En El mundo como voluntad y representación, la única obra del filósofo Arthur Schopenhauer según Pilar López de Santa María, el autor se deshacía en halagos por los bodegones holandeses en los que proyectaba su concentración. Hablaba de la supresión del deseo —de la persistente sed de objetos de deseo— mediante la observación atenta de estas pinturas, con el pretexto de que el pensamiento del artífice del cuadro se trasluciría de esta inmersión concienzuda. Schopenhauer, que conocía el valor de la contemplación y asociaba sus conclusiones al pensamiento védico, aludía a un modo de percepción por el cual lo aparentemente inamovible de la composición de todas las cosas se disuelve como la más frágil. Lo hubiese tenido muy fácil de haberse puesto frente a alguno de los fantasmales bodegones de Giorgio Morandi, que parecen fruto a medio camino de esta disolución, pero la historia no quiso concederles una cita.
El mundo como voluntad y representación ve la luz en 1819, alrededor de un siglo antes de la aparición de las primeras demostraciones de arte abstracto, del que fueron conocidos pioneros Hilma af Klint y Wassily Kandinsky. Si pongo en valor estos casi cien años de distancia es porque me cuesta creer que, de entre los muchos procesos creativos que condujeron a la abstracción, la idea de la disolución de las formas en el todo no sacudiera la imaginación de los artistas. Los análisis neoplasticista —sí, recuerden la famosa vaca troceada de Theo Van Doesburg— y cubista —como antecedente natural— acreditan la rapidez con que la abstracción logró hacer escuela cuando el proceso implicaba la disección del objeto de referencia. Pareja a algunas de las claves futuristas, como la comprensión del objeto según su movimiento, la trayectoria de František Kupka es de las pocas que contemplaron el camino opuesto. Prueba de ello son sus numerosos experimentos visuales sobre los reflejos del agua y sus composiciones rectilíneas. Madame Kupka entre verticales, gracias la conjugación de su recatada insinuación figurativa con su particular utilización de la mancha a lo largo del lienzo, cuya única función es la de construir una cortina direccional, sirve de ejemplo para ilustrar el fenómeno de la disolución. A quienes piensen con valentía les vendrá a la mente el Éxtasis de Santa Teresa de Bernini.
Es lógico pensar que la estética de la mal llamada disolución, y digo mal porque no querría excluir otros procesos análogos, no requirió necesariamente de las aportaciones de Schopenhauer. La noción de lo sublime o los fundamentos de cualquier sistema religioso, que exprimieron hasta la última gota de la vulnerabilidad humana, hubiesen sido suficientes en el caso de haber sido de alguna utilidad para los artistas. Quizás los movimientos de análisis y descomposición de la forma triunfaron por ser interrogativos, inconformistas, y capaces de desactivar los modos de percepción convencionales mediante el juego. A pesar de ello, la vertiente más espiritual y unificadora se tomaría la revancha después de la Segunda Guerra Mundial. Lo vimos hace un mes, cuando hablábamos de los expresionistas abstractos a colación de la exposición Guerrero / Vicente.
La abstracción temprana albergó pretensiones espiritualistas por influencia de la Sociedad Teosófica, a la que pertenecieron Hilma af Klint y Piet Mondrian. En razón de su carácter canónico y matemático, las formas geométricas simples invadieron la obra pictórica de ambos. La misma idea axial de centro radiante sobre la que predicaba y se fundamentaba la secta entrañaba una dualidad irreductible y mitológica, es decir, que en su corazón estaba incorporada una bipartición proporcionada, una noción estrictamente matemática. En absoluta soledad, no como los teósofos, también Agnes Martin abordó la tensión entre pulsión interna, misticismo y rectitud en sus dibujos y pinturas reticulares, ejercicios de minucioso bordado a tinta, acuarela y pintura sintética, por cuya meticulosa naturaleza cada una de sus inexactitudes destila ritmo de partitura. En una entrevista en su estudio, en Taos, Nuevo México, Martin describía su tortuosa relación con la inspiración en términos similares a los que podría haber barajado Hilma af Klint, pues ambas sentían la fuerza de un dictado superior:
«Cada día, durante veinte años, me diría a mí misma: “¿qué nos toca hacer ahora?” Así buscaba la inspiración. No tengo ideas por mí misma. Dedico mi mente a hacer exactamente lo que la inspiración ordena, y no empiezo a pintar hasta que experimento la inspiración. Después, procuro mentalizarme para no interferir…».
La sugerente cadena une a Boston con Valencia a principios de los años ochenta. En sus series de Alhambras y de Meninas, Soledad Sevilla quebró la retícula sin desligarse de la huella racionalista que proyecta su estructura. A lo largo de su trayectoria ha desarrollado una disposición cromática de aguja, como el colibrí que poliniza la montaña, y extendido su indagación sobre el color más allá de la abstracción. En aquella década que tan lejana nos queda hoy, Sevilla abrazó el tempo lento que evoca la granulación de las imágenes y los campos de color, y consiguió ese sabor allende las horas, inmaterial e instruido que los místicos ansían degustar durante sus meditaciones (si es que puede decirse que los místicos ansían). No mucho después trasladó lo aprendido a la instalación. El Centro Guerrero le dedicó una retrospectiva en 2015, Variaciones de una línea, 1966-1986, en la que pudieron verse ochenta y un dibujos de la artista; pues la variación requiere de tesón para ser apreciada.
Las aportaciones de la artista italiana Esther Stocker a esta conversación vienen siempre en blanco y negro. La artista explora modos de disrupción reticular en sus tajantes pinturas acrílicas que ejecuta desde hace casi veinte años. Al igual que Soledad Sevilla, recibió la llamada de la instalación: Stocker inunda los techos, paredes y suelos de las salas con patrones rectilíneos, esqueletos de perpendiculares y simetrías dañadas que conforma con bloques de gomaespuma o madera pintados. Sus traslaciones de los valores del Op-art al espacio despiertan en nosotros una sensación carcelaria de impotente y sofisticada sobriedad en la medida en que se cierran y ocupan más, y de agotamiento de la virtualidad cuanto más descanso permiten al ojo, lo que no las hace menos efectivas en su empeño por interrogarnos acerca de nuestras concepciones de lo orgánico, lo molecular, lo que nuestra constitución comparte con la de nuestro alrededor. Prueba de ello es In defence of Free Forms, en la galería Oredaria Arti Contemporanee de Roma.
Del antipaisaje deshilachado de Stocker a la interpretación geométrica del espacio como cartografía de muescas en el tiempo, Julie Mehretu nos devuelve al ámbito de la pintura. Las obras de la artista etíope conservan algo sorprendentemente figurativo a fuerza de su invisibilidad, que es la noción de dinamismo y perspectiva. Los lienzos nacen de la intercalación de digitalización e impresión de imágenes con diversos tratamientos que implican esprays, serigrafía y pinceladas dispuestas entre finas capas yuxtapuestas con las que gradúa los hechos pictóricos. Las imágenes digitalizadas —ampulosos paisajes románticos que conjuga con fotografías de manifestaciones, protestas y conflictos bélicos— sirven de armazón sobre el que se escurren las selectivas intervenciones de Mehretu y sus asistentes. Todo cuanto se vuelca en la magnificencia minimalista de estos lienzos apela a sucesos olvidados o concienzudamente invisibilizados para el mantenimiento del relato institucionalizado. La sensación de veracidad y de cercanía con una lectura viva y sensible del mundo es más accesible por medio de la compleja paisajística de la artista que si recurriésemos a la cortoplacista cultura pop, por mucho que esta última, confundiendo deseo terrenal con sentido común, se nos presente como la normativa. Mehretu, como las demás artistas mencionadas, recorre el mundo con la forma geométrica en la mano y el ojo puesto sobre la memoria, sobre la necesidad de agarrar los minutos con la mano y la amarga satisfacción de conocer la verdad. Todas apelan a una densidad del tiempo que recontextualiza los hechos en su grave nimiedad, como la de un efímero mundo de granos de arena a la carrera del viento.
Bibliografía:
Fer, Briony. (1997). On abstract art. New Haven y Londres: Yale University Press. ISBN: 0-300-06975-8
Af Klint, J. y Ersman, H. (2018). Inspiration and Influence: The Spiritual Journey of Artist Hilma af Klint. Guggenheim. Recuperado de <https://www.guggenheim.org/blogs/checklist/inspiration-and-influence-the-spiritual-journey-of-artist-hilma-af-klint>
[Chuck Smith] Interview with Agnes Martin (1997). 2009, 21 de febrero. Recuperado de <https://www.youtube.com/watch?v=_-JfYjmo5OA>
Schopenhauer, Arthur. (1819). El mundo como voluntad y representación. López de Santamaría, Pilar (ed., trad.) Recuperado de <http://www.juango.es/files/Arthur-Schopenhauer—El-mundo-como-voluntad-y-representacion.pdf>
AA.VV. (2015). Soledad Sevilla: Variaciones de una línea, 1966 – 1986 [Catálogo]. Granada: Centro José Guerrero, Patronato de la Alhambra y Generalife. ISBN: 978-84-7807-550-8
Bris-Marino, P. (2014): La influencia de la teosofía sobre la obra neoplástica de Mondrian. Arte, Individuo y Sociedad, 26(3) 489-504
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