Rafael Argullol (Barcelona, 1949) visita el Centro Guerrero el próximo lunes 15 para hablarnos del mito. Narrador, poeta y ensayista, autor de más de treinta obras, siempre se ha considerado un crítico de la cultura debilitada y falta de apuestas propia de la posmodernidad, y partidario de una cultura del deseo, de horizontes utópicos. «La cultura», dijo en una entrevista, «necesita el deseo. Sin el deseo no hay capacidad para poner en marcha la realidad que vives». Sin embargo, muchos de los puntos de partida discursivos de Argullol se encuentran en el mismo seno de la posmodernidad. Su inclinación por intercomunicar distintos territorios, por ir más allá de la idea de género literario (incluso más allá de la idea disciplinar estanca), su identificación por el concepto de transversalidad, sus conexiones entre pensamiento y sensación, literatura y filosofía, cuerpo y mente, su voluntad por indagar en la polifonía, por utilizar el microscopio y el telescopio para analizar la realidad (lo local y lo global, lo micro y lo macro), o de desarrollar el pensamiento nómada («no somos una identidad sino una pluralidad de yoes, la vida es como una especie de metamorfosis nómada en la que vamos viajando a través de nuestras distintas vertientes») pone en tela de juicio que tal afirmación carezca de matices, o quizá más bien nos haga dudar de que cualquier cosa en la posmodernidad, incluida la propia posmodernidad, pueda albergar un significado unilateral. La dificultad de definir el momento histórico que designa y en que nos encontramos es una tarea quizá imposible. La acepción más simple y extendida es aquella que ve la posmodernidad como manifestación y prueba del fracaso del proyecto moderno en su intento por renovar las formas tradicionales del arte, el pensamiento, la cultura y la vida social, y esto es fácilmente rechazable por cualquiera que crea en el ser humano y en su capacidad para generar progreso, por cualquiera que se haya emocionado mínimamente con la confianza que la Ilustración depositó en el hombre y la mujer modernos. La nueva coyuntura, además, ha abierto el camino a una suerte de relativismo plagado de gritos que a menudo se asemeja a lo que podríamos ver como el negativo de ese proyecto de Rousseau, D’Holbach y Diderot. Sin embargo, una mirada más calmada quizá podría hacer que entendiéramos lo posmoderno también como una nueva oportunidad para la reivindicación del Humanismo. En la raíz misma del final del proyecto moderno encontramos la muerte del determinismo científico tras el hallazgo, realizado por la misma ciencia, de fenómenos que demostraban que la contradicción se encontraba en la propia naturaleza. Las revelaciones de la mecánica cuántica podían abrir las puertas al relativismo más anodino, al descreimiento absoluto de la capacidad del hombre para describir la naturaleza, lo que de hecho ha sucedido, pero también a ampliar los horizontes epistemológicos para llevar a cabo ese abordaje de la realidad. Y, en este último caso, devolver a las humanidades el rol que le corresponde como método de conocimiento que, como la propia naturaleza, alberga en su seno la idea de contradicción. Podía entonces nacer un nuevo ser renacentista, abierto, transversal, nómada, en continuo diálogo consigo mismo, un ser posmoderno pero no antimoderno, bergsoniano, que entendiera que lo que ocurría era que el horizonte de la modernidad estaba situado más lejos de lo que se creía y que el viaje sería por lo tanto más largo, más complejo, pero que seguía habiendo viaje. Que asumiera que no solo la ciencia tiene capacidad para describir la naturaleza, que comprendiera que, de hecho, la ciencia no podía llevar el encargo sin ayuda de disciplinas no deterministas, porque de ese modo el conocimiento se adaptaría a la verdadera descripción irregular, compleja y contradictoria del mundo. Jung hablaba de la existencia de dos pensamientos, el dirigido y el fantaseado. El primero, verbal y lógico, era el propio de la ciencia. El segundo, asociativo, pasivo e imaginativo, era el pensamiento del mito. Nietzsche mató a Dios, y para Jung ese fue el inicio de la enfermedad moderna. Quizá tengamos que apelar a ese pensamiento fantaseado para volver a crear una imaginería mitológica para este siglo y poder sanar. Que lo posmoderno no sea solo una gran ironía tras un gran fracaso, sino una gran reconstrucción tras un gran silencio, que podamos hermanar las condiciones históricas de la Postilustración con una nueva cultura del deseo, crear ese nuevo espacio en esta nueva época que, quizá más que ninguna, necesita Humanismo. Y mito.
Deja una respuesta