Elvira Navarro ha sugerido primero, errando por la periferia de Madrid, una continuidad entre la era pre-industrial y la industrial: “el paisaje ladrillista, la marabunta de edificios con sus coronas de antenas, se parecía al campo de Ortega Muñoz, o simplemente al campo, sin Ortega Muñoz. El ladrillo tenía el mismo color que la tierra que rodeaba Madrid, que a su vez era igual que la tierra de los cuadros de vides y árboles chupados, y se me antojaba que pudiera haber algún tipo de coherencia estética, en lugar de solo material, entre los edificios del desarrollismo y el arte de algunos pintores de aquel momento”. Y luego la discontinuidad de ese universo con el de la imagen, representado por los collages desquiciados de Susana, la compañera de piso de la narradora de La trabajadora. Naturalmente, serán estos últimos los que interesarán a Olga Romero, “la marchante de moda”, “la heroína del arte”, galerista de referencia.
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