Al terminar la entrevista comparto un taxi de vuelta al Centro con Pablo Ramírez, productor audiovisual y la mitad silenciosa e indefectible de La poesía, si es que existe,¹ mientras Óscar prepara su equipaje y se despide de los amables jardines del Carmen de la Victoria. Me cuenta Pablo que su amigo, antes de dedicarse al dictado de su sangre, comenzó Derecho; también que no lleva demasiado bien los fallos técnicos, y que dirige su creatividad con la persistencia del hábito y el inconformismo por meta. Spoken word, poesía, novela y ensayo: el escritor madrileño es uno de esos personajes hábiles cuya presencia constata que el mundo de hoy —tanto que se habla de la hiperespecialización— sigue recompensando a las navajas suizas.
Una hora antes, comenzábamos la entrevista.
—Antes de nada. ¿Qué tal tu experiencia en el taller?
—La verdad, muy bien. Un día dedicado a la teoría para enseñarles cómo funcionan los haikus y un poquito de historia. El segundo día trabajamos con sus haikus y los revisamos. Y el tercer día incluimos esos mismos haikus en la performance.
—¿Cómo resumiste la historia de los haikus en una sola sesión?
—En realidad, eso era algo muy difícil y muy fácil: tiene que ver con recuperar la mirada de la infancia, de la inocencia, se trata de trabajar con la percepción, como sugieren Haya, Cabezas, Rodríguez Izquierdo… Luego hay que ajustarlo a la métrica, pero básicamente se trata de recuperar el asombro, no tanto de lo que nos pasa a nosotros sino de lo que pasa afuera. Parece que la idea ha cuajado.
—Pensando en el taller, ¿qué es lo que querías que se llevasen a sus casas al terminarlo?
—Varias cosas. Una, que puedan escribir independientemente de los recursos que conozcan; y, dos, que puedan cambiar, si quieren, su forma de percibir la realidad. Esto está relacionado con el haiku en cuanto que supone una mirada hacia afuera, una mirada dispuesta a encontrarse con la naturaleza y capaz de olvidarse de los vaivenes del yo. Creo que eso sí se lo llevan. En Japón, el haiku no es algo que solo los escritores practiquen, sino todo el mundo. En la muestra de haikus que llevé al taller hay un libro de Vicente Haya, La inocencia del haiku, haikus escritos por niños entre 5 y 14 años, si no recuerdo mal. Es muy curioso porque cuando se contrastan los haikus de los grandes maestros como Bashō o Shiki con los de la gente normal, incluso niños, los expertos no saben decir cuáles son mejores. No pueden decir cuál pertenece a un maestro y cuál no.
—¿Sí?
—Así es. A principios del siglo XX en Japón se llevó a cabo un experimento por parte de un profesor. Sugirió a un conjunto de expertos en literatura japonesa que seleccionasen los mejores haikus mezclando a los grandes maestros con grandes desconocidos. El resultado fue que en la selección final de los mejores poemas entraron muchos haikus escritos por personas comunes y quedaron fuera algunos de los haikus de los grandes maestros. No sé si en Japón se siguen escribiendo haikus, pero me consta que las personas mayores sí lo hacen. Por ejemplo, muchas de las abuelas de chicas japonesas que yo conozco. Allí es una práctica que está en lo cotidiano. No sé ahora, pero hasta el siglo XX o mediados del XX creo que fue una práctica muy habitual en Japón. Si lo pueden hacer las personas comunes en Japón, creo que es algo que nos podemos traer aquí. Quizá parezca un poco extraño con el haiku porque viene de Oriente; me refiero a importarlo, a hacer algo con ello. Sin embargo, con el soneto pasó lo mismo. Era una estrofa que venía de Italia, que se incorporó tanto a España como a Francia o Inglaterra —donde se desarrolló un soneto un poco distinto, el isabelino, que llevaba un pareado al final, el couplet—. Nosotros con el paso del tiempo lo hemos integrado como algo propio. Es verdad que en aquella época España tenía territorios en zonas de Italia, lo que lo hace más comprensible, pero creo que con el haiku puede ocurrir lo mismo que con el soneto… De hecho, en Norteamérica, a raíz de una serie de traducciones y compilaciones, de la migración de japoneses y de ciudadanos estadounidenses de segunda y tercera generación, el haiku sí ha calado.
—Me hablas del soneto como algo muy nuestro que hemos sido capaces de incorporar a nuestro bagaje. Generacionalmente hablando, ahora mismo, aquí en España, ¿podríamos hablar de alguna práctica análoga al haiku japonés, y con su vigencia?
—La verdad es que no lo sé. Ahora, al menos por lo que voy conociendo, están el verso libre y una poesía algo más tradicional que siempre podemos encontrar en el espacio de la página. A veces se ajusta a determinadas formas métricas y otras no. También está el spoken word, pero todavía es minoritario. Pero algo como el haiku y que tenga esa raíz dentro de la sociedad, en este momento, en España… Me gustaría que hubiese algo así, pero creo que ahora mismo no lo hay. Quizá lo hubo en otro momento a través de la música popular y las estrofas de las canciones, las letras. Pero aquello tiene difícil encaje hoy porque casi siempre son formas un tanto rígidas o muy tradicionales.
—No sé hasta qué punto han calado, y siento si es una pregunta muy morbosa, las redes sociales a la hora de comprender la literatura, o de consumir la literatura a día de hoy… No sé si imaginas si tiene alguna influencia sobre cómo entendemos ahora los ritmos con los que consumimos la literatura, o incluso si el verbo consumir literatura es algo que deriva del escenario de hoy día.
—Las redes sociales tienen aspectos positivos… y no tan positivos. La difusión es uno positivo. El contrapunto es la banalización: lo que se comunica no se sabe bien qué es, parecen grandes jingles de anuncios. Luego, ¿cómo creo yo que eso puede afectar a la escritura? Eso ya ha sucedido. Se han publicado muchos libros que recogen entradas de Facebook o de Twitter, incluso por personas muy consolidadas. Carlos León, que el año pasado estuvo presentando una exposición en el Centro Guerrero, utilizaba Facebook, y Fernando Castro Flórez, posteriormente, recogió esas entradas de Facebook, las aglutinó, las montó y publicó un libro donde se recogía el pensamiento de Carlos en cuanto a pintura, el mercado del arte contemporáneo, etc… Ahí hay una variación de la forma, incluso del estilo. También, no sé si está hecho o no, pero los tuits tienen un número limitado de palabras, y uno puede utilizar ese recurso para contar determinadas cosas.
—Como sucede en los haikus, hasta cierto punto, ¿no?
—Sí. Lo que pasa es que con los haikus la idea general es «esto es una estructura que tiene cinco, siete, cinco, y ahí cabe lo que sea», y no, resulta mucho más complejo. Habría que ver qué es lo que metemos en Twitter. Se podrían crear formas como el microcuento, por ejemplo.
—Vayamos a la punta opuesta. ¿Sabes de prácticas o espacios que surjan o se refuercen al alejarse al máximo de las tendencias de Twitter u otras redes sociales?
—En Madrid hay un seminario que se llama Euraca. Ellos se autogestionan y evitan tratar con las redes sociales de manera convencional. Tienen una plataforma en la que se puede acceder a sus materiales. Van invitando a escritores de Latinoamérica, Estados Unidos, Europa… Se crean grupos abiertos de debate con los invitados y se hacen lecturas. No tienen Twitter, Facebook ni Instagram, o eso creo, y rechazan esa avalancha de información que al final resulta improcesable. Buscan minorías que terminan siendo paradójicamente muy numerosas. Tienen mucho prestigio en Madrid. Se asocian con instituciones como Matadero, el Centro de Arte Dos de Mayo o el Reina Sofía, y desde ahí construyen esas prácticas, ya consolidadas. Llevan seis o siete años si no me equivoco, quizá más, y han generado muchos materiales discursivos y de reflexión. En fin, no conozco todos los espacios alternativos pero son muchos. Están las jam del bar Aleatorio, el colectivo Más que palabras y Poesía o barbarie, Poetikas, lo que lleva haciendo Arrebato Libros desde hace muchísimos años, Poesía en el bulevar… Son muchos.
—Los hay y tienen vigencia. Fantástico… Ayer me sorprendió, cuando te escuché, la predominancia de la nieve en la segunda parte de la performance. ¿Por qué estaba ahí?
—Es un tema que ha aparecido desde que empecé a escribir. Yo veo una doble lectura. Una asociada al blanco, a la pureza, a lo límpido. Otra que está ya en la tradición romántica, allí la nieve, el frío y el hielo son elementos destructivos que conducen a la muerte. Por ejemplo, en los paisajes de La balada del viejo marinero de Samuel Taylor Coleridge, cuando hacen el viaje en barco, y se encuentran en una zona polar, con el barco encallado, y aparecen los fantasmas; también se puede encontrar en los cuadros de Friedrich, en esas avalanchas y tempestades de nieve… Me parecía muy interesante trabajar con esa dualidad. De un lado, una idealización del amor como algo blanco, lleno de pureza, que al mismo tiempo puede resultar terrible, y ahora te hablo de mi libro titulado Icebergs en concreto. El blanco, lo inmaculado o el ideal, puede resultar tremendamente destructivo. En otros poemas y otros libros la nieve funciona de manera diferente. Hay un texto en el segundo libro que escribí, Dentro, que dice así: «Tu nieve cuaja la almohada donde me sueño. Sé que el final está muy próximo. De ahí mi insistencia en tu recuerdo…». Ahí, el blanco y la nieve son formas que posibilitan la memoria.
—En la hoja que repartiste explicas que la segunda parte de tu performance está muy relacionada con el momento político que vivimos: que esta dualidad entre lo puro y lo que tiene un potencial dañino tiene mucho que ver con cómo se percibe la capacidad del sistema para llegar a un orden cuando, sin embargo, provoca polarización.
—Veamos. Yo tenía escrito el Libro de icebergs hacia 2011 y entonces surgió el 15M. El libro empezó a cambiar. Se estaba dando la vuelta a todo, y aunque el libro no tiene que ver con la política ni el 15M de una manera explícita, pensé que me lo podía llevar de alguna manera al libro a través de la forma. No era cuestión de construir un libro político, sino que surgió de manera natural. Lo cambió todo. El libro busca una nueva manera de leer, otra diferente. Por eso busqué la posibilidad de que junto a la lectura convencional apareciese otra inversa: de la derecha hacia la izquierda y desde abajo hacia arriba. A la gente le parece muy interesante cuando leo los textos en directo. En libro está aún por ver, pero el intento de plantear ese conflicto creo que ya es valioso en sí mismo.
—Y sobre el sonido, ¿en qué momento decides que tienes que dar el paso para que lo que escribes vaya acompañado de una nueva atmósfera sensorial?
—¿Te refieres a la voz, a la música…?
—Al hecho de que no te contentes con vender un libro, sino que haya un ofrecimiento recital detrás.
—Eso proviene de varias cosas. Proviene un poco de la frustración de no haber tenido un grupo de música. Había que buscar algo parecido y empecé a improvisar con músicos, sobre todo pianistas que venían de la música clásica, y ofrecíamos improvisaciones en directo en locales de Madrid. De esto hace casi 25 años… Después vinieron las publicaciones y pensé en introducir elementos que perturbaran un poco la lectura convencional. A veces en las presentaciones de libros tengo la sensación de que me están dando un sermón, de que no se puede participar porque la estructura misma del acto lo impide. Y cuando acaba, aunque abran una ronda de preguntas, pocas veces se habla de verdad sobre la recepción de cada lector. Al añadir otros elementos como la improvisación en directo de los textos hay veces que funciona y otras que desafortunadamente no.
—¿Has tenido alguna mala experiencia?
—En Tabacalera, en Madrid, hice un bolo entero con el micro apagado junto a Edith Alonso y Antony Maubert de AMC31. Ellos pensaban que lo estaba haciendo conscientemente. Cuando se acabó la improvisación me preguntaron por qué lo había apagado y les respondí que no tenía ni idea de que estuviera apagado. Supongo que los espectadores se quedaron completamente desconcertados —cuenta, risueño—, lo que no está mal del todo… Otras veces, yo diría que la mayoría, las improvisaciones funcionan bien. Así fue en la SELIN, en Cruce, en Matadero, en Casa Encendida y en tantos otros espacios. Por lo general si previamente se ha construido una base sobre la que improvisar, funciona, pero nada garantiza nada. Y, sin embargo, hay veces que alguien se sienta a comentar su libro y resulta de una intensidad impresionante. Vila-Matas es un ejemplo. Quizá una de esas ocasiones memorables fue cuando vino a España la poeta norteamericana Sharon Olds, a la que estuve acompañando en su lectura del MUSAC. Yo leía las versiones en castellano. La lectura que hizo solo con micro y voz fue de lo mejor que he escuchado en mi vida, espectacular.
—¿Y qué estás preparando ahora?
—¡Ahora estoy preparando el descanso! En los dos últimos años, desde que volví de La Habana y Nueva York, no he parado. Estuve cerrando textos: una novela, un ensayo sobre el cine de Paul Auster y la última vuelta de tuerca al Libro de icebergs. Ahora hay que esperar la respuesta de los editores, pero está también la performance. Puliremos estas piezas de performance que hemos hecho, añadiremos alguna otra y trabajaremos en ello mientras salen los libros. Ideas tengo muchas, pero soy muy lento produciendo, y los libros y sus finales tardan en llegar.
—Quiero preguntarte por la relación que estableces entre literatura y artes plásticas. En concreto, con la pintura.
—Para mí es fundamental. Mi poética casi siempre se ha nutrido de las artes plásticas, incluso desde el primer libro, Sonetos del útero, donde traté de hacer sonetos cubistas. En Hombre en azul me disfracé de Francis Bacon para hablar de literatura, pintura, cine, etc. ¿Por qué excluir la literatura de las demás artes? Todo eso está bullendo junto. He tratado de que se retroalimenten. Todo lo que he podido aprender sobre las artes está en mi literatura.
—Desde la más sincera curiosidad, ¿cómo es un soneto cubista?
—Picasso reunía distintas facetas de una imagen, las seleccionaba, las montaba y las ofrecía de manera simultánea, así que con los sonetos hice algo parecido. Respeté la rítmica interna de los endecasílabos y el número de versos, pero con lo demás jugué a destruir y reconstruir. Escribí sonetos en prosa como las traducciones que Astrana Marín hizo de los Sonetos de Shakespeare, otros rotos como los de Cummings y César Vallejo, y otros vaciados al modo Cage… Para mí, la suma de todas esas facetas era y es el soneto.
Casi cuarenta minutos. Nos despedimos en falso; le pregunto, ya estrechándole la mano, si desea añadir algo en relación a su experiencia con el Centro Guerrero. Se desarma de calidez, en especial hacia Paco Baena, a quien conoció en Madrid a raíz de la exposición de Carlos León y con quien comparte fascinación por la obra de Richard Avedon.
—Una cosa que me fascina del Centro, aparte del espacio —dedicado a alguien que tuvo que salir de España por circunstancias políticas—, es esa cosa de hogar. […] A medida que lo he ido conociendo he quedado fascinado por el tipo de tarea y de gestión que hace Paco, por su implicación emocional, por su compromiso con la estética de riesgo y por su calidad humana, que se palpa.
A él le agradecemos su disposición. Nos llevamos un buen amigo, y él un hogar.
1. El título procede del ensayo homónimo de Kepa Murúa, editado por Calambur en 2005.
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