Hay muchas continuidades, claro, prevaleciendo sobre dudosos tránsitos. Sergio del Molino, por ejemplo, señala una en Lo que a nadie le importa: «Es imposible desayunar con dignidad un chocolate con porras. Es un desayuno pensado para subrayar la servidumbre. Mojar la porra grasienta, la gota que cae en el velador, el aceite que pringa los dedos, el chocolate que mancha camisas y barbas, el vaso transparente, delator de posos y torpezas. Un desayuno de empleado que sitúa en el mundo al desayunador, recordándole que su sino es mancharse y sufrir acidez de estómago. Cuando los guiris buscan en la Lonely Planet los mejores sitios para vivir la experiencia madrileña del churro y la porra, ridiculizan un ritual de pueblo resignado. No entienden que desayunar chocolate con porras es una forma de humillación. El pueblo que lo practica siente que solo puede recuperar su grandeza degollando a soldados franceses en la Puerta del Sol y dejándose fusilar al día siguiente en un cuadro de Goya con marco de oro. El chocolate con porras es un registro fósil de la tragedia bárbara que es Madrid y no se puede tomar sin regresar al absolutismo. El ciudadano se vuelve súbdito en cafetines como aquél. La única persona a la que he visto conservar y subrayar su dignidad con una porra grasienta en la mano es mi abuelo. Quizá porque no era madrileño y se llamaba José, no Pepe, y y no entendió nunca el carácter político de ese desayuno».
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