Debo contextualizar este texto en la suerte de haber tenido acceso al Centro cuando sus luces estaban aún por encender y las sombras de sus intestinos privaban de la contemplación óptima de los lienzos. La anécdota, pues de anécdota no pasa, querría parecerse más a esas traducciones que hizo Fellini del encuentro con la imagen en la oscuridad, a la luz de un candil, como en La Dolce Vita; a la presencia de Luciano Emmer en el Museo de la Villa Borghese; o a esa larga tradición de contemplaciones nocturnas con antorchas que se popularizó durante el último tramo del siglo XVIII, y en las que participaron eruditos como Goethe. A pesar de la brevedad de la experiencia, fue posible disfrutar de Grey Sorcery, proceloso lienzo de Guerrero de 1962, desde la perspectiva de su completud como dispositivo, tanto en calidad de imagen como en la de cuerpo que sostiene una imagen, sin que por ello primara la voluminosa gracia del bastidor ni que la constitución de la imagen pictórica quedara en un segundo plano. Como las aguas del río Ameles, que no pueden ser contenidas en ningún recipiente, sería absurdo priorizar el valor estético del soporte y la protección de la pintura de Guerrero a la completud de sus operaciones pictóricas. La renovada admiración de la obra a la que me condujo la penumbra no fue el resultado de una premeditada decisión comisarial, sino del hartazgo de mi mirada ante las reproducciones digitales y de cierta intencionalidad transfronteriza en la creación contemporánea, probablemente cercana al minimalismo y al fluxus en el corto plazo, por la cual se hace rozar la obra de
arte bidimensional con una reflexión sobre su soporte que tantas veces
—de las peores— deriva en perjuicio de la operación plana, lo kitsch o lo decorativo.
Grey Sorcery tiene mucho en común con el lienzo a su vera, Albaicín, del mismo año; y con otros dos que no aparecen en la exposición, Bright Passage, de 1960, y Aurora Gris, de 1964. La conjugación de grises y negros con bolsas de luz nos sugiere análisis cromáticos de los fenómenos tormentosos, anversos formales de los estudios de nubes de John Constable; y sin embargo, como detecta Santiago Olmo, existen elementos que nos emplazan en el código del paisaje completo, con alusiones fantasmales a lo montañoso. En estos cuadros, las transiciones suaves de las luces al negro son interrumpidas por la estrecha desnudez de la tela, en el caso de Albaicín, o bien por pinceladas vibrantes por medio de las cuales el conjunto de direcciones visuales queda reajustado, y la narración, completada. Veremos una traducción mucho más extensa y sutil de esta estrategia de vibración cromática en Enlace (1975), Verde Oliva y Litoral, ambos de 1979, en la tercera planta. Esta vibración cromática tomará la forma de filamentos extensos que delimitarán los campos constituyentes. Por supuesto, este grado de exhaustividad en mi análisis solo es posible cuando el director del Centro, Paco Baena, que comisarió la exposición, llega y enciende las luces de la sala.
Me explica que, a diferencia de la organización por colores que se aplicó el año pasado, el enfoque de esta ocasión prioriza el orden cronológico de las obras, y valora la selección de la primera planta como un paseo concentrado por la trayectoria inicial de un José Guerrero que partió de la frontera entre la abstracción y el paisaje desde diferentes registros. Subimos; en la segunda planta esperan variaciones de sus icónicas fosforescencias. Baena señala el bache que supuso el ascenso del arte pop frente al expresionismo abstracto y cómo en las fosforescencias de Guerrero está paradójicamente presente el objeto de uso cotidiano, una clave propia del mismo movimiento ante el que el pintor respondió con vehemencia, pero que supo absorber y reconducir. Inspirada en las vidrieras del Convento de las Esclavas, Crecientes horizontales, apartada, sorprende por el vibrante arrojo de su paleta y su disposición musical.
En la tercera planta, de la que ya hablamos, encontramos tanto los lienzos dedicados a las fricciones de grandes campos de color junto con ocho pequeños collages que, según explica Baena, aunque no se corresponden directamente con ninguna de las obras de la sala, nos revelan una de las estrategias del proceso de trabajo de Guerrero. La última planta está reservada a un diálogo entre su obra y la de Miguel Ángel Campano a la sombra de la muerte de Lorca; así pues, irónicamente, el punto más alto del edificio alberga el producto de la descendencia simbólica de Guerrero. Podemos permitirnos esta licencia dados los términos en los que el mismo Campano estimaba a su amigo.
Conviven aquí varias brechas icónicas. En la archiconocida brecha de Víznar, de 1966, Baena detecta un carácter tortuoso, compungido, acusado por las aplicaciones de blanco y gris, el sutil ángulo de torsión de la diagonal central y el depósito de oscuridad en su tramo más bajo, las características con las que pierde la capacidad ascendente. En La brecha III, al contrario, el comisario observa una frescura ascendente y ligera que interpreta —y hace mucho hincapié en la subjetividad de su aportación— como una aceptación plena de la vida, con todas sus complejidades. De Campano contamos con tres lienzos. Uno es Vocales. A negra, de una violencia inusitada y plagada de trampas, picos y caídas de ocre montañoso y fundacional, que inevitablemente nos trae a la memoria la suposición del grito como origen del lenguaje, sostenida por Warburton y Codillac; y al Monte Sinaí, desde el que Moisés recibió las tablas del acuerdo social. Conversa, junto a Brecha, tan guerreriana, y Camino II, ambas de 2001, con las obras del granadino sobre la noción visual que tanto le representa. La reunión de ángulos agudos y diagonales proporciona un contrapunto iconográfico electrizante al enfoque cronológico de la exposición, que demuestra la vigencia del poder de la abstracción para expandir nuestra sensibilidad respecto a las formas elementales.
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