Arte, Yasmina Reza, Anagrama, 1999, 104 páginas.
«Un artista no es un intelectual y hoy el intelectual está más valorado que el artista. Esto es muy visible en el arte contemporáneo: a un artista se le pide no solo que tenga una obra sino también un discurso sobre ella. Yo es algo a lo que me niego. Jamás a Goya o a Velázquez se les exigió un metadiscurso sobre lo que estaban creando». Estas palabras, pronunciadas por Yasmina Reza en una entrevista, definen a la perfección el problema de fondo de la que probablemente haya sido la obra de teatro más famosa de los últimos tiempos. El discurso, el porqué (el permiso demandado por la racionalidad a cualquier manifestación del campo irracional del conocimiento) no solo es una condición insoslayable que se exija a los autores de las obras, sino también a sus compradores o espectadores que las disfrutan. A ellos se dirige la estupefacción de un mundo que ha empezado a sospechar demasiado sobre el sentido del arte (sin pensar que todo empezó precisamente porque el arte había empezado a poner en duda el mundo mucho antes). ¿Qué ha querido decir al pintar este cuadro?, preguntan a los artistas. ¿Qué ha querido decir al comprar este cuadro?, preguntan a quienes compran sus cuadros. ¿Algo más que algo sobre usted y su situación económica? ¿Que tiene poder adquisitivo? ¿Qué entiende la posmodernidad? ¿Que no lo hace y, por lo tanto, lo hace? ¿Qué se ríe del dinero? ¿Que él le posee y lo demuestra haciéndole adquirir objetos caros refrendados por un valor ficticio? En Arte, Yasmina Reza (autora de Un Dios salvaje, llevada al cine por Polanski, o Una desolación, novela tan corta como certera), Sergio compra un cuadro blanco con unas bandas algo más oscuras que apenas se ven. Para Marcos, amigo de Sergio, el precio es desorbitado, ridículo. Los personajes empezarán entonces una discusión sobre el sentido del arte moderno en la que anidará una discusión más amplia en torno a la fraternidad y la contemporaneidad, y en la que un tercer amigo, Iván, supuesto mediador de la lucha entre los primeros, acabará adquiriendo mucha más presencia.
[…]
MARCOS: Mucho. Se acaba de comprar un cuadro.
IVÁN: ¿Ah, sí?
MARCOS: Mmm.
IVÁN: ¿Bonito?
MARCOS: Blanco.
IVÁN: ¿Blanco?
MARCOS: Blanco. Imagínate una tela de un metro sesenta por un metro veinte aproximadamente… con un fondo blanco…, completamente blanco…, y en diagonal unas finísimas líneas transversales blancas…, lo ves…, y quizás una línea horizontal blanca complementaria, en la parte baja…
IVÁN: ¿Cómo las ves?
MARCOS: ¿Perdón?
IVÁN: Las líneas. ¿Cómo puedes ver las líneas blancas si el fondo es blanco?
MARCOS: Porque las veo. Porque, pongamos por caso, las líneas son ligeramente grises, o al revés, en fin, ¡que hay matices en el blanco! ¡El blanco es más o menos blanco!
IVÁN: No te sulfures. ¿Por qué te sulfuras?
MARCOS: ¡Siempre pinchando! ¡Déjame terminar!
IVÁN: Bien. ¿Y qué más?
MARCOS: Bueno. O sea, que ves el cuadro.
IVÁN: ¡Clarísimamente!
MARCOS: Ahora te toca adivinar qué precio ha pagado Sergio por él.
IVÁN: ¿Quién es el pintor?
MARCOS: Antrios. ¿Lo conoces?
IVÁN: No. ¿Se cotiza?
MARCOS: ¡Sabía que me lo ibas a preguntar!
IVÁN: Lógico…
MARCOS: No, no es lógico…
IVÁN: Claro que es lógico, me pides que adivine el precio, y sabes perfectamente que el precio está en función de la fama del pintor…
MARCOS: No te pido que hagas una evaluación de ese cuadro en función de tal o cual criterio, no te pido una evaluación profesional, te pregunto lo que tú, Iván, pagarías por un cuadro blanco ornamentado con unas rayitas de un blanco apenas hueso.
IVÁN: Ni un céntimo.
MARCOS: Bien. ¿Y Sergio? Di una cifra al azar.
IVÁN: Trescientas mil.
MARCOS: ¡Ja! ¡Ja!
IVÁN: Un millón.
MARCOS: ¡Ja! ¡Ja!
IVÁN: Dos…
MARCOS: Sigue…
IVÁN: ¿Tres?… ¡¿Cuatro?!…
MARCOS: Cinco. Cinco kilos.
IVÁN: ¡No!
MARCOS: Sí.
IVÁN: ¡¿¿Cinco kilos??!
MARCOS: … cinco kilos.
IVÁN: ¡Se ha vuelto loco!
MARCOS: ¿Verdad que sí?
IVÁN: Claro que…
MARCOS: ¿Claro que qué?
IVÁN: Si así es feliz… Se gana muy bien la vida…
MARCOS: ¿Es así como ves tú las cosas?
IVÁN: ¿Por qué? ¿Tú cómo las ves?
MARCOS: ¿No te das cuenta de la gravedad de todo esto?
IVÁN: Hmm… No…
MARCOS: Es curioso que no percibas lo esencial de esta historia. Te quedas con la apariencia. No ves la gravedad que contiene.
IVÁN: ¿Qué gravedad contiene?
MARCOS: No ves lo que se transluce de todo esto.
IVÁN: ¿Quieres unos panchitos?
MARCOS: No ves que de golpe, de la manera más grotesca posible, Sergio va a creerse que es un «coleccionista».
IVÁN: Bah…
MARCOS: A partir de hoy, nuestro amigo Sergio forma parte del Gotha de los grandes amantes del arte.
IVÁN: ¡No, hombre, no!…
MARCOS: Claro que no. Por ese precio no formas parte de nada. Pero él cree que sí.
IVÁN: De veras…
MARCOS: ¿No te molesta?
IVÁN: No. Si le hace feliz.
MARCOS: ¡¿Pero qué quiere decir si le hace feliz?! ¡¿Qué clase de filosofía es esa del si le hace feliz?!
IVÁN: Mientras no dañe a un tercero…
MARCOS: ¡Daña a un tercero! A mí. Yo estoy perturbado, estoy perturbado e incluso herido, sí, sí, por ver a Sergio, a quien quiero, dejarse estafar por esnobismo y perder todo criterio.
IVÁN: Ahora lo descubres. Siempre ha frecuentado las galerías de una manera ridícula, siempre ha sido una rata de exposiciones…
MARCOS: Siempre ha sido una rata, pero una rata con la que uno se podía reír. Mira, en el fondo, lo que más me duele es que con él ya no se puede reír.
IVÁN: ¡Claro que sí!
MARCOS: ¡Que no!
IVÁN: ¿Lo has intentado?
MARCOS: Sí. Me reí. Y a gusto. ¿Qué querías que hiciera? Pero él no despegó las mandíbulas. Claro que cinco kilos son muchos kilos como para reírse.
IVÁN: Pues sí. (Se ríen.) Conmigo, se reirá.
MARCOS: Me extrañaría. Pásame los panchitos.
IVÁN: Se reirá. Ya lo verás.
Hola! Inicialmente yo asumiría una posición similar a la de Marcos. Luego, exploraría la visión de Sergio a respecto de la discutible adquisición pero no para hacerlo reír sino para desentrañar este misterioso gusto por una representación a priori vana y falta de sentido…