Más que de sobra es conocido el fenómeno denominado con el anglicismo de gentrificación, difícilmente traducible, pues deriva de «terrateniente» en inglés y alude al proceso de ocupación de un abandonado barrio céntrico por instituciones y servicios culturales como caballo de Troya para el establecimiento de las clases pudientes, y posterior expulsión de los vecinos originarios, bien estudiado en varios sitios. Gustavo Buntinx, historiador y crítico cultural peruano, aludía a una gentrificación inversa, en el que la creación de un instituto de arte contemporáneo en Lima estaba tan paralizada que los vecinos del barrio se quedaron tanto sin el parque público, donde supuestamente iba a instalarse el edificio, como sin el mismo centro cultural, convertido en ruina alegórica del vacío museal peruano.
En este panorama, la gestión cultural debe reinventarse para incorporar a una sociedad en permanete transformación y, según comentaba el propio Buntinx, afectada de una patología de modernización anacrónica. Y eso es precisamente lo que representa el Micromuseo ideado por Buntinx, un museo sin territorio que contextualiza, circula objetos, genera actividades, ocupa espacios, incorpora diversos públicos. Es, como defendía su creador, un museo rodante con paradas oficiales y clandestinas, que comete infracciones de tráfico y carece de conductores, de directores o personal administrativo o jerárquico. El Micromuseo recoge arte crítico, intervenciones urbanas, arte popular y un enorme archivo documental y, aludiendo a su slogan «al fondo hay sitio», acumula pasajeros sin prestar atención a la cantidad de miembros.
El Micromuseo ha rediseñado su (no)lugar, así que ya saben, pasen, vean y dejen algo, caben todos.
(vía el imprescindible Arte Nuevo)
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