Con motivo de la visita de Rafael Argullol al Centro Guerrero el 15 de mayo de 2017, y tomando como punto de partida su concepto de transversalidad, presentamos una serie de textos en el blog con el nombre de uno de sus últimos libros, Archipiélago (Subsuelo, 2015). En Archipiélago, cincuenta autores del mundo de la cultura elegían un fragmento de la obra de Argullol, un fragmento de la obra de otro autor y una imagen que definieran, de una u otra forma, al pensador catalán. Con esta voluntad de indagación, entre el azar y el destino, presentamos nuestra versión transversal de Archipiélago, donde un texto de un escritor y una obra de José Guerrero, como islas con un origen geológico común, ocuparán un mismo espacio para generar un diálogo, expulsarse, acercarse, fundirse o comprenderse mutuamente.
Juan Carlos Márquez (Bilbao, 1967) es escritor y profesor de escritura creativa en la Escuela de Escritores de Madrid. Entre sus libros destacan Oficios, Llenad la Tierra, Tangram, o Norteamérica profunda, galardonados con numerosos premios, como Tiflos, Sintagma o Euskadi. Acaba de publicar Resort, su segunda novela, tres años después de que saliera a la luz Los últimos, título con el que debutó en el género novelístico y del que Márquez ha elegido el fragmento que reproducimos para que se enfrente al cuadro de José Guerrero elegido también por él, Penitentes Rojos.
Cavé un hoyo junto a la nave y metí a Benjamin envuelto en su colcha térmica. No pesaría, debido al efecto de la gravedad, más de diez o doce kilos. Por un momento pensé en mi hijo flotando ingrávido en el espacio, congelado, conquistando la eternidad, pero pronto lo imaginé descomponiéndose, con los jirones de carne seca separándose de su cuerpo como piezas desprendidas de un satélite. Vi su esqueleto. Sus huesos desarmándose y esparciéndose por la oscuridad. Me sentí tentado de cubrir deprisa el cuerpo del niño con rocas para que, si fuera desenterrado por cualquier circunstancia, no levitara o el viento de Marte arrastrara su cuerpo. Había previsto leer una oración, me había convencido a mí mismo para leerla, pero fui incapaz. Mi voz se ahogó dentro de la escafandra y tuvo que leerla Anaïs. El tópico dice que cuando uno llega a su fin las últimas imágenes que observa pertenecen a la vida que vivió. No sé si eso es cierto o no. Ahora mismo ni siquiera me importaría comprobarlo. Lo que puedo decir es que desde la muerte de mi hijo, en estos cinco días con sus noches, no he hecho otra cosa que verlo y oírlo. Se me aparece constantemente, incluso mientras escribo esto, y lo hace en estampas cotidianas de cierta felicidad, sin ningún orden cronológico. Tan pronto lo mezo en mis brazos como le enseño a arrojar piedras a un río o lo miro a hurtadillas y escucho su respiración mientras duerme la víspera de su primer campamento de verano. Eso debe de ser el dolor. No poder dejar de ver lo que ya no existe. Revivir lo que ha muerto con la misma o mayor intensidad que como fue vivido. Una proyección nítida de recuerdos. Recordar contra tu voluntad, como una imposición, y al mismo tiempo temer que algún día aparezca el olvido.
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