Sigue Pardo: «la acumulación de residuos dejados por las acciones revolucionarias llevadas a cabo para terminar con el Arte ha alcanzado tales dimensiones que no sólo ha tenido que inventarse una categoría antinómica para definir la labor de unos artistas que casi siempre reniegan de su condición de artistas, sino que también han tenido que abrirse unos lugares antinómicos (museos del malestar, que no pueden ser llamados museos más que de mala gana, curiosamente, incluso por aquellos que los gestionan, y que a menudo matizan su título como “centros de arte contemporáneo” que albergan las obras que justamente no quieren serlo) y unos expertos igualmente antinómicos […]. En consonancia con la voluntad de los no-artistas de no hacer obras (sino acciones) y, en suma, de no “continuar” la historia del Arte, su gesto revolucionario, que no puede apelar para su legitimación a la jurisdicción autónoma de la Estética contra la que se subleva, tiene que ampararse en una legitimación política. Pero ¿qué instancia política puede llevar a cabo esa legitimación […]? Tenemos una buena razón para dudar de la legitimidad de las obras de arte contemporáneo: y es que no existe ya/aún la instancia política que tendría que llevar a cabo esa legitimación, el pueblo pre/posmoderno. Pero el hecho de que una cosa no exista no significa que no sea necesaria ni, por tanto, que no pueda nacer de esa misma necesidad. Si algo hemos aprendido a lo largo de estas páginas es que no podemos identificar lo falso con lo inauténtico ni lo verdadero con lo auténtico, que algo puede ser falso (como lo fue decir que en la Unión Soviética había libertades civiles o que la sublevación iraní devolvería al pueblo a la edad de oro) pero sin embargo auténtico (para no desmoralizar al movimiento obrero o a la muchedumbre insurrecta) y que algo puede ser verdadero, como lo son el parlamento o los museos, pero del todo inauténtico».
Querido FB:
Puedo estar (de hecho lo estoy) de acuerdo con Pardo en reclamar una autonomía (estética) para la práctica artística actual. De hecho, «críticos» tan opuestos como Danto o Hal Foster coincidían en que la desaparición de la garantía de la autonomía (en el caso de Danto, la garantía de que la belleza artística podía descansar en el modelo de la natural, como confiaba Kant, es decir, en la «estética») no significaba en absoluto abandonar la aspiración a ella. Bien al contrario, lo que ello quería decir es que tal aspiración se convertía ahora en una responsabilidad, por así decirlo «contructiva», del arte y la crítica.
Al abandonar el modelo de la belleza natural y hacernos cargo de su dimensión temporal, es decir, al entrar en la esfera plenamente humana del sentido (el modelo del «bosque de símbolos» permaneciendo ya sólo si incorpora todas las tormentas y los incendios de la historia, como dice Didi-Huberman) y pasar, en suma, «de la estética a la crítica de arte», como dice Danto, no desaparece en absoluto la cuestión del valor de la obra. Simplemente, ocurre que la crítica deja de tener garantizada una respuesta a partir de la mera adscripción a un «manifiesto» excuyente.
De un modo parecido, Foster escribía: «Lejos de concluir que la muerte de los grandes relatos acaba con la era de la autonomía estética, creo que complica y enriquece la cuestión de la autonomía de un modo interesante. Reconoce que no puede haber una definición ‘esencial’ de en qué podría consistir la autonomía, y pone un nuevo énfasis en la responsabilidad del historiador o del crítico de articular las bases sobre las que esta se reivindica».
La propia Rosalind Krauss no ha abandonado en ningún momento la noción de «medium específico», que en la práctica artística (y crítica) efectivamente existente es el verdadero garante de la posibilidad de autonomía. Simplemente, ha asumido que la tarea del artista en la era «post-medium» no es la de la reflexividad en torno a un «medium» que estuviese dado (la «bidimensionalidad» o la «antiteatralidad»), sino la de «producirlos» (Nauman con la televisión, Kentridge con el dibujo -huella y borrado- and so on…). Recordarás que hace tiempo en este mismo blog yo mismo defendía esta posición…
Ahora bien. Que comparta esa reivindicación no quiere decir que esté de acuerdo con buena parte (quizá con el grueso) del diagnóstico de Pardo. En primer lugar, por supuesto, porque la cuestión del «para qué» de la obra de arte sigue estando ahí. La belleza moderna no es en el fondo más que un modo experimentar la propia subjetividad y de mediar entre facultades (que es lo que cuenta), y de ahi su rol, desde Schiller, en la educación (política). Seguimos necesitando hablar de (cierto) «sentido común» (o del «certain nous» foucaultiano, si se prefiere) para aceptar la posibilidad misma de la belleza. Reclamar «autonomía» sin más, en abstracto, es en realidad decir bien poco.
Pero, sobre todo, porque no entiendo en absoluto el empeño en subrayar el aspecto «revolucionario» y la voluntad de «destrucción del arte» que supuestamente operaron «las vanguardias» (lo que sea eso, cuando lo decimos así en general…). Un ejemplo claro de lo endeble de su posición al respecto está en algunas coas que dice sobre Duchamp. Para que la cosa le encaje con las transformaciones producidas al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Pardo indica que es a partir de 1950 cuando «Fountain» empieza a ser considerada «algo parecido a una obra de Arte». Como prueba, dice, el hecho de que sólo entonces Duchamp empezase a autorizar copias, hoy en museos y colecciones de todo el mundo como cifra de su derrota. Bueno, eso sería verdad si no hubiese copias anteriores hechas por el propio Duchamp. Y las hay. En la «Boîte en valise» (1936-41), del mismo modo que las hay de otros ready-made en «Tu m'» (1918). Indicando algo que realmente nos cuesta ver: con independencia de las otras muchas cosas que un ready-made pudiera ser (incluyendo las que dependían sólo de la lógica del mercado -a algún coleccionista que le pidió la firma Duchamp le obligó a aceptar sólo su asentimiento de viva voz como certificado de autoría), para Duchamp siempre permanecían como material mnésico.
Lamento ser un tocanarices, pero yo no veo en Duchamp a un «destructor» del arte, sino a quien, tomándose a sí mismo (la propia memoria) como artefacto, construye una «frase única» a lo Proust (quien, como Duchamp, no se entiende sin la aparición de la fotografía…). ¿Ha dicho Pardo algo del populismo de Proust?
Querido Gabriel: gracias por tu comentario, que es el del historiador matizando las generalizaciones y corrigiendo las inexactitudes del discurso de la Teoría crítica. Ahora bien, como también tú tienes querencias especulativas, no renuncias tampoco por tu parte a la interpretación, no digo desoyendo, pero sí poniendo (acaso temporalmente) en suspenso algunos datos históricos, como las declaraciones de tantos protagonistas. Es cierto que no desde todas las llamadas vanguardias, pero indudablemente sí desde el futurismo y desde Dadá (como, a continuación, desde el neodadaísmo) se clamó estridentemente en pos de la destrucción del Arte. Y es esa realidad la que interroga Pardo. Ahora bien (y van dos), como sabes, yo asumo la distinción entre los enunciados (conscientes) y la enunciación (del sujeto al inconsciente), por lo que lo anterior no es un obstáculo a tu lectura, que, insisto, te agradezco.
Bueno, tienes razón en que el clamor existió, pero no sólo ocurre que pudiera no ser en realidad «comprometido» (como de algún modo sugiere la distinción enunciado/enunciación que refieres y como muestran las obras concretas), sino que de manera «plena» sólo se produce acaso en Dadá (hasta que buena parte de ellos pasaron al surrealismo, claro, y el surrealismo pretenderá una belleza no-«Beaux-arts», pero un tipo de belleza al fin y al cabo). El caso del futurismo (una estetización de lo moderno, la técnica e incluso la guerra) es complicado, pero ilustra precisamente lo que me inquieta de la posición de Pardo: fracasado el intento revolucionario genuino de las vanguardias, sólo queda una «estetización» (de la vida y la política) como forma residual.
De acuerdo en los posibles peligros de esa estetización (con Benjamin aquí, no con Rancière…), pero parece que el legado moderno no hubiese proporcionado referencias vigentes algunas y sólo quedase la disyuntiva entre esa estetización presta a disolverse en alguna aberración política (esto es otro tema…) o desandar los pasos de las vanguardias, como si éstas no hubiesen precisamente proporcionado las herramientas que permiten ensayar modos de subjetivación acordes con nuestro mundo (ya «plenamente humano»). Conforme lo escribo y, pensando en justamente en Pardo, me viene inevitablemente Deleuze a la cabeza (desde la presencia de la figura del «bricoleur» al «cine tiempo» o a su concepción del «acto de creación», elementos cuya genealogía nos lleva lógicamente a las vanguardias…).
No sé. Bienvenidos sean los matices y los textos que onligan a explicitarlos.
Saludos.
Pues sí, así veo yo el ensayo de Pardo: como un nuevo intento de comprensión del legado moderno, intento de por sí valioso. En vez de aceptar sin más, acríticamente, sus consecuencias, hacer una genealogía que nos lleve hasta «el punto exacto» del acontecimiento. Y tratar de entenderlo. Naturalmente, a toro pasado. Que los hechos hayan seguido luego el camino de la estetización y/o politización no implica necesariamente que no se hayan producido las herramientas que permiten ensayar modos de subjetivación acordes con nuestro mundo. Lo que pasa es que puede que haya que buscarlas en otro lado. La otra opción sugerida es imposible, porque la Historia no se puede desandar.