El lunes día 3 de octubre se llevó a cabo la destrucción de la obra que Jesús Zurita había realizado en el Centro Guerrero el pasado junio. Con el nombre Raja y grieta. El aire en Guerrero, Zurita pintó unos murales en las paredes del museo tomando como punto de partida las obras del pintor granadino. No era tanto un homenaje como una indagación, una geomorfología de los accidentes que demarcan los territorios de la pintura de Guerrero.
Unos días antes, en el propio espacio que albergaban las obras, se había presentado el libro que documenta este trabajo de tres meses de vida. Con el mismo nombre que la exposición, y con un texto del propio Zurita y un estudio de Omar-Pascual Castillo, el volumen ha terminado por convertirse en una especie de monumento, o de la elegía de una idea: la que conformaba la visión del pintor ceutí sobre la obra del pintor granadino. Una opinión expresada en muchas direcciones, contradictoria, viva, enmarañada, visceral, rocosa, sanguinolenta.
Zurita dice que Guerrero es un pintor de territorios, de accidentes en los límites de esos territorios. Y que viendo la obra de Guerrero se dio cuenta de cómo pintaba él: buscando tensión en los bordes y silenciando el centro. Es curioso, al hilo de esta lúcida reflexión, que Zurita haya sido invitado a pintar un territorio, el territorio de José Guerrero, el mausoleo vivo donde reside su obra.
«La arquitectura permanece donde hemos estado y nos ayuda a recordarnos. […] En la pintura se puede estar de muchas maneras. Aunque por lo general su consensuada (y en muchos caso, refutada) condición bidimensional excluye el estar dentro». Zurita habla del hueco y habla del vínculo, dos conceptos que desarrolla con lirismo, para hacer extensible la idea de habitabilidad más allá de los límites de un espacio acotado, de una edificación. La pintura de Guerrero es habitable. Un lienzo de Guerrero se puede habitar, asegura. Esta idea cobra un significado aún más interesante si pensamos que la obra de esta exposición parte de la obra de Guerrero (trata de habitarla) y que ha permanecido durante estos tres meses en las paredes del edificio donde están físicamente las obras de Guerrero (donde habitan).
La pintura es, por tanto, habitable por el espectador. Y si Zurita indaga con su pintura en la de Guerrero, podemos decir que la pintura también puede habitar otra pintura. Y si Zurita hace esa arqueología sobre los muros de este centro, podemos decir que esa pintura que habita otra pintura puede habitar donde habita la primera. Quizá podamos dudar de la capacidad para «estar dentro» que un lienzo ofrece, pero de lo que no tendremos duda es que durante este verano, la pintura de Zurita ha estado haciendo en silencio un gran discurso, trazado en multitud de direcciones, sobre pintura, arquitectura y habitabilidad.
Y sobre la metáfora.
Sabemos que nada puede ser nombrado de forma literal y objetiva, que el lenguaje es, por definición, un acercamiento, una traslación de sentido. Cualquier cosa dicha (en cualquier lenguaje, también en el pictórico) habita en su interior algo bastardo, vinculado –nunca mejor dicho, al hilo de la visión de Zurita– a un exterior de lo nombrado. La metáfora se define como una habitación, como un hueco donde dar cobijo a lo otro para poder nombrar la propia cosa: ese es en realidad el único mecanismo posible del lenguaje, puesto que nada puede ser nombrado ni aprehendido en su literalidad. Nada puede ser expresado sin la metáfora, el propio lenguaje es una metáfora. Cualquier trazo en pintura lo es también.
Si la arquitectura ha sido entendida siempre como la gran metáfora de la materialidad del pensamiento, y si el pensamiento (y/o el lenguaje), siguiendo a Derrida, no ha podido eludir nunca la traslación de sentido por la inevitable proliferación de metáforas inherente a su acción y su existencia, podríamos llegar mucho más lejos en las conclusiones y asumir que durante estos meses en el Centro Guerrero se ha estado construyendo un gran discurso sobre la imposibilidad del lenguaje y sobre cómo esa imposibilidad es precisamente la que construye una cultura que, siguiendo a Zurita, carece de certezas pero es rica en vínculos.
Para Zurita la idea de vínculo es sumamente importante en el hecho pictórico, antes y después de que el espectador entre en escena para participar. Se gesta uno primigenio, en el propio yo, en la esquizofrenia discursiva del creador ante la pared o el lienzo blanco. Se da en su propia experiencia con los materiales, con la pulsión expresiva del trazo. También en la relación que establece la pintura con el lienzo o la pared, y en la relación del propio lienzo o de la propia pared pintada con el espacio en el que se inserta, la sala, y luego en las salas entre sí. Y finalmente se da en los espectadores, en el otro, en las infinitas relaciones subjetivas que se dan en la visita a un espacio donde hay un cuadro o un fresco, que es una visión del mundo (en este caso, además, sobre una visión del mundo) y cuya identificación más o menos alejada de la visión del mundo propia generará en él un impacto en términos de consciencia subjetiva y contrastada sobre la existencia de ese mundo.
Antonio Montalvo, en la conferencia, acierta a definir la pintura de Zurita de varias formas diferentes. Una de ellas: «Si tu pintura oliese, olería mal». Y eso es porque Zurita abre con un escalpelo el interior para mostrarnos que era un exterior, o mejor dicho, que no hay esencia en la que no participe algo exterior al objeto ‒el vínculo‒ que no hay literalidad ‒certezas‒, que nunca hay conclusión, resultado. Que la realidad es mestiza. Que se necesita al otro para completar un significado, para generar el hecho lingüístico. Que la única forma de acercarnos al mundo es intuitiva, metafórica, antiesencialista, humanista. Y huele, por supuesto, porque está viva.
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