La Madonna del futuro y La amante de Briseux, Henry James. Editorial Siete noches, 2006. 120 páginas
Henry James escribió estos dos relatos en 1873. Tenía entonces 30 años y aunque aún mantenía los juegos formales decimonónicos casi intactos, ya había empezado a alejarse de ellos con el uso de la ironía. Muestra clara de ello lo encontramos en La amante de Briseux, un relato donde (como casi siempre en James) un secreto se desvela. El mayor interés para el lector contemporáneo quizá se encuentre, al margen del acercamiento a la idea de fracaso y de suerte en el ámbito artístico, en los paralelismos que uno de los momentos narrados guarda con otro de la película Vértigo, de Hitchcock. (Nos lo seguimos preguntando: ¿habría leído Hitchcock esa escena de James en la que un hombre observa a una mujer observar su propio retrato en un museo, para luego seguirla?). La Madona del futuro es, por otro lado, una pequeña obra maestra, muy poco conocida, y cuyo interés se expande por encima de lo estrictamente literario para profundizar sobre aspectos cruciales de la cultura y de la historia en que se produce. Theobald es un pintor norteamericano afincado en Florencia, ciudad en la que sobrevive casi en la indigencia y donde se encuentra La Madonna della Seggiola de Rafael, pintura que visita y venera casi a diario. Veinte años antes de encontrarse con el narrador de la historia, Theobald encontró a una costurera que resultó ser, en su opinión, la viva imagen de la Virgen, y desde ese momento decidió que la plasmaría en un lienzo, igual que hizo Rafael. Sin embargo, los preparativos duraron demasiado y la juventud abandonó a la modelo, lo que hizo imposible que pudiera materializar el trabajo. El relato funciona como una metáfora del crucial del momento en que se narra, cuando se empieza a poner en duda los presupuestos formales y temáticos del Arte. El modelo que sirvió para impulsar las obras de Rafael o Miguel Ángel ha caducado, como caduca la belleza de la modelo y su identificación con la joven Virgen de Rafael; casi vemos a Melevich o a Rodchenko deambular como fantasmas incipientes alrededor de esta pieza literaria. No es de extrañar que el crítico Arthur C. Danto haya puesto el título de este relato de James a su colección de artículos surgidos de sus visitas a exposiciones de arte moderno, ni que haya visto en el lienzo en blanco del inconsolable Theobald lo que un crítico llegado del futuro a 1873 hubiera calificado como obra maestra. Theoblad no habría comprendido cómo un lienzo en blanco, prueba de su fracaso e incapacidad, podría haberse considerado nunca una obra maestra, pues no habría sabido entender la ficción retrospectiva de Danto. Una ficción en la que él se convierte en el primer artista de esa otra historia que estaba a punto de comenzar, donde el arte ya no iba a formar parte tanto de la historia como de la filosofía: la poshistoria del Arte.
Reproducmos una parte del principio de este relato, donde el pintor y el narrador hablan sobre un concepto de arte que ya pertenece al pasado:
[…]
–Hay dos formas –recuerdo que me dijo– de recorrer una galería: la crítica y la idealizante. Adoptamos una u otra por puro azar, sin criterio establecido. El talante crítico más auténtico es el jovial, el amigable, el condescendiente. El talante que disfruta con las encantadoras trivialidades del arte, con las habilidades inocuas, con gracias intencionadas. El que pone una afectuosa receptividad en lo que contempla, como si, a su manera, el pintor hubiera disfrutado elaborándolo: los repollos y cacerolas de los bodegones holandeses, los afilados dedos y el oreado velo de las Madonas tardías, los pequeños, pastorales, escépticos, paisajes de azules montañas. Hay días de terrible, fastidiosa, nostalgia –pesadas ceremonias religiosas del intelecto– en que el esfuerzo vulgar y los logros minúsculos aburren, y solo lo mejor –lo mejor de lo mejor– consigue no disgustarnos. En esos momentos somos unos implacables aristócratas del gusto. Miguel Ángel no nos parece indiscutible ni nos satisface Rafael por entero. La galería Uffizzi no es solo rica en cuanto a sus pertenencias sino también peculiarmente afortunada en ese espléndido rasgo arquitectónico, si se puede llamar así, por el cual aparece unida –el río y la ciudad mediando– a las principales salas del palacio de los Pitti. Difícilmente el Louvre y el Vaticano producen tal sensación de prolongado encerramiento como esos largos pasadizos que se proyectan sobre la ciudad y el río, estableciendo una suerte de inviolada transición entre esos dos palacios del arte.
Recorrimos la galería en la cual los preciosos dibujos, obra de eminentes manos, cuelgan, límpidos y grises, sobre el torbellino murmurante del turbio Arno, hasta llegar a los ducales salones del Pitti. Ducales, aunque, sin embargo, haya que reconocer, asimismo, que resultan deficientes como salas de exhibición, y que, debido a sus hondas ventanas y a sus macizas molduras, solo una luz debilitada llega hasta las paredes y lo que pende de ellas. Pero la densidad de obras maestras hace que parezca surgir de ellas un aura que las ilumina. Además de que las grandes salas, con sus soberbios, sombríos, techos, sus muros exteriores en espléndida penumbra y el melancólico esplendor con que los granados lienzos se muestran en sus respectivos, desgastados, marcos dorados son, por sí mismas, tan bellas como los Rafaeles y Tizianos que en ellas se exhiben tan insuficientemente.
Nos demoramos un poco ante alguno de esos Rafaeles y Tizianos; pero veía a mi camarada impaciente y debí tolerar que acabase llevándome directamente a la meta de nuestro recorrido: la más hermosa Virgen de Rafael, La Madona de la Silla. De todas las grandes pinturas del mundo, me parecía aquella con que menos crítico se podía ser. Ninguna manifiesta menos el esfuerzo, menos el mecanismo del efecto y del ineludible desfase entre concepción y resultado, que en alguna medida casi ninguna obra maestra deja de delatar. Graciosa, humana, cercana a nuestra simpatía, como es, carece de todo amaneramiento, de todo método, carece casi de estilo; transparenta una sincera delicadeza y un sentido instintivo de la armonía que le hace parecer fruto de una exhalación espontánea de genialidad. Es una figura que provoca en el espectador una apasionada ternura que no sabe si atribuir a su pureza celestial o a su terrenal encanto. Uno queda, sin remedio, embriagado por la fragancia del más primoroso esplendor de la maternidad que jamás floreció en la tierra.
–Eso es lo que yo llamo una pintura excelsa –dijo mi compañero tras un rato de silenciosa contemplación–. Y puedo hablar con propiedad porque la he copiado tan frecuente y minuciosamente que podría reproducirla con los ojos cerrados. Otras obras son de Rafael; pero esta es Rafael mismo. Otras podrán ser ensalzadas, calibradas, calificadas, explicadas, descritas; pero esta es la única que solo puede ser amada y admirada. No sé con qué semblante Rafael se movería entre sus conciudadanos mientras estuvo tocado por esa gracia divina; pero después de eso, amigo mío, no podía hacer otra cosa sino morir. El mundo ya no tenía nada más que enseñarle. Piense un poco sobre ello, amigo mío, y concluirá que no estoy desvariando. Imagínese que contempla esa imagen perfecta, no durante un momento o durante un día entero o en un feliz sueño o en un enfebrecido arrebato; que contempla esa imagen, no como el poeta que por un repentino ramalazo de inspiración esboza unas frases o pergeña una inmortal estanzza. O, aún más: imagínese que la contemplaba mientras la estaban pintando, siguiendo durante días la lenta labor del pincel, con los sórdidos efluvios de la vida diaria interfiriéndose, entretanto, y la imagen fija, radiante, perfectamente perfilada, en la cabeza del artista, cabeza que le debía doler de pura tensión creativa. ¡Qué maestría, ciertamente! Pero, asimismo, ¡qué capacidad de ver más allá!
–¿No piensa –repliqué yo– que bien pudo servirse de una modelo y que esa joven, bella mujer…?
–¡Por bella y joven que fuera la tal mujer! ¡Eso no desmerecería el milagro! Por supuesto que una modelo pudo sugerirle cosas, y posiblemente la joven posaría con una sonrisa. Pero, entretanto, la idea del pintor ya habría tomado alas. Y ningún rasgo humano, por encantador que sea, puede entonces empañar, con su relativa vulgaridad, esa idea. El pintor vio la hermosa figura en su dimensión perfecta; llegó a esa visión sin vacilar, sin apenas esfuerzo de las alas; comulgó con ella e hizo que su pureza se revistiese de una más neta y querible verdad que la pudiese completar, de la misma manera que el perfume complementa a la rosa. Esto es lo que se suele llamar idealismo; una palabra de la que se ha abusado hasta la saciedad, pero cuyo fondo es válido. Eso creo yo, absolutamente ¡Querida madona, a la vez modelo y musa, te emplazo a que des fe de mi condición de idealista redomado!
–Un idealista, sin embargo –dije, con cierta jocosidad, queriéndole incitar a que prosiguiese con su disertación–, es un señor que le dice a la Naturaleza, personificada en una bella muchacha: «¡No eres lo que debieras! Tu finura es grosería; tu luz, oscuridad; tu gracia, desmaño. ¡Debieras, en vez de eso, ser así y así!». ¿No se le podría alegar esto al idealista?
Se volvió hacia mí casi enfadado, pero al percibir el hálito cordial que traté de poner en mi sarcasmo, sonrió con gravedad.
–¡Mire el cuadro –me dijo– y déjese de irreverentes burlas! ¡Eso si es realismo auténtico! No tiene explicación alguna: hay que sentir la llama. A la Naturaleza y a la bella muchacha nada les dice que ellas no le puedan perdonar. A la chica le dice: «Acéptame como tu amigo artista, préstame tu bonito rostro, confía en mí, ayúdame, y tus ojos constituirán la mitad de mi obra maestra». Nadie como el artista ama ni respeta tanto la rica realidad de la Naturaleza: su imaginación no cesa de acariciarla, de adularla. Esa clase de artista conoce el peso de lo real, de lo fáctico (y que Rafael lo sabía, lo puede usted juzgar por ese retrato suyo de Tommaso Inghirami que se halla detrás de nosotros); pero, asimismo, la fantasía le acecha, como Ariel al príncipe dormido. Solo ha existido un Rafael, pero, a pesar de ello, no va uno a dejar de aspirar a ser también un artista. Como le dije la pasada noche, los días gloriosos han concluido; es difícil, hoy en día, ser arrebatado por una visión: debemos mirar mucho para lograrlo. Pero meditando sí que podemos aún alcanzar lo ideal; redondearlo, afinarlo, perfeccionarlo. El resultado… el resultado (su voz se puso a temblar y fijó de nuevos sus ojos en el cuadro; cuando me miró de nuevo, los tenía invadidos por las lágrimas), el resultado puede que sea inferior a eso; ¡pero todavía puede ser bueno, puede ser grande! –exclamó con vehemencia–. Puede colgar de una pared durante años en excelsa compañía y mantener viva la memoria del artista. ¡Imagínese ser conocido por la humanidad de este modo! ¡Permanecer expuesto aquí a través de los lentos años y ser contemplado por las diferentes generaciones; y todo gracias a la perspicacia de un ojo y una mano que ya forman parte del polvo de los siglos, sirviendo de deleite y ley para las gentes de todas las épocas, haciendo de la belleza su fuerza y de la pureza su ejemplo!
[…]
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