El sur de los Estados Unidos ha sido un santuario para muchos de sus escritores, fotógrafos y pintores. Puede que parte de esa fascinación se deba a la lentitud con que cambia el sur y a la posibilidad que brinda a sus hijos de regresar a su infancia cuando regresan a su tierra. Un hombre del sur encuentra sus raíces en el sur, transformadas, envejecidas, pero vivas, mientras que un hombre del norte necesitaría ser arqueólogo, o detective, para hallarlas. ¿Por qué el sur camina tan lento? Es probable que el hecho tenga que ver con cierta renuencia a que los cambios acaben transformando el lugar. Es de suponer que si es el norte el que acostumbra a decidir los cambios, el sur se haya acostumbrado a disimular y a mirar hacia otro sitio (normalmente, su propia tierra). El sur es la madre conservadora y temerosa, que piensa en sus hijos y en su nido. El norte es el padre emprendedor, de corta memoria y aficionado a la diseminación.
Las casas, los caminos, los habitantes siempre se transforman, pero en el sur de los Estados Unidos lo han hecho siempre más despacio, y nunca del todo. Quizá la explicación esté en que se trata del sur de ese país cuyo norte ha tenido más prisa en estos últimos siglos. Da la impresión de que Mississipi o Alabama son el pozo de donde brota la historia real de Estados Unidos, y que desde ese pozo una voz pide calma, tiempo para entender, tiempo para procesar. Los estados del sur parecen los anales del país, sus libros de historia. Sus bibliotecas, sus catedrales.
Algo así es lo que sentimos cuando vemos las fotografías de William Christenberry (Tuscaloosa, 1936). En la mayoría de ellas aparece retratado el condado de Hale, escenario de una infancia a la que el fotógrafo vuelve puntualmente cada verano para observar los cambios que el paso de los años ha ido dibujando sobre ella. Es lo que el mismo Christemberry ha denominado una “estética del envejecimiento”, imágenes donde no aparecen hombres, sino objetos que dejan ver sus huellas a través del paso de los años.
Los objetos son, la mayoría de las veces, casas. Podría decirse que su obra gira en torno a la arquitectura autóctona, sin embargo, el verdadero protagonista de sus fotos es el paso del tiempo. Una casa, el lugar que contuvo vidas, que vio vidas, no es otra cosa que la biografía fantasmal de una generación que se ha perdido o que se va a perder. La rugosidad de esa materia intangible es la que quiere tocar Christenberry con sus fotografías. Y esa es, precisamente, la materia que quiso tocar, hace unas décadas, otro sureño ilustre: William Faulkner.
En las distintas descripciones geográficas que encontramos del deep south norteamericano, hay dos estados que se incluyen siempre: Alabama y Mississipi. Son los lugares de nacimiento del fotógrafo y del escritor, respectivamente. Verlos en un mapa resulta curioso: los estados, limítrofes, parecen dos caras de la Isla de Pascua –una más chata que otra-, con los cogotes unidos, mirando hacia lados opuestos. Entre el tumulto de los demás estados, parecen dos pueblerinos recién llegados a la gran ciudad, arrinconados al sudeste. Están en actitud defensiva, como si alguien allí pudiera arrebatarle lo que es suyo.
Faulkner, como Christenberry, también fue hipnotizado por el modo en que la vida transcurría en el sur. Y también encontró en las casas con historia el lugar de la metáfora, el continente plausible de lo que no puede ser contenido: el tiempo. Una vida extinta es la elipsis que habita en cualquier casa que alguna vez fue hogar.
La primera vez que vi la obra de Christemberry pensé en Faulkner. Al ver las fotos recordé inmediatamente un relato, “Una rosa para Emilia”, pero ha sido al releerlo cuando me he dado cuenta de la enorme conexión que existe entre los dos artistas.
Para empezar, el narrador es todo un pueblo. Es decir, una visión común, del sur. Y la protagonista es una señora, Emilia, que parece no vivir en el prersente, que confunde a los vivos y a los muertos, y para la que el tiempo no parece ser algo que fluya o exista. Podría decirse que un sur modernizado -pero consciente de ser sur- narra la historia de un sur mucho más antiguo, al que teme y venera, que rechaza y ve al tiempo como matriz fundacional de su propia identidad. Y para terminar hay una casa, una casa que aparenta haber sido abandonada y está habitada por alguien que es a la vez presente y pasado, carne y espectro. Es la casa de Emilia, que funciona como piel, como ataúd y como metáfora de la propia Emilia.
Para aquellos a los que la riqueza formal de Faulkner inspire respeto, que sepan que el relato no tiene ninguna complicación y es, además, muy ameno (sin ir más lejos es el germen que inspiró la novela de Robert Bloch que casi todo el mundo conoce a través de la versión cinematográfica de Hitchcock). Sin embargo, lo que nos importa aquí es que el texto contiene algunas pistas del misterio del sur y algunas de las que nutren el misterio de las fotografías de William Christenberry.
Si alguien piensa ir a la exposición, le aconsejamos que lea antes el relato. Ya que la exposición sobre Christenberry que se inauguró en el Centro Guerrero el pasado 20 de diciembre tiene como título “No son fotografías, son historias”, dejemos ya este post. Siendo una historia perfecta para ilustrar sus fotografías, y siendo además de William Faulkner, sobra lo que yo pueda añadir al respecto.
El relato de William Faulkner, «Una rosa para Emilia»
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