25
Me despierta una furgoneta, que pasa como un convoy junto al 406, al que mece como a un pequeño arbusto. Me cercioro de que la batería funciona (anoche debí de apagar la radio antes de caer). Después de tanta ginebra, el porro me noqueó, pero no lo suficiente como para no darle al power antes, aunque la verdad es que no recuerdo haberlo hecho. No recuerdo nada. Vuelvo a encender el aparato, que retoma el disco justo por donde estaba. «Wake up little Susie» empieza a sonar en la cabina.
Son las once de la mañana y estoy aparcado frente a una pescadería donde entran y salen docenas de clientes. Algunos me miran antes de entrar, o al salir, con las almejas y las gambas para el arroz ya en su poder. Debo de tener una pinta rara tirado en el asiento, despeinado, petrificado aún por el sueño mientras escruto la vitalidad de la mañana desde los cristales empañados y sucios de mi coche. Una señora se detiene delante de él con la vista perdida. Parece intentar recordar algo. Con ambas manos sostiene la cesta de la compra, en cuyo interior hay algunas bolsas de plástico llenas de marisco y pescado. De una de ellas sobresale la cabeza de un langostino, que apoya la barbilla en el mimbre, como si estuviera asomado. Sus ojos y los míos están a la misma altura, y por un instante pienso que es él, y no la mujer, quien se ha parado frente a la ventanilla. Se diría que es el langostino el que ha comprado a la mujer y no al revés.
–Carpe diem –dice el langostino de repente. Luego añade: –Animus iocandi.
–Alea iacta est –respondo.
–Nolens volens.
–Omnes vulnerant, ultima necat.
–Sic transit gloria mundi.
–Utinam fausta dies habeas.
–Gratias maximas.
–Ave.
–Ave.
Pinzo la llave, que está en el estárter, pero no me apetece conducir. Además, me doy cuenta de que necesito un café. No ha sido una cabezadita precisamente lo que he echado –creo que he dormido mejor que en mi sofá– y puede que pasar otro día aquí me venga bien. Esta ciudad empezará a volverse insoportable por el calor dentro de poco y conviene aprovechar el esplendor primaveral.
Me como un par de tostadas en una cafetería del Zaidín y salgo a la terraza para beberme el café y poder fumar. Los plátanos de la rambla en miniatura donde estoy forman una pequeña cueva de hojas por donde la luz se filtra de una forma que no he visto antes. La sombra es verde. Si tuviera mi libro de Robert Crumb me pasaría el día entero bajo estos plátanos psicodélicos, releyendo las viñetas y mirando pasar a las mujeres. A las doce llamo al camarero y le pago.
Me dirijo al centro completamente renovado por el café, las tostadas y los cigarrillos. Contemplo la ciudad como si nunca la hubiera pisado, pero no consigo engañarme más que unos segundos.
Granada tiene esa cualidad extraña, casi esquizofrénica, de contener contrarios. Hace calor por el día, frío por la noche. Hay fachas y anarquistas, pijos y okupas, cristianos y musulmanes. Es una ciudad aburrida y divertida al mismo tiempo. Al ser tan pequeña las diferencias están más a la vista, más juntas, y tienden a mezclarse, sin diluirse. A veces parece mostrar una compostura de marquesa y otras, los desmanes de un travesti. Acaba pareciendo un espacio plural, a pesar de que en el fondo no lo es en absoluto. Cada año cincuenta mil estudiantes cambian esta ciudad de cabo a rabo, aunque más bien lo hace su estela, o sus feromonas –o lo que representan–. O quizá lo hagamos el resto. Quizá seamos los demás los que llevemos a cabo esa renovación a través de la visión de esa juventud incesante y nueva. Si miras a los estudiantes cuando no eres joven, no ves realmente a ningún estudiante: te ves a ti mismo alejándote hacia un lugar extraño. La juventud, reavivada año a año, cada vez más ajena a tu propia idea de juventud, hace de esta ciudad algo mucho más triste de lo que sería si nadie nos recordara con tanto ahínco que todo pasa rápido, que la vida se agota, que el tesoro que te dieron era un préstamo que ahora está en manos de otros que por el momento disfrutan creyendo que lo poseen.
Voy hasta Colón y emboco Calderería, una estrecha callejuela que inicia la ascensión al Albaycín desde uno de los extremos de Elvira. Está atestada de pequeños comercios y teterías árabes donde se respira un ambiente exótico que atrae a los turistas. Esta ciudad fue musulmana durante muchos siglos, y al contrario de lo que imaginarán muchos compatriotas míos, durante ese periodo fue el espacio donde convivieron con más libertad la cultura judía, cristiana y musulmana. Al-Andalus era aglutinadora, permisiva, plural, mucho más adelantada que este polvorín que habitamos. Me pregunto qué habría pasado dentro de unos siglos si no hubiéramos sufrido el tumor de esta globalización neoliberal que fagocita y arrasa culturas. ¿Qué habría pasado si Oriente Medio hubiera tenido tiempo de descubrir su propia Ilustración y su propio laicismo? Se les tacha de fanáticos, cuando lo único que hacen es ir más despacio. Sin la globalización, puede que en unos siglos esta cultura hubiera conseguido crear un espacio verdaderamente libre para que el mundo entero viviera en paz y armonía. Aunque eso ya no lo sabremos.
–¿Por qué cojones son tan caros vuestros putos tés? –digo al dueño de una tetería después de leer la relación de precios en una hoja que tiene colgada en la puerta.
–Precio bueno. Té bueno.
Me desvío hasta el Realejo para acercarme a la casa de Eduardo. No tengo ganas de pasar otra vez por la plaza Fortuny porque tengo miedo de encontrarme con Teresa, pero luego pienso que tampoco supone un gran problema. Si la veo andando por la acera, la saludaré cortésmente y le hablaré de mi nuevo trabajo como redactor jefe de The Newyorker.
Por suerte para ella, no me la encuentro. Y Eduardo no está en su casa. Quizá es que no sea ya su casa, pienso junto a su portero automático. Pero, ¿de verdad me importa? Dejando aparte a Mingorance y Lorente, Eduardo es el último amigo que he tenido. A esta edad, y en esta situación, es fácil haberse desprendido de todos los que alguna vez hemos llamado amigos a lo largo de la vida. Si se trata de viejos amigos, el tiempo habrá dejado pruebas suficientes para corroborar que la amistad no había existido realmente nunca. Se había hecho patente en las traiciones que ellos habían cometido, y en las que habías cometido tú y no habías querido reconocer hasta mucho tiempo después. La verdadera amistad es sumamente frágil y cuanto más estrecha es, menos soporta el peso de las ingratitudes, que tienen más texturas incluso que las de los noviazgos. A medida que las defecciones se van sedimentando, la amistad se va transformando en algo tosco y sin sentido, hasta que un día te preguntas con el teléfono en la mano por qué estás llamando todavía a esta persona, y te quedas de una pieza. A la larga, siempre desfallece, y muy a menudo por culpa de ese empeño por identificarnos y rivalizar, ese defecto que a los hombres nos gusta endilgar a las mujeres cuando las vemos relacionarse con mujeres. En ocasiones, la única forma que tienen los hombres de conservar a sus amigos es aceptando sin ambages la virilidad del otro, lo que desafortunadamente no se puede hacer nunca del todo, a menos que se trate de hombres homosexuales y logren convertir la competitividad en deseo. Si se trata de amigos nuevos y uno ha llegado a esa edad en la que la testosterona no le obliga a ser un gilipollas, la cosa puede funcionar. Pero no suele hacerlo porque entonces lo que falla es otra cosa. Pasados los treinta, parece que la química de la identificación se disipa con la misma rapidez con que aparece, pues no nos queda afán por conocer, sino, en todo caso, por evitar odiar con demasiada virulencia lo que ya conocemos.
Por supuesto, sé que trato de darle un carácter universal a mi huraño carácter, pero lo cierto es que me sirve. Sin ninguna contemplación más, mando a la mierda a Eduardo y su irresistible atractivo con las mujeres (y su desprecio consiguiente por ellas) y paso un rato mirando discos en una tienda minúscula de la calle Molinos. Una hora más tarde me compro un shawarma en Plaza Nueva y lo engullo en las escalinatas que hay junto a Santa Ana mientras miro el Darro, que lleva algo de agua. Después camino hasta el Paseo de los Tristes y me tumbo en un banco para tomar el sol y escuchar los leves murmullos de los clientes que beben cerveza en las terrazas. Son unas terrazas muy caras para mí. Me gustaría sacar unos enormes bafles y ponerlos a mis pies a todo volumen. Pincharía «England», de Carter USM. En realidad lo que me gustaría sería interpretar el tema con un acordeón frente a los clientes de las terrazas caras. Y que sonara tan bien como en el disco. Me convertiría en el jipi de la flauta, pero con más estilo. No aceptaría un solo euro.
A las cuatro subo la cuesta del campus universitario, que está construido sobre una loma a las afueras de la ciudad. A estas horas el sol pincha. Arriba, invisibles, los niños usan sus lupas sobre mí.
Los edificios de las facultades son grises y toscos. El de Letras A, donde está Filología, Historia y Geografía, me parece aún más lúgubre que el resto. No entro aquí desde hace más de diez años.
–¡Qué sensación más absurda y más doméstica! –digo a un profesor con gafas que sale y me mira con curiosidad. Es solo un poco mayor que yo.
Compruebo que el diseño de la cafetería ha cambiado ligeramente, pero no me tomo nada. Subo a la primera planta y me siento en un banco. El espacio se compone de un ancho y largo pasillo del que brotan otros pasillos perpendiculares y más estrechos por donde se accede a las aulas y los auditorios. La segunda planta es igual, pero en lugar de aulas hay departamentos. Veo pasar a dos jovencitas por mi lado, pero ninguna de ellas me resulta atractiva. Quizá sea por el gesto de alerta con el que caminan, como si temieran ser asaltadas por un poeta juvenil dispuesto a recitarles un poema de la experiencia donde cuente cómo es el mundo y qué hay que hacer para que siga siendo igual.
Enfrente del banco está el aula que el decano dejó a mis amigos de Filología para confeccionar la revista de literatura de la facultad. Intento abrir la puerta, pero está cerrada con llave. Subo a la segunda planta. Al final, junto a los departamentos de Geografía e Historia, hay un enorme ventanal, varias mesas de estudio y dos sofás. Ocupo uno de ellos tras recorrer el enorme pasillo, donde ahora no hay absolutamente nadie. Detrás, el sol de la tarde entra cuidadosamente a través de la cristalera. Quizá el sol se imagine que voy a estudiar. Me hago un porro –aún me quedan otros tres o cuatro– y me lo fumo en el sofá. Está prohibido, pero también está prohibido que la policía entre en la Universidad, así es que me siento cómodo (y ridículamente audaz, como cuando era estudiante). Después apago la chusta con el pie, me acomodo en posición de defensa y me quedo dormido.
Despierto a las nueve. Un bedel me ha lanzado un grito desde la otra punta de la planta y yo le alzo la mano y me incorporo. Cuando llego hasta él veo que me mira con curiosidad y algo de desprecio, y poso la mano en su hombro. Es un hombre de alrededor de cincuenta años. Es bajito y tiene un gran bigote, como Astérix. Quizá fuera bedel cuando yo estudiaba, no me acuerdo. Lo miro a los ojos sin decir nada, pero él se harta y me quita la mano del hombro con un gesto seco.
–Hay que cerrar –dice.
–Eso parece –digo.
Y me voy.
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