«Su sola presencia borraba las preguntas», se dice a sí misma, una y otra vez, la narradora de «La abada ebria» (en Setecientos millones de rinocerontes, de Manuel Vilas). Anonadada ante la pura presencia, que dicta la simple y pura afirmación.
Pero él ya no está. «Reflexionaba sobre esa idea de no volver a verlo. Entonces necesitaba con apremio […] ver fotos suyas.» A falta de presentarse a ella, ella acude a su representación. A falta de la pura afirmación, la afirmación del deseo. Para ejercitarlo auxilian las palabras. Por su medio se recobra lo perdido. O eso se intenta. Toda la literatura en estas líneas que anteceden al relato: «Sigue enamorado de los vivos que ya no están disponibles como vivos, pero que siguen existiendo en tanto en cuanto perdure tu enamoramiento. Da igual que no estén vivos si te siguen enamorando. […] Sin los muertos, sin su memoria, la vida de los vivos es aburrida y no tiene poesía».
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