Con motivo de la próxima visita de Rafael Argullol al Centro Guerrero, y tomando como punto de partida su concepto de transversalidad (y en esta primera entrega, también la idea de mito), iniciamos una serie de textos en el blog con el nombre de uno de sus últimos libros, Archipiélago (Subsuelo, 2015). En Archipiélago, cincuenta autores del mundo de la cultura elegían un fragmento de la obra de Argullol, un fragmento de la obra de otro autor y una imagen que definieran, de una u otra forma, al pensador catalán. El resultado de esta iniciativa de Oriol Alonso, responsable del libro, no fue en absoluto apologético. Al contrario, la propuesta acabó diciendo más de quienes elegían los fragmentos literarios y las imágenes que del propio Argullol, demostrando así la fertilidad del ejercicio sinérgico que el concepto de transversalidad había generado. Con esta voluntad de indagación, entre el azar y el destino, presentamos nuestra versión transversal de Archipiélago, donde un texto de un escritor y una obra de José Guerrero, como islas con un origen geológico común, ocuparán un mismo espacio para generar un diálogo, expulsarse, acercarse, fundirse o comprenderse mutuamente.
José Guerrero, Variaciones azules, 1957
En cuanto atravesaron la estratosfera, viraron el rumbo hacia el oeste y lanzaron al espacio el radar y los motores, de forma que nadie, ni siquiera ellos, pudieran encontrar nunca su rastro. Todos los miembros de la tripulación surcaron desde entonces la deriva a bordo de la nave. Unos, los más jóvenes, imaginaban que la deriva era un lugar, el objetivo mismo de la misión. Otros conocían la literalidad de aquel nombre, su evanescencia, y la verdadera realidad de aquel viaje cuya aspiración había sido alcanzada desde el mismo momento en que cruzaron la atmósfera. Unos, por tanto, pensaban en La Deriva y otros, en la deriva. Los segundos se miraban entre ellos con fugaz complicidad, sabiendo que no desvelarían nunca la verdad a los primeros. Aunque apenas podían participar de aquella ingenuidad, también para ellos representaba un tesoro, pues entendían que la vana esperanza de sus compañeros era algo íntimamente ligado a lo humano, a la idea humana de sobrevivir. Aquella ingenuidad era algo único, una fortaleza que conservaban los primeros sin ser conscientes de ello. Los segundos, sin embargo, no la poseían, pero la podían nombrar. En secreto, los segundos fueron consolidando la idea de ingenuidad como algo íntimamente ligado a la felicidad, y en ella labraron motivos basados en la historia y el tiempo, un truco que hacía creer en el futuro tanto como en el pasado, a pesar de que ninguno existiera. Y así fue cómo los que sabían que iban a la deriva y no a La Deriva empezaron a llamar a la ingenuidad La Ingenuidad, y cómo la convirtieron en lugar, una tierra a la que se aspiraba por medio del espíritu, aunque nunca pudiera realmente ser conquistada desde la consciencia. Y así fue cómo la absurda esperanza de unos creó de la nada la de los otros, y cómo siguieron su viaje y más o menos se mantuvieron cuerdos, apoyados los unos en los otros, surcando la nada infinita y oscura de todo lo que existía.
Antonio Pomet, La deriva.
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