El jardín escondido le pasó desapercibido al nieto del príncipe Genji y la naturaleza incognoscible quedó preservada. A la inversa, el espectáculo fastuoso de ciertos atardeceres provoca en millones de personas la sensación de lo sublime. Pero no faltarán quienes, junto al goce estético, se aperciban de una sombra insidiosa que se remonta al desengaño barroco de Bartolomé o Lupercio Leonardo de Argensola (porque ese cielo azul que todos vemos / ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande / que no sea verdad tanta belleza!). A propósito de la erupción de un volcán en 1783, Mario Cuenca Sandoval escribe en Los hemisferios que «la nube de fluorina y dióxido sulfúrico provocó la hambruna en Islandia pero también en Inglaterra y en el resto de la Europa continental». Ahora bien, «en contrapartida, aquel año se pudieron ver las puestas de sol más conmovedoras de la historia de Europa. La belleza de los atardeceres en el firmamento es en verdad producto de la polución, de las partículas suspendidas en el aire que reflejan los rayos solares. La belleza es ceniza dispersa a los cuatro vientos». Algo antes, Don DeLillo había apuntado en la misma dirección en Ruido de fondo: «Desde que se produjera el escape tóxico las puestas de sol se habían vuelto casi insoportablemente hermosas, y ello sin que pudiera establecerse una relación mensurable. Nadie había sido capaz de probar hasta qué punto el carácter particular del Niodeno Derivado (añadido al flujo cotidiano de efluvios, desechos, contaminantes y alucinógenos) había contribuido a este salto estético cualitativo que había convertido atardeceres ya de por sí admirables en amplios y opulentos paisajes visionarios coloreados de almagre y teñidos de aprensión».
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