En 2014, Mark Kermode, crítico de The Observer, avisaba sobre Leviatán, de Andrey Zvyagintsev:
«Dado el estado de cosas actual, cualquier película que ostente el apoyo oficial del Ministerio de Cultura ruso debe ser vista con cautela. Sin embargo, con sus tragicómicas escenas de alcaldes corruptos maquinando a la vera del retrato de Vladimir Putin […] Leviatán parece haberse colado bajo el radar totalitario de las autoridades»
Aquella reinterpretación de la persistencia de Job gustó por su amargo desenlace, su pictórica melancolía y por el elocuente relato, a escala microscópica, de los efectos del mal que, por su inmensidad, flexibilidad y afinidad con las sombras, no puede verse. Zvyagintsev quiso denunciar el estado de cosas actual en su Rusia natal mediante una fábula sobre corrupción, cuyo protagonista –moralmente ajado, nunca reducido a la heroicidad de la lucha por su hogar– es incapaz de imaginar el alcance de sus enemigos. De tanto en tanto, al espectador le sorprenderá la explicitud de la oposición poética en Leviatán, como en la escena en la que, después de un austero picnic al lado del lago, los protagonistas se disponen a practicar tiro con los retratos de Lenin, Brezhnev y Gorbachev como diana. «¿No tienes nada más… actual?», pregunta uno de ellos, como si no nos hubiésemos percatado de quién falta.
El volumen del objeto ausente siempre parece mayor que el de aquel que está presente en toda su franqueza, pues no puede ser medido, y nos incita a la especulación, a procesos detectivescos paranoicos, y a preguntar hasta a las moscas con tal de superar la incertidumbre, en el peor de los casos. En los mejores, tuvo un efecto terapéutico, como en la elaboración de monumentos conmemorativos, tal que el Prisionero político desconocido de Reg Butler. A juzgar por la cinta de Zvyagintsev, en la Rusia contemporánea la democracia es prometida por las autoridades y negada por sus actos, lo que es un pertinaz recordatorio del objeto ausente, arrebatado. El que fuera el más enigmático –al menos entre los conocidos– de los asesores del gobierno de Vladimir Putin, Vladislav Surkov, responsable del discurso del gobierno y jugador clave en la anexión de Crimea y la intervención rusa en Siria, publicó en febrero de 2019 un artículo en el que aseguraba que el «putinismo» había sido capaz de explotar las debilidades de las democracias liberales:
«Los políticos extranjeros hablan de la interferencia de Rusia en elecciones y referéndums en todas partes del mundo. Pero, de hecho, la cuestión es aún más seria: Rusia interfiere en vuestros cerebros, cambiamos vuestra conciencia, y no hay nada que podáis hacer al respecto»
A un lado la evidencia de que cualquier fenómeno presenciado afecta a la conciencia, el código de amenaza del también llamado «cardenal gris?» parece diseñado para provocar sonrojo, confundir y dividir por igual, como toda la reciente propaganda rusa de la que se ha apropiado la extrema derecha en todo el mundo. Pero las cortinas de humo que de manera cuasimitológica se atribuyen a Surkov son sólo una mutación de procesos de desinformación y ocultación de la verdad como los que tuvieron lugar durante la destrucción de los gulags en el archipiélago Solovki. Ardua tarea, como indica y desarrolla Antonio Muñoz Molina en el catálogo de la exposición, motivada por la irrupción de la Segunda Guerra Mundial.
Los campos de trabajo de Solovki sirvieron de laboratorio para la concepción del resto de gulags que se construirían en la Unión Soviética. Cualquier imagen del complejo podría responder a la idea, de especial densidad, casi arquetípica, de lugar donde se concentran los horrores, los destinos se tornan fatídicos y se evapora la libertad, pero en la serie de fotografías de Manuel Castro Prieto y Rafael Trapiello no se nos ofrecen instantáneas explícitas de aquel masivo gulag. Solo se aproximan las dos fotografías de una prisión que fue utilizada como almacén casi inmediatamente después de su finalización. El espanto de la historia no queda impreso en la serie de la manera en que apuntaría Didi-Huberman cuando examinó el concepto en la obra de Aby Warbug. Como los fotógrafos no nos han podido facilitar una referencia visual prolija del locus de los horrores, nuestra comprensión sensorial de los eventos acontecidos en Solovki requiere de un vertido de antecedentes, como la mansión en la que los fascistas desenvainan las complejidades de su crueldad en la adaptación de Pier Paolo Pasolini de los 120 días de Sodoma del Marqués de Sade, la isla noruega de Utøya durante los atentados del 22 de julio de 2011 o el infierno cristiano. Si solamente dependiera del trabajo de Castro Prieto y Trapiello, la complejidad histórica de Solovki sobreviviría a costa de la infección de aquellas imágenes que nos enlazan con su ubicación y con la vida que se ha desarrollado a su alrededor.
En lo tocante a la descripción del archipiélago, los autores han reparado sobre los niños, sus rutas trazadas en la nieve, las chabolas de madera o las formas plásticas de la regla religiosa; sobre un mundo cercado por finísimas paralelas, taponado por muros y naturalmente condenado por el níveo horizonte que linda con el principio de la imaginación. Los fotógrafos han insistido en mirar de soslayo, en la estrechez de los interiores y en la vastedad invencible del territorio, ante el cual poco pueden hacer las rejas cuando se mira desde el flanco adecuado. Los contrapuntos poéticos de la serie son más contundentes en la delineación del estado de ánimo del conjunto, como es el caso de las fotografías del campo de prisioneros, antes mencionadas. La cerrazón y la cochambrosa soledad del recinto ilustran más allá de la vejez. Reafirman las sospechas que el resto inculca y ocluyen la luz que desbordó incluso la noche.
Otro contrapunto significativo, la instantánea tomada en la Bahía Blagopoluchiya, augura una ley que se sale de sí misma. El registro documental se diluye por acción de la suma de dos elementos que desempeñan roles simbólicos. El árbol, desafío natural a la tendencia biologizante de las jerarquías, se funde con una pequeña construcción de madera (¿un cobertizo, un refugio?), lo hace ingrediente propio de su savia y asciende sobre la nieve hasta los confines de la propia instantánea. Su evocación de dinámicas oscilatorias –por ceñirnos una vez más a Didi-Huberman–, ese empeño por comprender refugio y exploración y la asunción de la vida a través del conocimiento de su final, requiere de una lectura mítica, intuitiva, capaz de sobreponerse a toda fuerza propagandística que recurra a las falsas estadísticas y a la tergiversación de los hechos, a la mentira y al asedio de las certezas; una lectura a la que, en aras de su afán por servir de cimiento para la conversación social –el palo, la piedra, el centro rabiosamente reclamado por la Medea pasoliniana–, le sobra inocencia.
Didi-Huberman, G. Calatrava, J. (trad.) (2009). La imagen superviviente: Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warbug Madrid: Abada Editores. ISBN: 978-84-96775-58-9
AA.VV. (2019). Solovki [Catálogo]. Granada: Centro José Guerrero, Diputación de Granada. ISBN 978-84-7807-633-8
Seitz, M. (2017). Quién es Vladislav Surkov, el misterioso e influyente asesor de Vladimir Putin que transformó la política y la estrategia militar de Rusia. BBC Mundo. Recuperado de: <https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-39707659>
Gatehouse, G. (2019). The confusion around Russian ‘meddling’ means they’re already winning. The Guardian. Recuperado de: <https://www.theguardian.com/commentisfree/2019/mar/25/russian-meddling-vladimir-putin-vladislav-surkov>
Kermode, M. (2014). Leviathan review – Andrey Zvyagintsev’s outstanding tale of the epic and the everyday. The Guardian. Recuperado de: <https://www.theguardian.com/film/2014/nov/09/leviathan-review-andrey-zvyagintsev-epic-everyday>
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