Kurt Vonnegut, Barbazul, editorial Anagrama, 1988, 266 páginas.
En el original cuento de hadas de Barbazul, un aristócrata le da a su esposa las llaves de todas las habitaciones de su castillo pero le niega el acceso a una de ellas bajo pena de muerte. En esa habitación esconde los cadáveres de sus anteriores esposas. Rabo Karabekian, ex combatiente de la Segunda Guerra Mundial, ex pintor tuerto y protagonista y narrador de la novela de Kurt Vonnegut que revive el mito, negará el acceso a todo el mundo al almacén que hay junto a la enorme mansión donde vive. Karabekian guarda allí el mayor secreto de su vida, pero Circe Berman, la mujer que ama, quizá acabe descubriendo lo que esconde.
La novela Barbazul no es un decálogo sobre el Expresionismo Abstracto, pero sí hay en ella detalles que revelan un claro interés de Vonnegut por la corriente artística que sirvió de marco, de fondo y de vértebra a la obra de José Guerrero. Su protagonista, Rabo Karabekian es armenio, como lo fue Arshile Gorky, uno de los fundadores del Expresionismo Abstracto. Como nos cuenta el propio Karabekian, en la Segunda Guerra Mundial envía al campo de batalla a un grupo de artistas especializado en camuflaje, aunque fue Gorky en realidad quien dio clases de camuflaje durante la contienda. La ironía, a través de la parodia, aparece hilvanando algunos detalles de la vida de los personajes con los de algunos pintores del Expresionismo Abstracto y con el modus operandi de su técnica pictórica. Así, Kitchen, amigo y compañero de borracheras de Karabekian, se revela como suicida -igual que Gorky, Rothko y puede que Pollock- después de encontrar el éxito al coger por azar una pistola de pintura pulverizada y rociar un lienzo con ella, en clara alusión a la técnica, digamos azaroso-instintiva, que caracterizó a la corriente americana. Karabekian repite una y otra vez que las obras del Expresionismo Abstracto tratan únicamente sobre sí mismas, que el artista pone en marcha el mecanismo con el primer brochazo y que es el cuadro el que hace el resto, citando a Harold Rosenberg, el mítico ideólogo del movimiento, y haciendo que la metáfora trascienda lo puramente artístico para acercarse a la ética, pues, parece añadir elípticamente Vonnegut a través de Karabekian, sea lo que sea lo que esconda en el almacén, él solo dio el primero brochazo. Lo demás lo hizo la vida.
Adjuntamos un fragmento de uno de los momentos más románticos de esta novela, donde Vonnegut no se resiste a hacer otra vez una analogía entre el Expresionismo Abstracto y la vida, o más concretamente aquí, el amor.
Tal vez Marilee y yo nos reíamos tanto porque estábamos a punto de hacer esa otra cosa, además de comer y beber y dormir, para la que nuestros cuerpos decían que estábamos en la tierra. No había venganza ni desafío ni profanación en ello. No lo hicimos en la cama que ella y Gregory compartían, ni en la de Fred de la habitación contigua, ni en la inmaculada habitación de invitados estilo Imperio, ni en el estudio, y ni siquiera en mi propia cama, aunque podríamos haberlo hecho en casi cualquier sitio excepto en el sótano, pues Fu Manchú era la única persona que había en la casa entonces. Nuestro inconsciente acto de amor se anticipó en cierto modo al Expresionismo Abstracto, pues no trataba sobre otra cosa que sobre sí mismo.
Sí, y ahora me acuerdo de lo que me dijo el pintor Jim Brooks sobre cómo funcionaba él, sobre cómo funcionaba todo el Expresionismo Abstracto: Yo doy la primera pincelada de color. Después de eso el lienzo tiene que hacer por lo menos la mitad del trabajo». El lienzo, si todo iba bien, empezaría, después de la primera pincelada, a sugerir o incluso solicitar que él hiciera esto o lo otro. En nuestro caso, la primera pincelada fue un beso que nos dimos en el portal, una cosa grande, húmeda, cálida y alegremente untuosa.
¡Vaya con la pintura!
[…]
Nuestro lienzo, por decirlo así, pidió más y más húmedos besos, y luego un tango de caricias bobo y desmayado por la escalera de caracol y por todo el enorme comedor. Chocamos contra una silla, y la pusimos otra vez en su sitio. El lienzo, haciendo todo el trabajo, y no sólo la mitad, nos llevó a través de la despensa del mayordomo hasta un almacén de unos dos metros cuadrados que no se utilizaba. Lo único que había allí dentro era un sofá destartalado que se debieron de dejar los antiguos propietarios. Había una ventana diminuta que daba al norte, a las copas peladas de los árboles del jardín trasero.
No nos hicieron falta más instrucciones del lienzo sobre lo que teníamos que hacer si queríamos dar el último toque a una obra de arte. Eso es lo que hicimos.
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