedes. Aprender ese don superior de poder realizar en tan poco tiempo obras de tanta calidad. Estas últimas semanas he hecho lo posible por trabajar más de prisa, pero por desgracia he tenido que desechar varias pinturas. La calidad era tan mala que sólo habría perjudicado a nuestra empresa. Pero me esforzaré al máximo por mejorar la pobre opinión que tienen de mí. Les suplico que me perdonen y que tengan más paciencia.
El Tortuga repitió su súplica dos o tres veces, pero mis dos compañeros siguieron atormentándolo, acusándole de ser vago y de cargarnos a los demás con su trabajo. La mayoría de nosotros habíamos dejado de pintar y nos habíamos congregado a su alrededor. Mis dos colegas estaban atacándole en términos cada vez más duros y, como vi que nadie intervenía, me adelanté y dije:
–Ya basta. ¿No ven que es a un verdadero artista a quien están insultando? Todos deberíamos respetar a un artista que se niega a sacrificar la calidad por la rapidez. Si no lo entienden, es que se han vuelto locos.
Evidentemente, de esto hace ya muchos años, y no les puedo garantizar que aquella mañana pronunciara exactamente esas palabras. De lo que sí estoy seguro es de haber hablado en favor del Tortuga, ya que recuerdo con toda claridad la cara de alivio y agradecimiento con que se volvió hacia mí y la mirada atónita de los otros. Mis colegas sentían por mí mucho respeto. Mi obra era incuestionable y mi producción abundante y de gran calidad, de modo que, al menos durante el resto de la mañana, mi intervención puso fin a los sufrimientos del Tortuga.
Pensarán ustedes que me estoy atribuyendo méritos contándoles esta historia. Sin embargo, lo que pretendo es hacer ver que cualquiera que respete el verdadero arte habría defendido al Tortuga como lo hice yo. Ahora bien, lo que ocurría en el estudio del maestro Takeda en aquella época, era que todos nos sentíamos implicados en una batalla contra el tiempo con el único fin de preservar la reputación de la empresa ganada con tantos esfuerzos. También sabíamos muy bien que las geishas, cerezos, carpas nadadoras y templos que nos encargaban pintar, debían parecer ante todo «japoneses» a los ojos de los extranjeros a quienes los enviábamos, incapaces de apreciar los matices del estilo. Por lo tanto, no creo estar exagerando los méritos de mi época de juventud haciéndoles ver que mi modo de comportarme aquel día fue la manifestación de una cualidad que terminaría por convertirme en un hombre muy respetado, a saber, mi capacidad para pensar y juzgar por mí mismo, aunque ello implicase enfrentarme con los demás. Lo cierto es que, aquella mañana, el único que salió en defensa del Tortuga fui yo.
Tras mi pequeña intervención, el Tortuga me dio las gracias. La escena se repitió alguna que otra vez y, aunque siempre agradecía mi apoyo, estábamos todos tan ocupados que pasó un tiempo hasta que conseguí hablar con él más íntimamente. Creo que transcurrieron casi dos meses desde el incidente que acabo de narrar hasta un día en que nuestro acelerado programa de trabajo nos permitió un respiro. Yo me fui a dar un paseo por los jardines del templo de Tamagawa, como solía hacer cada vez que disponía de tiempo libre y, de pronto, vi al Tortuga sentado en un banco, al sol, aparentemente dormido.
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