Max Power, Fuck Data. Sonámbulos Ediciones, 2022. 368 páginas
Acaba de publicarse en Granada una novela que no sé bien cómo definir. Se trata de una historia de ciencia ficción, o quizá sea una parodia de ciencia ficción. O puede que no sea otra cosa que una reivindicación de lo literario como epítome de lo humano en directa confrontación con lo que, según su autor, es aquello que va a significar el fin de lo humano: la inteligencia artificial. Un autor, por cierto, que quizá sea un bot, pues que yo sepa, Max Power era el nombre del secador de pelo que copió Homer en aquel mítico capítulo de Los Simpson cuando fue a un juzgado a cambiarse el nombre después de que el suyo fuera vilipendiado en una serie televisiva sobre detectives.
A través de una extraña saga de literatos que al final de la novela se revela no ser tanto una saga como un juego de trasuntos, la novela narra las peripecias de Max Power, un joven que abandona Badajoz para empezar su vida como periodista en Madrid. Max desempeña su oficio con gran dificultad debido a los problemas que está sufriendo la Red, hasta que se encuentra en la tesitura de entrevistar a su propio padre: un activista de Fuck Data, la organización terrorista internacional que trata de desmantelar en nuevo orden digital mundial desde un secreto emplazamiento del Japón rural. Ante la proliferación de réplicas humanas de venta en todo el mundo, Fuck Data reacciona con el secuestro de estos humanos apócrifos, a los que trata de reacondicionar dotándoles de la identidad humana que no poseen, es decir, de memoria y recuerdos. Sin embargo, estos recuerdos no pueden ser nunca datos según la visión de la organización, sino en todo caso literatura, ya que la memoria está hecha de ficción subjetiva y no de datos objetivos. Para lograr una verdadera humanización y que pueda emerger una verdadera identidad, a estos replicantes se les provee de un motor literario, ese ello freudiano que todo humano tiene al nacer y del que luego emergen el yo y el superyó, las otras dos instancias del aparato psíquico. Al explicar a Max Power esta necesidad de crear un inconsciente en las réplicas para que puedan ser consideradas humanas, su padre utilizará el corpus teórico de Freud, algún apunte de Derrida, pero, sobre todo, y es esto lo que nos interesa en esta sección, la visión de teóricos del arte como Berger, Benjamin o Sontag, que reproducimos a continuación:
—La diferencia entre el humano actual y el humano verdadero, el humano que empezó a desaparecer, digamos, medio siglo atrás, está en la idea de contexto, que es precisamente lo que está ausente en los replicantes de NoLand. Para John Berger, un crítico de arte fallecido en 2017, cuando la proliferación de imágenes empezó a desbordarse en el siglo pasado, estas comenzaron a parecer mónadas de un monstruo imposible de concretar: no decían nada por sí mismas, eran como réplicas de lo real y de sí mismas, con una ontología absurda, confiscada, irreal. No tenían contexto, no pertenecían al mundo, de hecho, empezaban a constituir por sí mismas el mundo y estaban por tanto eliminando el mundo real.
»Estas ideas están en consonancia con los problemas que Walter Benjamin acertó a ver antes en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y que Adorno también señaló al respecto del arte kitsch a finales del siglo XIX, el arte que pretende ser y no es, donde ya se atisba claramente una visión mercantilista, reduccionista y vacía del arte sin catarsis y sin conciencia estética, pero fácil de generar y de vender. Berger siguió esta línea discursiva, tal y como hizo Sontag, cuando aseguró que para que una fotografía no fuera una imagen más, para que adquiriera valor de arte y contribuyera a generar sentido en el mundo en lugar de quitárselo, debía de tener un contexto desde el que ser observada, estudiada, valorada. Este contexto podía constituirlo cualquier detalle que apareciera junto al personaje que se retrataba en la fotografía, un detalle que pudiera ofrecer contenido sobre la vida de ese personaje desde fuera de sí mismo. Podía ser cualquier cosa que hablara del retratado sin ser estrictamente el retratado; el camino que siempre tomaba para salir de su pueblo o la silla donde siempre se sentaba en su casa, fotografiados junto a él o tras él: eso era precisamente lo que lo vinculaba con lo real. Por pequeño que fuese ese contexto que se nos concedía, si aparecía junto al humano retratado y estaba de algún modo relacionado con él, conformaba al humano como no conseguía hacerlo el propio humano por su cuenta. Era el contexto el que lo insertaba en su propio relato, en su propio yo. El retratado entonces dejaba de ser un trozo de carne indiferenciado y pasaba a convertirse en un humano concreto con una historia propia. La fotografía apelaba a esa idea de alteridad a través de un desvío que solo cuando se tomaba adquiría valor de arte, un valor que estaba definido en última instancia en términos históricos y biográficos, unos términos que, teniendo en cuenta la ontología reescritural y subjetiva que define a la historia y a la biografía, podemos rebautizar como literarios. Si te fijas, ese detalle que aparece junto al humano y que lo completa en una foto, ese contexto del que hablaba Berger, realiza la misma función que realiza el inconsciente respecto de la vida de un humano. Si hablamos de una vida humana y no de una fotografía de una vida humana, el contexto no será el camino por el que sale de su pueblo, o la silla en la que se sienta en su casa, sino todas las sillas y todos los caminos, toda su biografía, su historia, su vida contenida en sí mismo. Es decir, su inconsciente.
»Ahora no son las imágenes sin contexto las que inundan el mundo y lo amenazan con su disolución, sino que son las propias personas, y sus copias, los replicantes (todos ellos individuos sin contexto, individuos kitsch), los que lo hacen: unos porque han sido creados deliberadamente sin ellos, otros porque han sido despojados del que tenían en origen gracias a la Segunda Ilustración, el dataísmo y el cambio de paradigma que ha introducido el panóptico digital en el que vivimos, donde las redes sociales y las realidades simuladas han terminado de emanciparnos de la alteridad, de la otredad, del diálogo con el otro y con nosotros mismos, conformando la negación del logos exterior a partir de la neutralización del logos interior, es decir, despojándonos de nuestro contexto, de nuestro inconsciente y de la riqueza con que esas relaciones dialógicas nos nutrían para hacer de nosotros auténticos seres humanos.
»Nadie parecía darse cuenta de cómo a través del uso continuado de algunos dispositivos como el smartphone y de algunas redes como Facebook podía desprenderse la memoria personal del humano, pero así ha ocurrido según el cambio estructural neurológico que han descrito los neurólogos durante estas últimas décadas. Las redes, al darnos acceso a nuestro pasado objetivo a través de los datos nos ha negado nuestro pasado real, que no era otra cosa que un depósito subjetivo de imágenes mentales en continuo cambio con el que reescribíamos el palimpsesto en que consistía nuestra identidad humana. Con la tecnología nuestro cerebro ha cambiado por completo, haciendo que nuestra identidad involucione hasta acercarse de nuevo a la del animal. Las memorias reales, subjetivas y emocionales, se han ido convirtiendo paulatinamente en datos que están situados fuera del cerebro, en un dispositivo con una pantalla capacitado únicamente para ofrecer información objetiva. Los nietos de los últimos humanos que portaban la memoria en su interior para reescribirla y construir su biografía y su identidad, ahora portan un vacío, sus amígdalas y sus sistemas límbicos van camino de convertirse es simples carcasas huecas como las de los replicantes. Sus cerebros están sobreinformados con lo inane, sobreexpuestos al narcisismo, despojados de empatía, mutando cada vez más rápido hacia la más pura y sencilla estupidez egomaníaca y solipsista. Y eso ocurre por mediación de una tecnología que cada vez suple más espacios, ocupa más tiempo y demanda más dependencia. Es así como se ha llegado a neutralizar nuestro sistema de relación social, nuestra noción de identidad y nuestra capacidad para vivir y evolucionar a partir de ella: con la sustracción de un acervo emocional que ha sido suplantado por una información objetiva que solo la transcribe en superficie. El big data nos ha obligado a asumir la negación de aquello que permitió el nacimiento de los flujos que nos constituyeron como humanos culturales e hicieron posible el nacimiento de nuestra civilización».
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