Jordi Teixidor (Valencia, 1941) habla de su pintura como un puente con sus intereses filosóficos, como la noción de la nada. Pinturas como El sacrificio, Salomé y Todo es presagio son pruebas de las capacidades del color negro como interruptor, como masa con la que hablar de la ausencia, del vacío o de estar repleto de nada. Las contundentes verticales con las que el pintor dispone el negro entre los atisbos de perceptibilidad —como sus habituales redes doradas o sus trazos enérgicos— bien podrían trasladarnos al plano de la narración episódica de los hechos pictóricos. Por ejemplo, la muerte por recorte del opulento tejido fibroso de El sacrificio incita a una lectura de izquierda a derecha, reforzada por la discreta resurrección del color en pinceladas grises a ambos flancos del lienzo. Con todo, por tentadora que resulte la lectura de estos lienzos como si se trataran de oraciones, las dimensiones conducen a una visión espacial y de conjunto. Esta desaparición inclemente en la oscuridad en la que el pintor insiste a lo largo de su carrera reconcentra la mirada y consolida la unidad de sus pinturas en virtud de sus proporciones. Algo palaciego y sobrio prima en la obra de Teixidor, probable resultado de la apuesta por lo rectilíneo, lo horizontal y la exploración de lo simétrico allende el centro del bastidor.
Pero antes, las excepciones. Deliberadamente selecta es la sensualidad de la banda que nos indica el espíritu de Salomé en su lienzo homónimo. No la encontraremos en muchos más cuadros. Pintura rosa y naranja, de 1976, es ejemplo de otra sensualidad más olorosa y expansiva, de una festividad apenas enmarcada, que pocos años más tarde liberará en otra rareza, Up into the Silence the Green. Si algo de este lienzo nos recordara al Cy Twombly de los años ochenta, habría que aclarar que de la factura y la composición del artista estadounidense emana la fatalidad, mientras que la acumulación y los equilibrios de Teixidor, que evocan suspensión por el vacío en el margen derecho, los alejan sobremanera. El español apunta a la serenidad con la que uno se deja fascinar por el horizonte que marca una colina, o por la caída de las hojas de los olmos, a pesar de que, como confiesa, la naturaleza no ha sido la fuerte entre sus musas:
«Nunca me ha motivado la naturaleza, ni siquiera por el color. Mi relación con el paisaje ha sido siempre conceptual, reflexiva, intelectual, romántica y literaria».
Los resultados prueban que, en la esfera del arte abstracto, este tipo de pincelada directa tan próxima al grafismo es una herramienta expresiva orgánica y polivalente. Ya hablamos de su expresión algo más conceptual en la obra de Julie Mehretu, en la que los hechos históricos y las relaciones invisibles que los constituyen quedan sintetizados en concisos arrastres de tinta. Frente a los demás, el valenciano logra masas inextricablemente dependientes de sus unidades constitutivas a la vez que estas acaban difuminadas por el nuevo cuerpo vegetal.
Como evidencia su trayectoria, el interés de Teixidor por los límites no se expresa siempre en términos estrictamente geométricos. En congruencia con su fijación estético-filosófica, el componente musical aparece en un considerable segmento de su obra. La roca, de 1999, nace de la atención del artista a la percepción del ritmo. Es más, confiesa Teixidor que debe el título a un flechazo entre la obra y un poema de Wallace Stevens, en una sutil mención al ritmo oral que enlaza con el visual. En este políptico de cobre tienen lugar unas mínimas variaciones en las cantidades de óleo negro que transforman la sencillez del material puro en víctima de esa propiedad engullidora que Teixidor confiere a sus colores más oscuros. Anula la plancha de cobre como cuerpo autónomo por medio del apurado baile de anchuras de las manchas, que evocan un ramo de pasos nacidos de la caída de la conciencia sobre el propio movimiento; aquel ramo que siempre acaba en la soledad del escenario.
Al margen de estas revisiones más o menos abiertas de lo liminal, del toma y daca entre lo que acaba y lo que comienza, el límite más distinguible del que se ha ocupado Teixidor es el filosófico. No dudo de la fortaleza de la noción de vacío como punto cardinal para hablar del principio y el fin de las cosas, hasta provocarnos a revisar su naturaleza. Ha insistido en hacer aparecer el vacío en sus obras, en integrar un hueco de potencialidad a veces estrecho, pero liberador, como en el lienzo sin título de 1976 que guarda hoy el Espacio de las Artes de Tenerife. Ocupar el lienzo con la percepción de lo invisible ha sido competencia de todos, también de pintores figurativos, como Frederic Edwin Church, que demostró su pericia en su Jerusalem desde el Monte de los Olivos. El aire, la luz y las emanaciones de la vegetación se citan sobre suelo histórico con el recuerdo del beso de Judas. Si, como indicó Merleau-Ponty sobre la percepción de la profundidad, todo cuanto significa el espacio debe estar ya preso en él, toda aparición en el plano pictórico remite por fuerza a una lógica de percepción de la profundidad. Edwin Church dedicó su vida a la exaltación de la profundidad tal y como prescribe el ámbito del paisaje y supo —quizás no siempre con tanto atino como en su Jerusalem— implementar unas razonables distancias y deformaciones ópticas subyugadas a las fuentes de luz y a las paletas de color en que derivaban. En arquitectura, la forma del arco hace visible el vacío y la distancia, una constante presencia potencial. Incluso su representación relegada al flanco izquierdo del fresco Santiago camino de su ejecución, de Andrea Mantegna, alberga esta elocuencia. El polvo que flota sobre varios kilómetros, el umbral de una puerta, la gradual desaparición del bosque ante la falda de la montaña; Teixidor hizo perceptibles el vacío y la profundidad sin atarse a ningún simulacro, sin rozar la figuración ni de lejos; es más, desde las antípodas. Quizás sea evidencia de que su objeto de estudio solo requiere de una profunda coherencia, de la que deja constancia la exposición Los límites de la pintura.
Bibliografía:
VV. AA. (2020). Jordi Teixidor; Los límites de la pintura [Catálogo]. Granada: Centro José Guerrero; Diputación. ISBN: 978-84-7807-655-0
MERLEAU-PONTY, M.; CABANES, J. (trad). (1993). Fenomenología de la Percepción. Barcelona: Planeta-De Agostini. ISBN: 84-395-2219-3
GOMBRICH, E.; SANTOS, R. (trad). (1995). La Historia del Arte. México: Editorial Diana; Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. ISBN: 968-13-3200-8
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