Aspiro a que en mi trabajo haya una gravidez pesimista, como una morbosidad nostálgica que intenta salir de una cueva oscura y alcanzar la redención a través de una forma muy particular de belleza.
Antonio Montalvo
1
David Foster Wallace dijo que a los seres humanos nos era imposible no adorar. En esta contemporaneidad sin Dios y sin un futuro ideológico al que hacer objeto de nuestra adoración, solo nos queda lamentarnos e ironizar. O adorar al yo e ironizar sobre nuestra incapacidad para hacer otra cosa, una vez que hemos entendido que los presupuestos de la modernidad han dejado de tener vigencia. Ya no hay grandes relatos a los que anclarnos como comunidad, sino un cúmulo de yoes, cada vez más aislados, cada vez más parecidos y ajenos, flotando en su disolución.
Siguiendo con Wallace:
Pocos artistas se atreven a hablar de lo que falla en los modos de dirigirse hacia la redención, porque les parecerán sentimentales e ingenuos a todos esos ironistas hastiados. La ironía ha pasado de liberar a esclavizar. Hay un gran ensayo en algún sitio que contiene una línea acerca de que la ironía es la canción del prisionero que llegó a amar su jaula. Para él, la enfermedad del cinismo impedía a sus coetáneos adentrarse en ficciones que tratasen de un arte vital y prioritario, aquel que profundiza en lo que significa ser humano, con los miedos y los deseos de siempre, tan viejos como pasados de moda, desde un estilo de modernidad radical, que no es más que un soporte como cualquier otro para llegar al corazón del hombre.
Son escasos los creadores capaces de salir del círculo yermo en que se ha convertido ese instrumento imprescindible para el avance del espíritu crítico que es la ironía. Sin embargo, algunos lo consiguen. En una contemporaneidad posthistórica y revisionista, los artistas tienen plena potestad para elegir al padre y para situar su obra en el momento que deseen. Son los dones del simulacro. El collage heterogéneo, con más o menos ingredientes, se erige como hábitat natural donde plasmar irónicamente tanto el absurdo de tener padre como la incapacidad de librarse de la ironía con la que sobrellevar el peso de la propia levedad.
Pero hay artistas que eligen la redención, que buscan un origen desde donde intentarlo, desde donde construir un arte al margen del descreimiento.
2
El bodegón es comúnmente entendido como un campo de pruebas puramente formal con el que dominar la técnica al principio de una carrera. Para muchos artistas, después de ese principio, la búsqueda de lo trascendente se hace superando lo sensible, pasando por encima del objeto, o transformándolo a través de lo que es exterior a él. Sin embargo, hallar eso que nos escamotea lo real mirando de frente a lo real parece hoy en día un reto más arriesgado. Y quizá un gran principio para refundar una tentativa que no quede atrapada en el hastío del cinismo.
Lo hizo Morandi, lo hizo Chejov. Y lo hace ahora Montalvo.
Antonio Montalvo, como Giorgio Morandi, no trata de abordar lo real desde el exterior, sino escrutando en su interior. En lugar de alejarse del bodegón que supuestamente debió superar en la escuela, se queda en la escuela, reafirmando y refinando su «abordaje superficial», profundizando en él hasta lograr captar la realidad del objeto. Algo anida en ellos que no hemos sabido ver antes, una paradoja innombrable, irracional, contradictoria, veraz.
En Montalvo, el bodegón no es bodegón: el objeto trasciende, cobra una entidad mayor que la que le es propia. Es como si en lugar de pintar objetos pintara retratos de la materia, como si los objetos fueran –igual que los animales sin vida que también pueblan sus cuadros–, seres vivos que han muerto. Quizá el logro se deba al lugar que el pintor elige para que el espectador mire el lienzo. Ese lugar, ese anclaje, no es espacial, sino temporal. En la atmósfera brumosa, siniestra, a la vez decimonónica, barroca y contemporánea de la pintura de Montalvo, lo que nos abruma no es el peso ni la entidad de las cosas, sino la gravedad del tiempo en que se insertan, la textura intangible con que ese tiempo, que es duración, dota de realidad la materia. Ese anclaje es una parte importante de lo que le confiere a los lienzos la impronta narrativa que de forma tan indefinida como flagrante nos llega al contemplarlos. La otra parte, no menos importante, la constituiría el magistral uso de la elipsis.
Un elemento tan propio de la posmodernidad como la descontextualización es utilizada, e incluso deconstruida, por el propio Montalvo al hacer un tratamiento de ella al margen de la ironía. Así, la descontextualización llevada a cabo en Hiato, cuyo título ya descubre su imposibilidad, aborda la idea de simbiosis para negarla. De un modo distinto, la descontextualización que creemos ver en Anonimia no es tal descontextualización, o si lo es, pertenece a la esfera de lo posible y no del artificio conceptual, pues el jabalí pudo entrar en aquella casa con piano y aroma a burguesía rural por propia voluntad, es decir, pudo ser una foto de lo real y no una reelaboración desde el exterior. Y no es que Montalvo intente deconstruir nada, simplemente utiliza una articulación propia de la ironía, pero sin ironía, y nos muestra el resultado: una escena del mundo.
Montalvo nos devuelve la realidad tal y como es: infinita, poliédrica y subjetiva, pero despojada de todos los estratos conceptuales que la han ido arropando, sedimentando y sepultando, con la intención de aprehenderla, a lo largo de las últimas décadas de desolación posthistórica. No es que el pintor esté al margen de las formas de representación propias de su tiempo, es que elige de entre sus infinitas ofertas una que va a contrastar con aquellas que están tan extendidas en la contemporaneidad que casi se confunden con ella misma, dimensionando y desnudando así su verdadera naturaleza.
Para Montalvo la vinculación del artista con su contemporaneidad debe ser tangencial. La deserción, digamos parcial –o tangencial–, de lo contemporáneo será lo que, paradójicamente, más inserte su obra en el tiempo real, diacrónico, histórico, pues ese presente al que prefiere no acercarse tanto, es un presente que, como declaración de principios, niega su diacronía. Montalvo parece anhelar un presente con un pasado distinto, sin el cortocircuito que supuso el fracaso del proyecto moderno, que permitiera ver el presente inserto en la historia. Quizá esa sea la razón de que su obra parezca estar unida a un extraño naturalismo existencialista: es como si reseteara la historia hasta un lugar cargado de futuro pero ante el que no pudiera evitar sentir cierta inquietud, tal y como parecía sucederle a Chejov hace un siglo.
3
Chejov era no tanto un escritor realista como un escritor de lo real. Es él probablemente quien más cerca haya estado nunca de descifrar esa verdad indescifrable de la naturaleza humana. Con sus relatos, a través de un punto ciego, de ese hueco que origina y desarrolla su literatura, podemos experimentar verdaderas epifanías sobre nosotros mismos. La sensación es tan paradójica como frustrante: en cuanto creemos comprender de qué se trata, lo perdemos.
Chejov nos deja a las puertas del conocimiento, que es el único sitio al que se puede aspirar. Nos deja en el barranco, es el anfitrión del barranco, hacia el que nos guía para que miremos el abismo. Sin embargo, nunca sabemos cómo hemos llegado hasta allí porque lo único que ha hecho Chejov ha sido pintar un bodegón. ¿Cómo llamar realismo a tamaño ilusionismo? La idea de elipsis cobra fuerza en su obra como concepto medular: algo se nos oculta, y es a través de relatos que iluminan para dejar algo en sombra que somos capaces de acercarnos a eso que se nos oculta. El intento de comprenderlo racionalmente es siempre en vano, pues no lo vemos, tan solo lo intuimos. Su comprensión se circunscribe no a la determinista y parcial capacidad de la razón, sino al relativo e infalible poder de las humanidades.
Walter Benjamin expresó esta idea al abordar la inefabilidad de la obra poética:
En las áreas de las que nos ocupamos, la comprensión solo se produce en forma de relámpagos. El texto es el largo trueno que les sigue.
Para Paul de Man no se trata de que el significado se mantenga oculto en su materialidad y tenga que ser «rescatado» o «descubierto». Más bien la materialidad se manifiesta en un destello de intuición que ilumina la totalidad. El modelo surgido es, como en Benjamin, el de un relámpago.
No puede decirse que el relámpago esté oculto antes de su manifestación, sino más bien que se expresa (si la palabra tiene todavía sentido) plenamente en el instante de su iluminación. Suspende, de hecho, la diferencia entre lo manifiesto y lo que manifiesta, produciendo en su instantaneidad un momento de presencia plena. Sin embargo, la brevedad de su destello es tal que desplaza su significación de sí mismo a la oscuridad circundante, cuya composición interna revela. Aunque el ojo intentara fijarse en este destello, y fuera capaz de predecir el momento y el lugar exacto de su realización, continuaría sin verlo, pues quedaría cegado por la fuerza de su luz; por tanto, no es el relámpago mismo lo que deseamos ver sino lo que su destello revela, la configuración interna del entorno circundante y las fuerzas en juego en su interior. El ojo permanece atento a la oscuridad, sabiendo que guarda un secreto que el destello revelará. El destello no es el secreto sino la oportunidad del momento en que todo queda expuesto a la luz –la recompensa por mirar en la oscuridad–.
Cuando leemos esta cita de Paul de Man a propósito de Benjamin, pensamos en obras oscuras y herméticas alejadas de la figuración y el sentido. Sin embargo, luego se nos hace evidente que la idea funciona tanto para ilustrar las obras de Ashbery o Pollock como las de Cheever y Montalvo, lo que es fácilmente visible a través de la inversión de los conceptos que introduce, si en la luminosidad de lo dicho vemos un relámpago oscuro que bruñe la luz con una sombra a la que dota de significado, un instante. Un relámpago oscuro es una mala elección para la comparación. Elijamos un eclipse de sol, e imaginemos que, como el relámpago, fuera tan repentino y fugaz como impredecible. Si tal cosa existiera, Paul de Man podría haber dicho, no ante la oscuridad de Ashbery, sino ante la luminosidad –oscura– del «realismo» de Chejov que, como el de Montalvo, se nutre de elipsis de luz:
No puede decirse que el eclipse esté oculto antes de su manifestación, sino más bien que se expresa (si la palabra tiene todavía sentido) plenamente en el instante de su oscuridad. Suspende, de hecho, la diferencia entre lo manifiesto y lo que manifiesta, produciendo en su instantaneidad un momento de ausencia plena. Sin embargo, la brevedad de su sombra es tal que desplaza su significación de sí mismo a la luminosidad circundante, cuya composición interna revela. Aunque el ojo intentara fijarse en esta sombra, y fuera capaz de predecir el momento y el lugar exacto de su realización, continuaría sin verla, pues quedaría cegado por la fuerza de su oscuridad; por tanto, no es el eclipse mismo lo que deseamos ver sino lo que su oscuridad revela, la configuración interna del entorno circundante y las fuerzas en juego en su interior. El ojo permanece atento a la luminosidad, sabiendo que guarda un secreto que la oscuridad revelará. La sombra no es el secreto sino la oportunidad del momento en que todo queda expuesto a la oscuridad –la recompensa por mirar en la luz–.
Una experiencia así es fácil de contemplar en muchos de los cuadros de la exposición Bajo un sol de ceniza de la Sala Alta de los Condes de Gabia.Y más concretamente, a mi parecer, en dos de ellos, Envés y Jardín ajeno, dos bodegones que, como los de Chejov, son dos microcosmos, dos lienzos capaces de hacernos habitar por un instante la luz y la oscuridad de lo real, y casi, comprenderlas.
Aunque quizá lo más importante sea darnos cuenta de que la experiencia la estamos teniendo, después de mucho tiempo, desde fuera de la jaula.
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