El profesor Jesús Rubio Lapaz, Jesús, nos dejó hace un par de días. Había llevado su enfermedad con la serenidad envidiable (y reconfortante para los cercanos) de un maestro zen. Ni le enturbió el carácter ni impidió que, en la medida en que las fuerzas le dejaban, se mantuviera hasta el final enseñando Historia del Arte y del Cine a sus alumnos y pergeñando proyectos de investigación. Esa actitud no era, desde luego, ninguna novedad en él. Jesús siempre aplaudió y apoyó cualquier cosa que pudiera traducirse por vitalidad. Recuerdo cuando, en el año 2002, a unos cuantos se nos
ocurrió montar una pequeña revista, Papeles de cultura contemporánea. Jesús recogió la idea desde el principio, la apoyó y, de hecho, fue solo gracias a él, a su pasión por el arte contemporáneo y a su voluntad de abrir espacios de discusión a los más jóvenes, como pudo mantenerse viva hasta hoy mismo. Recuerdo, también, que Jesús bromeaba con el título. Sería demasiado, me comentaba, que junto a «Cultura contemporánea» apareciese, modulándola, la expresión «Tradición y modernidad». Si lo decía era porque su primer reflejo fue incluirla, porque Jesús había interiorizado esa expresión y la había hecho connatural a su manera de ver las cosas. Cierto que la habíamos aprendido casi
todos los que nos formamos en la tutela del profesor Ignacio Henares, pero en cierto modo él la
había incorporado más que nadie, hasta el punto de no perderla de vista aun cuando su objeto de interés pudieran ser cosas tan aparentemente alejadas como el cine de Almodóvar o el videoarte. Tenía, por supuesto, razón. Al fin y al cabo, si decir «modernidad» tiene algún sentido, solo puede ser en relación con la ruptura. Y, como enseñaba Benjamin y él sabía bien, hay formas de aparente ruptura que, por muy visibles y muy llamativas que sean, en realidad están secretamente trabajando para mantener, no para transformar o reescribir nuestra relación con ella, una tradición.
Jesús había empezado su carrera escribiendo sobre la Teoría del Arte en los escritos del Racionero Pablo de Céspedes, y el estudio de la crisis en la cultura humanista de finales del siglo XVI y
principios del XVII en que los textos de Céspedes se redactaron y en la que nacieron propiamente las «Bellas Artes» sin duda le marcó intelectualmente de un modo profundo. De hecho, su acercamiento al mundo contemporáneo (con el tiempo cada vez más en relación con Latinoamérica) por el que sobre todo lo conocíamos ahora, no fue en absoluto indiferente a esa inmersión primera en el Barroco. No, por supuesto, porque Jesús se permitiera a sí mismo dar rienda suelta a ese anacronismo posthistórico hoy tan de moda tanto entre nuestros inagotables folklóricos como entre los postmodernos (dos formas simétricas de ignorar las ciencias sociales). Él se había formado demasiado cerca de la historia de las ideas como para eso, y en el prólogo al ensayo sobre
Céspedes ya advertía de que lo que hoy (por 1993) llamamos «arte» no se parece mucho a aquello de lo que se hablaba a finales del XVI, cuando los saberes humanistas apenas comenzaban a especializarse y a permitir la concepción de la representación artística como tal (es decir, en el fondo como correlato de la subjetividad), pero donde aún imperaba la herencia de una organización escolar vertebrada por el Trivium y el Quadrivium. La presencia de aquella primera investigación radicaba más bien en que determinados rasgos de la cultura barroca seguían preocupándole, y en que encontraba analogías entre ellos y la contemporaneidad, particularmente mediterránea y latinoamericana, cuya naturaleza le preocupaba desentrañar. La distinción entre una cultura
esotérica y una cultura persuasiva y mediática que para el barroco habían descrito Anthony Blunt o Julián Gállego presentaba en efecto analogías con la relación que mantenían el arte moderno (reflexivo) y los media; los nuevos ritos de la sociedad de consumo que analizó Gillo Dorfles (siempre una referencia para Jesús) tenían algo en común con los procesos rituales y con las alegorías del barroco; las contaminaciones figurativas del siglo XVII y del mundo actual (dos mundos pre- y post- Lessing respectivamente), se asemejaban; el mundo contemporáneo parecía, en fin, tan centrífugo como el barroco, tal y como intuyó Calabrese. Estudiar esas analogías, describirlas con todo el rigor (he aquí lo verdaderamente difícil) historiográfico posible era el proyecto que desde hacía tiempo Jesús quería perseguir, entreverado, pero no alineado, con las intuiciones de Severo Sarduy o Christine Buci-Glucksmann sobre el neobarroco o de Gilles Deleuze sobre el pliegue. No veremos, tristemente, el desarrollo de esos estudios. Pero esa era la pista que él, antes de que muchos otros
se tomaran el asunto en serio, perseguía.
Jesús se movía con soltura, tal y como había aprendido a hacer de Juan Antonio Ramírez (a quien consideraba, junto a Ignacio, también su maestro) en una gran cantidad de espacios diferentes, desde el humanismo cristiano del XVI al videoarte caribeño. Sus alumnos sabíamos que en
cualquiera de sus clases podíamos verlo pasar del Pop a Pasolini, del Minimal al manierismo,
de la Movida madrileña a la Pedagogía del arte, con la naturalidad de quien entiende que especializarse es en realidad solo un efecto de la curiosidad intelectual y del trabajo, pero que sin estos la especialización es solo una trampa que empobrece los horizontes e impide ver muchas cosas. En ese sentido, Jesús era un antiguo. Y le costaba entender la actual Universidad de los ítems y los formularios, de la papermanía y de los francotiradores sumapuntos. No podía ser de otro modo. Lo suyo había sido siempre desentenderse de todo aquello que no fuese subir la apuesta intelectual. Él fue quien, por ejemplo, más hizo por abrir espacio a los estudios sobre cine en un entorno en el que se ignoraban, sus clases siempre inundadas de fragmentos de películas y libertad de pensamiento. Andaba, de hecho, vigilante con la vida académica, que le preocupaba tanto como le preocupó vivir y defender la diferencia. Sabía que era más fácil cerrar puertas que abrirlas. Y sabía, también, de la influencia que los profesores tienen («más de la que nos pensamos», decía) en los jóvenes que los escuchan. Una vez, una amiga común se acordará, me pidió que en clase de Historia del Cine pasase a los alumnos Pajaritos y pajarracos de Pasolini. Me dio él mismo la película con un gesto ostensiblemente distante. Quizá le hubiera gustado saber que aún lo recuerdo cuando pienso en la extraña lógica de la transmisión del optimismo en una sociedad que tan a menudo se roza con
lo intolerable.
Gabriel Cabello
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