Maestros antiguos, Thomas Bernhard. Alianza editorial, 1985. 200 páginas.
Thomas Bernhard es uno de esos autores de culto de la modernidad. Aparentemente densa pero llena de lirismo, su prosa hace, en muchos casos, que el monólogo -monolítico- interior de los personajes se adapte e incluso conquiste el del lector hasta confundirlo con el propio. La ausencia de puntos aparte, así como la cáustica, obsesiva y misántropa inteligencia de Bernhard lo convirtió, incluso en vida (1931-1989), en uno de esos clásicos contemporáneos a los que asusta acercarse y del que es difícil desprenderse, incluso aunque su lectura sea ardua, una vez que llegamos a conocerlo. Emparentado con Nietzsche, Schopenhauer o Ciorán, el nihilismo y el existencialismo que desborda su escritura son frutos de un fin de siglo XX que empezaba a sentir la resaca de una historia para la que hoy, a comienzos del XXI, no es suficiente ningún fármaco. Si Bernhard estuviera vivo ahora, suponemos, sus libros serían aún más terribles. En Maestros antiguos, Bernhard se sirve, casi únicamente, de una conversación, o del diálogo de uno de los dos personajes que habitan la escena: en un museo de Viena, Reger, un musicólogo de 82 años, reseñista de The Times y experto degustador -y aniquilador- de cualquier disciplina artística, habla con Atzbacher, narrador de la historia. Reger ha pasado más de 40 años yendo al museo y la sala donde hablan, frente al cuadro de Tintoretto Retrato de un hombre con barba blanca, sentado en el banco. Desde allí empieza a contar el relato de su vida, desplegando toda la sabiduría del desprecio que el paso de los años le ha dejado como voz, argumentando por qué solo hay unos pocos maestros en la historia de la música, la literatura y el arte, y por qué estos, también, son absolutamente inútiles (entre las artes plásticas Goya es su favorito, pero al final, como todos, es prescindible). Las razones de su constante visita a la sala, así como las que explican, junto a una natural inclinación humana, su rechazo al mundo, la vida, el arte y la historia, irán desgranándose poco a poco en ese redundante y hechizante monólogo bernhardiano que a algunos les parecerá un coñazo, y a otros, como a mí, una especie de droga del espíritu que es recomendable dosificar pero de la que es difícil prescindir.
En realidad, ¿por qué pintan los pintores, cuando existe la Naturaleza?, se preguntaba Reger ayer otra vez. Hasta la obra de arte más extraordinaria no es más que un esfuerzo lastimoso, totalmente carente de sentido y de finalidad, de imitar a la Naturaleza, sí, de remedarla, dijo. ¿Qué es el rostro pintado por Rembrandt de su madre frente al rostro real de mi propia madre?, preguntó otra vez. ¿Qué son los prados del Danubio, por los que puedo andar mientras los puedo ver, en comparación con los pintados?, dijo. No hay nada más repulsivo para mí, dijo ayer, que los señores pintados. Pintura de los señores y nada más, dijo. Conservar, dice la gente, documentar, pero al fin y al cabo, como sabemos, sólo se conserva y se documenta lo mentiroso, lo falso, sólo se conserva y se documenta la falsedad y la mentira, la posteridad sólo tiene falsedad y mentira colgadas de las paredes, sólo hay falsedad y mentira en los libros que nos han dejado los llamados grandes escritores, sólo falsedad y mentira en los cuadros que cuelgan de esas paredes. Ese que cuelga de la pared no es al fin y al cabo nunca el que pintó el pintor, dijo Reger ayer. El que cuelga de la pared no es el que vivió, dijo. Naturalmente, dijo, dirá usted que es la visión del artista que pintó el cuadro, eso es verdad, aunque sea al mismo tiempo una visión mentirosa, siempre es, por lo menos en lo que a los cuadros de este museo se refiere, nada más que la visión estatal católica del artista de que se trate, porque todo lo que aquí cuelga no es al fin y al cabo otra cosa que arte católico del Estado y por ello, como tengo que decir, un arte innoble, ya puede ser tan grandioso como se quiera, no es más que un innoble arte católico del Estado. Los, así llamados, Maestros Antiguos son, sobre todo si se contempla a varios seguidos, es decir, si se contemplan sus obras de arte seguidas, unos entusiastas de la mentira que se congraciaron con el Estado católico, lo que quiere decir con el gusto católico, y se vendieron a él, así Reger. En esa medida, nos encontramos sólo con una historia católica del arte completamente deprimente, con una historia católica de la pintura completamente deprimente, que siempre ha encontrado y tenido sus temas en el cielo y en el infierno, pero nunca en la tierra, dijo. Los pintores no han pintado lo que hubieran tenido que pintar, sino sólo lo que se les encargaba o lo que les facilitaba o les proporcionaba dinero o fama, dijo. Los pintores, todos esos Maestros Antiguos, que la mayor parte del tiempo me asquean más que nada y que siempre me han horrorizado, dijo, sólo han servido siempre a un señor, nunca a sí mismos y, por consiguiente, a la Humanidad misma. Al fin y al cabo pintaron siempre un mundo fingido que se sacaban de dentro, a cambio de lo cual esperaban obtener dinero y gloria; todos pintaron siempre desde esa perspectiva, por deseo de oro y por deseo de gloria, no porque quisieran ser pintores sino sólo porque querían tener gloria o dinero o gloria y dinero juntos. En Europa, sólo pintaron siempre entre las manos y para la cabeza de un dios católico, dijo, de un dios católico y de sus dioses católicos. Cada pincelada, por genial que sea, de esos llamados Maestros Antiguos es una mentira, dijo. Pintores decoradores del mundo llamó ayer a los que en el fondo odia realmente y por los que, al mismo tiempo, siempre ha estado fascinado y, de hecho, durante toda su vida lastimosa. Mentirosos ayudantes de decoración religiosa de los señores católicos europeos, no otra cosa son esos Maestros Antiguos, eso lo puede ver en cada toque que esos artistas han dado con desenfado en sus lienzos, mi querido Atzbacher, dijo. Naturalmente dirá usted que es el más alto arte pictórico, dijo ayer, pero no olvide mencionar o por lo menos pensar, o al menos pensar para sus adentros, que es también el arte pictórico infame, lo infame de ese arte es al mismo tiempo lo religioso, eso es lo que hay en él de repulsivo. Si, como yo ayer, se queda una hora delante del Mantegna, de pronto tiene ganas de arrancar de la pared ese Mantegna, porque le parece de repente una grandísima vulgaridad pintada. O si se queda un rato delante del Biliverti o del Campagnola. Esa gente no pintaba al fin y al cabo más que para sobrevivir y por dinero y para ir al cielo y no al infierno, al que durante toda su vida temieron más que a nada, aunque sin embargo eran cabezas muy inteligentes, si bien caracteres muy débiles. Los pintores en general no tienen buen carácter, incluso tienen siempre muy mal carácter, y por eso, en el fondo, siempre han tenido también muy mal gusto, dijo Reger ayer, no encontrará uno solo de los llamados grandes artistas pictóricos o, digamos, de los llamados Maestros Antiguos que haya tenido buen carácter y buen gusto, y entiendo por buen carácter, sencillamente, un carácter insobornable. Todos esos artistas, en calidad de Maestros Antiguos, eran sobornables y por eso su arte me resulta tan repulsivo, así Reger. Los comprendo a todos y me resultan profundamente repulsivos. Me repugna todo lo que pintaron y que está colgado aquí, pienso a menudo, dijo ayer, y sin embargo, desde hace decenios, no puedo evitar estudiarlos. Eso es lo horrible, dijo ayer, que esos Maestros Antiguos me resultan profundamente repulsivos y, sin embargo, los estudio una y otra vez. Pero son repelentes, eso es totalmente claro, dijo ayer. Los Maestros Antiguos, como se los llama ya desde hace siglos, sólo soportan una contemplación superficial, si los contemplamos detenidamente, van perdiendo poco a poco y al final, si los hemos estudiado real y verdaderamente, lo que quiere decir, tan minuciosamente como es posible durante muchísimo tiempo, se deshacen, se nos desmoronan y nos dejan sólo un regusto insulso, incluso, incluso la mayoría de las veces, un regusto nauseabundo en la cabeza. La obra de arte más grande y más importante nos pesa al final en la cabeza como un enorme amasijo de vulgaridad y de mentira, lo mismo que un amasijo demasiado grande de carne en el estómago. Nos sentimos fascinados por una obra de arte y, al final, nos resulta sin embargo ridícula. Si uno se toma su tiempo y lee a Goethe una vez con más intensidad que normalmente y con desvergüenza mucho mayor que normalmente, al final lo leído le parece ridículo, da igual lo que sea, sólo necesita leerlo más a menudo que normalmente, y le resultará inevitablemente ridículo y lo más inteligente será, al final, una tontería. Ay de usted si lee con más intensidad, se echará a perder todo lo que lea. Da totalmente igual lo que lea, al final será ridículo y al final no valdrá nada. Guárdese de penetrar en las obras de arte, dijo, se echará a perder todas y cada una de ellas, hasta las más queridas. No mire un cuadro mucho tiempo, no lea un libro demasiado insistentemente, no escuche una pieza musical con la mayor intensidad, se los echará a perder todos y, con ello, lo más bello y lo más útil que hay en el mundo. Lea lo que le guste, pero no penetre en ello totalmente, escuche lo que le guste, pero no lo escuche totalmente, mire lo que le guste, pero no lo mire totalmente. Porque siempre lo he mirado todo totalmente, lo he escuchado siempre todo totalmente, lo he leído siempre todo totalmente o, por lo menos, he intentado siempre escucharlo y leerlo y mirarlo todo totalmente, en fin y final de cuentas me ha horrorizado todo, y con ello me han horrorizado todas las artes plásticas y toda la música y toda la literatura, dijo ayer.
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