A finales del siglo pasado Gerardo Mosquera hablaba de la necesidad existente para el artista “Otro” de enseñar su pasaporte cuando ingresaba en uno de los grandes templos del arte moderno. Frente al artista europeo o norteamericano, eximido de ese trámite de paso, el creador periférico debía cumplimentarlo, transmitir cuál era su “apellido”, declarar en aduana el contenido de su cultura. Durante largo tiempo ignorado, el arte de las llamadas periferias quedó incorporado al imaginario y al consumo de los grandes centros de arte a través de un proceso que tenía en muchas ocasiones tanto de avidez como de vaciamiento. Por los museos de Europa y Estados Unidos desfilaron una tras otra las representaciones de países, comunidades, regiones y sociedades subsumidas bajo un logo integrador.
Muchas han sido las respuestas que han tratado de solventar la cuestión de escapar a ese proceso de vaciamiento que parecía acompañar a la integración. La hibridez ha vinculado al artista con una tradición genérica compartida, además de con la suya propia, como si ambos elementos fueran conjuntos cerrados, como si se tratara de una cuestión cuantitativa. Las posiciones que se basan en lo intercultural, por su parte, han aplazado el problema al conservar la diferencia y al hacer de ésta algo inamovible, mientras que la apelación a lo poscolonial ha fijado un referente inamovible en un Occidente que se observa como un todo opuesto, que incluso en los casos en que se rechaza dicha postura implica de hecho su reconocimiento como autoridad. Por último, no han faltado los intentos de configurar un panorama en el que varios artistas de origen “periférico” circulan con soltura a través de un escenario compuesto por múltiples periferias, como si esa ligereza fuera lo corriente. Sin embargo, ninguna de esas estrategias ha conseguido resolver del todo el problema.
La consecuencia de esta situación ha sido la imposición de un sistema de “apellidos”, un conjunto de denominadores que ejercían de voceros de lo que los artistas querían transmitir: arte chino, indio, caribeño, africano, latinoamericano. Como consecuencia de ello, bien en nombre de lo que, parafraseando a Hal Foster, podríamos llamar “mecenazgo ideológico poscolonial”—una etnología ostentosamente altruista, un aplazamiento verbal de la acción política—, bien a partir de estrategias de búsqueda de lo multicultural, lo intercultural, lo exótico, etc., obteníamos unaexplicación genérica, totalizadora y bienintencionada de la realidad que nos ha tocado vivir. La exposición, entonces, pasaba a ser un contenedor, un apilamiento de experiencias y visiones que, en conjunto, nos decían cómo es la vida en un rincón del mundo determinado. Queriendo ser integrador, el apetito por las periferias terminaba siendo en muchos casos didáctico; queriendo ampliar los límites de lo artístico, a menudo terminaba inventariando cada una de sus parcelas.
Sucede que, mientras tanto, numerosos procesos culturales que tenían lugar en esas mismas regiones encontraban nuevas rutas de expresión bajo la epidermis de lo expositivo. Así, surgieron nuevas formas de pensar los vínculos con los espacios cercanos y lejanos, nuevos modos de inventariar los resultados del contacto con los demás, al ritmo de lo que de momento se ha venido en llamar relaciones Sur-Sur (un sur que, siguiendo a Glissant, sería no tanto un lugar como un proyecto). Ahora bien, ¿qué hacer con la exposición? Si la práctica artística está deviniendo cada vez más contextual, ligada a unas referencias interconectadas y cambiantes, ¿qué forma sería la más adecuada para plantearla? En otras palabras: ¿Cómo encontrar una salida a la obligación del compromiso sin caer en lo identificador o en lo indistinto?
Por supuesto, esas preguntas no son nuevas. Vienen sonando desde hace décadas. Sin embargo, sí podemos constatar en los últimos años la aparición de un nuevo intento de respuesta que aquí, a falta de un término mejor, queremos identificar con el de Tag, frecuente en el contexto de blogs y plataformas web. En el lenguaje de Internet 2.0, el tag alude a una etiqueta no rígida, impuesta por la comunidad de usuarios, un nombre cambiante y no excluyente que asocia, pero no clasifica; que organiza al tiempo que descentra. ¿Qué aporta el tag? Primero, la posibilidad de una configuración personal, aglutinadora, mucho menos jerárquica que cualquier campo de un tesauro normal. Además, el tag surge del consenso, su validez es siempre coyuntural, acaba donde acaban sus usuarios. En fin, se trata de un elemento flexible, que cambia su contenido en función de las prácticas que aparecen vinculadas a él. Sería, en este caso, un contenedor que se ve condicionado por su contenido, una categoría sujeta a una producción permanente y colectiva. Por otro lado, al no estar sujeto al ordenamiento rígido del registro y al poner el acento en la capacidad productora de contenido, el tag abre la posibilidad de “contaminar” el archivo, de alterarlo o abrir su significado. No supone tanto una selección como un acto de malinterpretar todos los posibles referentes.
Uno de los principales resultados del tag es la nube: un agrupamiento cambiante jerarquizado horizontalmente, que se mueve en función de los intereses del espectador. Pensar la actividad artística actual de “las periferias” como un conjunto de tags asociados en una “nube” plantea varias ventajas. Permite escapar del reduccionismo de lo típico, de la tradición y de la asimilación forzada. Pero, sobre todo, permite adivinar rutas, potenciar las colaboraciones, reforzar el papel de la acción. Supone una superación del apellido, pero también de aquellas visiones que auguraban en lo transnacional una clausura agradable para la desigualdad. No nos engañemos: ni los problemas ni las cuotas de representación van a desaparecer de un momento a otro. Sin embargo, contribuye a desplazar el punto de mira desde la afirmación hacia la integración, desde la diferencia concebida como reducto hacia la diferencia concebida como encuentro, como equidad. A fin de cuentas, si lo poscolonial pretende una deconstrucción de los discursos relacionados con el centro con el objetivo de repensar los aspectos simbólicos relacionados con las relaciones de poder derivadas de procesos de dominación política y económica, se trata de desjerarquizar el registro, apostar por producir, y no sólo inventariar, relaciones más homogéneas entre grupos humanos, lo que no es poco.
Está muy claro, por -consciente o inconscientemente- explícito: debajo de la epidermis no hay una madriguera, sino otra epidermis. Ahora el nombre, el topos, lo otorga una comunidad de gente que hace lo que yo ahora, esto es, escribir frente a una pantalla obviando al resto de los agentes involucrados en este acto, produciendo un «agrupamiento» -es decir, una indexación cambiante- no delimitado, sino ondulatorio, modulado… Carlos, ¿conoces la paradoja presocrática del hashtag y la tortuga? Actualizada de acuerdo con las últimas interpretaciones, lo que esa paradoja dice es bien sencillo. Dice que «los anillos de una serpiente son aún más complicados que los agujeros de una topera».