Javier Marías. Corazón tan blanco. Editorial Anagrama, 1992, 302 páginas.
Juan Ranz, protagonista y narrador de Corazón tan blanco, habla en el primer tercio de la novela de su padre y del trabajo que este desempeñó durante muchos años en el Museo del Prado como experto tasador y gestor «de las obras maestras y no tan maestras de la pintura que tanto le apasionaban.» Adjuntamos este fragmento en el que, además de hacer una interesante descripción de la labor de este trabajador en la sombra del gran museo, se desarrolla una escena inquietante. El prestigioso tasador coge por sorpresa a un vigilante, veterano ya (y cansado, suponemos, de permanecer durante años en habitaciones cerradas junto a cuadros de gran valor), en el momento en que se encuentra quemando el marco de un cuadro de Rembrandt con un mechero en la sala que custodia. Desalojados los visitantes a última hora, imaginamos un espeso silencio sobre el que se impresiona el gas de la mecha que prende el vigilante Mateu y los pasos del tasador Ranz, que camina hacia él con el extintor que acaba de descolgar de la pared escondido a la espalda.
[…] El exceso o fortuna de mi padre consiste en cuadros y alguna escultura, sobre todo en cuadros y numerosos dibujos.
Ahora está retirado, pero durante muchos años (años de Franco y también luego) fue uno de lo
expertos de plantilla del Museo del Prado, nunca director ni subdirector, nunca alguien visible, aparentemente un funcionario que pasaba todas las mañanas en una oficina, sin que por ejemplo su hijo tuviera nunca una idea clara de cómo las ocupaba, al menos de niño. Después fui sabiendo, mi padre se pasaba los días encerrado efectivamente en un despacho al lado de las obras maestras y no tan maestras de la pintura que tanto le apasionaban. Mañanas enteras en la vecindad de cuadros extraordinarios, a ciegas, sin poder asomarse a verlos o a ver cómo los miraban los visitantes. Examinaba, catalogaba, describía, descatalogaba, investigaba, dictaminaba, inventariaba, telefoneaba, vendía y compraba. Pero no siempre estaba allí, también él ha viajado mucho a cargo de instituciones y de individuos que poco a poco se fueron enterando de sus virtudes y lo contrataban para emitir opiniones y hacer peritajes, fea palabra pero es la que emplean los que los hacen. Al cabo del tiempo era consejero de varios museos norteamericanos, entre ellos el Getty de Malibú, el Walters de
Baltimore y el Gardner de Boston, también consejero de algunas fundaciones o delictivos bancos sudamericanos y de coleccionistas particulares, gente demasiado rica para venir por Madrid y por casa, era él quien se desplazaba a Londres o Zürich, Chicago o Montevideo o La Haya, daba su opinión, favorecía o desaconsejaba la venta o la compra, se llevaba un porcentaje o un aguinaldo, regresaba. A lo largo de los años fue haciendo cada vez más dinero, no solo por los porcentajes y por su sueldo de experto en el Prado (no gran cosa), sino por su corrupción paulatina y ligera: la verdad es que ante mí no ha tenido nunca empacho en reconocer sus prácticas semifraudulentas, es más, se ha jactado de ellas en la medida en que todo sutil engaño a los precavidos y poderosos es en parte digno de aplauso si además queda impune y no es descubierto, es decir, si se ignora no ya el autor, sino el engaño mismo. La corrupción no es tampoco muy grave en este campo, consiste simplemente en pasar a representar los intereses del vendedor, sin que se note ni sepa, en lugar de los del comprador, que es normalmente quien contrata al experto (y además puede ser vendedor un día). El Getty Museum o la Walters Art Gallery que pagaban a mi padre eran informados sobre la autoría y estado y conservación de un cuadro cuya adquisición estudiaban. Mi padre informaba con veracidad en principio, pero
ocultaba algún dato que, de haberse tenido en cuenta, habría disminuido notablemente su valor y su precio, por ejemplo que al lienzo en cuestión le faltaban varios centímetros que alguien cortó a lo largo de los siglos para que cupiera en el gabinete de uno de sus dueños, o bien que un par de figuras muy secundarias del fondo estaban retocadas sobre el original, por no decir rehechas. Llegar a un acuerdo con el vendedor para silenciar estos detalles puede suponer un porcentaje doble sobre un precio más alto, bastante dinero para el silenciador y aún más para el vendedor, y el experto, si más adelante ve descubierto su fallo, siempre puede decir que se trató de eso, un fallo, ningún experto es del todo infalible, antes al contrario, es inevitable que alguna vez se equivoquen en algún aspecto,
basta con que acierten en muchos otros para conservar su prestigio, y así los errores pueden administrarse. Mi padre, no me cabe duda, tiene buen ojo y aún mejor mano (hay que tocar la pintura para saber, es imprescindible, a veces incluso lamerla un poco sin causarle perjuicio), y en países como España eso ha sido impagable durante muchísimos años, cuando se desconocían o no podían costearse los análisis químicos (tampoco infalibles, dicho sea de paso) y el crédito de los expertos dependía solo del énfasis y convencimiento con que emitieran sus veredictos. Las colecciones privadas españolas (también las públicas, pero menos) están llenas de falsos, y sus propietarios se llevan grandes disgustos cuando hoy en día deciden venderlas y las encomiendan por fin a una casa de subastas seria. Ha habido señoras que se han desmayado in situ al enterarse de que su pequeño
divino Greco de toda la vida era un pequeño Greco divino falso. Ha habido caballeros ancianos que han hecho amago de abrirse las venas al recibir la noticia, sin vuelta de hoja, de que su querida tabla flamenca de toda la vida era una tabla flamenca querida y falsa. Por las oficinas de las casas de subastas han rodado perlas auténticas y se han roto bastones de madera nobles, los objetos cortantes están en vitrinas desde que se rajó a un empleado y no se extraña nadie ante las camisas de fuerza y las ambulancias. Los loqueros son bien recibidos.
Durante decenios los peritajes en España los ha hecho cualquiera con suficiente vanidad, desfachatez
o arrojo: un anticuario, un librero, un crítico de exposiciones, una guía del Prado de las que van con letrero, un bedel, el expendedor de postales o la asistenta, todo el mundo opinaba y emitía su dictamen y todos los dictámenes iban a misa, no más unos que otros. Alguien que en verdad supiera era impagable, como lo es aún hoy en todas partes del mundo, pero más aquí y entonces. Y mi padre sabía, aún sabe más que la mayoría. Con todo, yo he tenido la duda de si entre sus corrupciones
ligeras no ha habido alguna más grave y de la que no se ha jactado nunca. El experto, aparte de las ya mencionadas, tiene otras dos o tres maneras de enriquecerse. La primera es legal, y consiste en comprar para sí mismo a quien no sabe o está en apuros (por ejemplo durante y después de una guerra, en esos periodos se entregan obras maestras por un pasaporte o por un tocino). Durante años y años Ranz ha ido comprando también para su casa, no solo para quien lo contrataba: a anticuarios, a libreros, a críticos de exposiciones, a guías del Prado de las que van con letrero, a bedeles, a expendedores de postales e incluso a asistentas, a todo tipo de gente, les ha comprado maravillas por cuatro cuartos: con el dinero que le pagaban en Malibú, Boston y Baltimore invertía en arte para sí mismo, o mejor dicho, no invertía o si acaso lo hacía para sus descendientes, ya que jamás ha querido vender nada de su propiedad y seré yo quien venda.
Mi padre posee joyas que no le costaron nada y de algunas de las cuales nada se sabe. En la Kunsthalle de Bremen, en Alemania, desaparecieron una pintura y dieciséis dibujos de Durero en 1945, cuenta la historia que se esfumaron durante los bombardeos o que se los llevaron los rusos, más bien esto último. Entre esos dibujos había uno titulado Cabeza de mujer con los ojos cerrados, otro llamado Retrato de Caterina Cornaro y un tercero conocido como Tres tilos. Yo no afirmo ni niego nada, pero en la colección de dibujos de Ranz hay tres que juraría que son de Durero (pero yo no soy nadie para decirlo, y él siempre se ríe cuando le pregunto, no me contesta), y en uno de ellos se ve una cabeza de mujer con los ojos cerrados, en otro me da el corazón que está el vivo retrato de Caterina Cornaro y lo que veo en el último son tres tilos, aunque no entiendo mucho de árboles. Esto es solo un ejemplo. Habida cuenta de los tan variables precios del mercado del arte, no sé lo que valdrá el conjunto de su colección (mi padre también se ríe cuando le pregunto, y me contesta: «Ya lo sabrás el día que no tengas más remedio que averiguarlo. Esto cada día cambia, como el precio del oro»), pero es posible que no necesite desprenderme más que de una o dos piezas, cuando él muera y vender o no sea asunto mío, para dejar de traducir y viajar si ya no quiero seguir haciéndolo. De los mejores cuadros
que Ranz ha tenido siempre a la vista en casa (a la vista no tantos), a las amistades y visitas les ha dicho invariablemente que se trataba de copias (con alguna excepción razonable: Boudin, Martín Rico y otros semejantes), excelentes copias de Custardoy padre y alguna más reciente de Custardoy hijo.
La segunda manera que de hacerse rico tiene un experto es poner sus conocimientos no al servicio de la interpretación, sino de la acción, esto es: asesorar y guiar a un falsario para que sus obras sean lo más perfectas posible. Es de suponer que el experto que aconseje a un falsificador se abstendrá de informar a nadie sobre esas falsificaciones, las realizadas bajo su supervisión y criterio. Pero en cambio es probable que el falsificador le dé un porcentaje de lo obtenido por la venta de uno de esos cuadros asesorados a algún particular o museo o banco tras el visto bueno de otro experto, como también es probable que el primer experto sí se preste a informar sobre las falsificaciones instruidas por ese otro.
Uno de los mejores amigos de Ranz fue Custardoy padre y ahora lo es Custardoy hijo, ambos copistas magníficos de casi cualquier cuadro de cualquier época, aunque sus mejores imitaciones, aquellas en que original y copia podían ser confundidos, eran de los pintores franceses del XVIII, no muy
apreciados durante mucho tiempo (y que por tanto nadie se molestaba en falsificar) y hoy en día sobremanera, en parte por la revalorización decidida por los propios expertos en recientes décadas.
En la casa de Ranz hay dos copias extraordinarias de un pequeño Watteau y un Chardin mínimo, la primera de Custardoy padre y la segunda de Custardoy hijo, a quien se la encargó hace sólo tres años, o eso dijo.
Custardoy padre tuvo algunos problemas y sustos poco antes de su muerte, hace ya más de diez años: llegó a ser detenido y soltado al poco tiempo sin que se lo procesara: sin duda mi padre hizo llamadas desde su despacho del Prado a personas que tras la muerte de Franco no habían perdido enteramente su influencia.
Pero por buenas cantidades que Ranz fuera ganando e incrementando a través de Malibú, Boston y Baltimore, de Zürich, Montevideo y La Haya, a través de sus favores particulares y sus aún más privados servicios a los vendedores, a través incluso de sus posibles consejos a Custardoy el viejo y quizá ahora ocasionalmente al joven, su fortuna y su exceso consisten, como ya he dicho, en su colección personal de dibujos y cuadros y alguna escultura, aunque no sé todavía ni sabré de momento a cuánto ascienden tal fortuna y tal exceso (espero que a su muerte deje un informe de experto exacto). Él nunca ha querido deshacerse de nada, de ninguna de sus supuestas copias ni de sus seguros auténticos, y en eso hay que reconocer, más allá de sus corrupciones ligeras, la sinceridad de su vocación y su pasión genuina por la pintura. Si bien se mira, regalarnos el Boudin y el Martín Rico enanos por nuestra boda debió de costarle sangre, aunque en casa los siga viendo.
Cuando trabajaba en el Prado recuerdo su pánico a cualquier accidente o pérdida, a cualquier deterioro y al más mínimo desperfecto, así como a los guardianes y vigilantes del museo, a los que, según decía, habría que pagar maravillosamente y procurar tener muy contentos, ya que de ellos dependía no solo la seguridad y el cuidado, sino la propia existencia de las pinturas. Las Meninas, decía, existen gracias a
la benevolencia o perdón cotidiano de los guardianes, que podrían destruirlas en cualquier momento si lo quisieran, por eso hay que mantenerlos orgullosos y alegres y en estado psíquico satisfactorio. Él, con diversos pretextos (no era su tarea, no lo era de nadie), se encargaba de saber cómo les iba la vida a esos vigilantes, si estaban tranquilos o por el contrario alterados, si los agobiaban las deudas o se defendían, si sus mujeres o sus maridos (el personal es mixto) los trataban bien o los brutalizaban, si sus hijos eran motivo de dicha o pequeños psicópatas que los sacaban de quicio, siempre interesándose y velando por ellos para salvaguardar las obras de los maestros, protegerlas de sus posibles iras o arrebatos de resentimiento. Mi padre era bien consciente de que un hombre o una mujer que pasa sus días encerrado en un sala viendo siempre las mismas pinturas, horas y horas cada mañana y algunas tardes sentado en una sillita sin hacer otra cosa que vigilar a los visitantes y mirar las telas (prohibido hasta hacer crucigramas), podía enloquecer y propiciar amenazas o desarrollar un odio mortal hacia esos cuadros. Por esa razón se ocupaba personalmente, durante sus años metido en el Prado, de cambiar cada mes el emplazamiento de los guardianes, para que al menos fueran viendo los mismos lienzos solo durante treinta días y su odio se amortiguara, o bien cambiara de destinatarios antes de que fuera demasiado tarde. La otra cosa de la que era bien consciente era esta: aunque ese guardián sufriera castigo y fuera a parar a la cárcel, si el guardián decidía una mañana destruir Las Meninas, Las Meninas quedarían tan destruidas como los Durero de Bremen si los destruyeron los bombardeos, ya que no habría vigilante para impedir el destrozo si fuera el propio vigilante el que destrozara, con todo el tiempo del mundo para llevar a cabo su fechoría y nadie que lo parara salvo sí mismo. Sería irreversible, no habría manera de recuperarlas.
En una ocasión salió de su despacho casi a la hora de cerrar, cuando la mayoría de los visitantes habían salido, y encontró a un viejo guardián llamado Mateu (llevaba allí veinticinco años) jugando con un mechero no recargable y el borde de un Rembrandt, concretamente el borde inferior izquierdo del titulado Artemisa, de 1634, el único Rembrandt seguro del Museo del Prado, en el que la susodicha Artemisa, con rasgos muy parecidos a los de Saskia, mujer y frecuente modelo del pintor genio, mira de soslayo una enrevesada copa que le ofrece una sirvienta joven arrodillada y casi de espaldas. La escena se ha interpretado de dos formas, como Artemisa, reina de Halicarnaso, en el momento de ir a beber la copa con las cenizas de Mausolo, su marido muerto para quien hizo erigir un sepulcro que fue una de las siete maravillas del mundo antiguo (de ahí mausoleo), o como Sofonisba, hija del cartaginés Asdrúbal, que para no caer viva en manos de Escipión y los suyos, que la reclamaban formalmente, pidió a su nuevo esposo Masinisa una copa con veneno como regalo de boda, copa que según la historia le fue procurada por mor de la fidelidad en peligro, y eso que Sofonisba no había sido solo suya y había estado casada ya antes con otro, el jefe Sifax de los masesilianos, a quien de hecho acababa de robársela el segundo y saqueador marido (susodicho Masinisa) durante la confusa toma de Cirta, hoy Constantina en Argelia. Así, es difícil saber ante el cuadro si en honor de Mausolo va a beber Artemisa maritales cenizas o marital veneno Sofonisba por culpa de Masinisa; aunque por la expresión soslayada de ambas más parece que una u otra fueran a ingerir, no sin vacilaciones, alguna pócima adulterina. Sea como sea, al fondo hay una cabeza de vieja que observa la copa más que a la sirvienta o a la propia Artemisa (de ser Sofonisba, es posible que la vieja le haya puesto el veneno), no se la ve bien del todo, el fondo es una penumbra demasiado misteriosa o está demasiado sucio, y la figura de Sofonisba es tan luminosa y abulta tanto que hace a la vieja aún más dudosa.
En aquella época no había alarmas de incendio automáticas en el Prado, pero sí extintores. Mi padre desenganchó uno que estaba a mano con cierto esfuerzo, y aunque no sabía usarlo, con él malamente oculto a la espalda (tremendo peso de color conspicuo), se aproximó lentamente a Mateu, que ya había achicharrado una esquina del marco y pasaba ahora la llama muy cerca del lienzo, arriba y abajo y de punta a punta, como si quisiera iluminarlo todo, la sirvienta y la vieja y Artemisa y la copa, también una mesa camilla sobre la que hay unos pliegos escritos (la reclamación formal de Escipión acaso) y sobre la que Sofonisba apoya su mano izquierda más bien rolliza.
«¿Qué hay, Mateu?», le dijo mi padre con calma. «¿Viendo mejor el cuadro?» Mateu no se volvió, conocía a la perfección la voz de Ranz y sabía que todos los días, a la salida, se daba una vuelta al azar por algunas salas para comprobar que seguían intactas.
«No», respondió en tono muy natural y desapasionado. «Estoy pensando en quemarlo.»
Mi padre, contaba, podría haberle dado un golpe en el brazo y haber hecho caer el mechero al suelo,
ya inofensivo, y luego haberlo alejado de una hábil patada. Pero tenía las manos ocupadas por el extintor a la espalda, y además la sola posibilidad de fallar y aumentar el enfado del guardián Mateu le hizo desistir de probar la suerte.
Pensó que quizá era mejor entretenerlo sin que aplicara la llama (ardiendo sustancias bituminosas) hasta que al mechero no recargable se le acaba la carga, pero eso podía durar demasiado si por desgracia el encendedor estaba recién comprado. También pensó en pedir auxilio a voces, alguien aparecería, sería reducido Mateu y el fuego no se propagaría a otros cuadros, pero en ese caso adiós al único Rembrandt seguro de mano de Rembrandt del Prado, adiós a Sofonisba y adiós a Artemisa, e incluso a Mausolo y a Masinisa y a Saskia y a Sifax. Volvió a preguntarle. «Pero hombre, Mateu, ¿tan poco le gusta?» «Estoy harto de esa gorda», contestó Mateu. Mateu no aguantaba a Sofonisba. «No
me gusta esa gorda con perlas» insistió (y es verdad que Artemisa está gorda y lleva perlas al cuello y sobre la frente en el Rembrandt). «Parece más guapa la criadita que le sirve la copa, pero no hay manera de verle bien la cara.»
Mi padre no pudo evitar dar una respuesta burlona, es decir, sorprendida y lógica: «Ya», dijo, «fue pintado así, claro, la gorda de frente y la sirvienta de espaldas.» El pirómano Mateu apagaba de vez en cuando el mechero durante unos segundos, pero no lo apartaba del lienzo, y al cabo de esos segundos volvía a encenderlo y a calentar el Rembrandt.
A Ranz no lo miraba.
«Eso es lo malo», dijo, «que fue pintado así para siempre y ahora nos quedamos sin saber lo que pasa, ve usted, señor Ranz, no hay forma de verle la cara a la chica ni de saber qué pinta la vieja del fondo, lo único que se ve es a la gorda con sus dos collares que no acaba nunca de coger la copa. A ver si se la bebe de una puta vez y puedo ver a la chica si se da la vuelta.»
Mateu, un hombre acostumbrado a lo que es la pintura, un hombre de sesenta años que llevaba veinticinco en el Prado, de pronto quería que siguiera la escena de un Rembrandt que no entendía (nadie lo entiende, entre Artemisa y Sofonisba hay un mundo de distancia, la distancia entre beberse a un muerto y beber la muerte, entre aumentar la vida y morirse, entre dilatarla y matarse). Era absurdo, pero Ranz todavía no renunció a razonarle:
«Pero comprenda que eso no es posible, Mateu», le dijo, «las tres están pintadas, ¿no lo ve usted?, pintadas. Usted ha visto mucho cine, esto no es una película. Comprenda que no hay manera de verlas de otro modo, esto es un cuadro. Un cuadro.»
«Por eso me lo cargo», dijo Mateu, de nuevo con el mechero encendido acariciando la tela.
«Además», añadió mi padre intentando distraerlo y por un prurito de exactitud (es pedante mi padre), «lo de la frente no es un collar, sino una diadema, aunque sea también de perlas.»
Pero a esto Mateu no hizo caso. Se sopló mecánicamente unas motas del uniforme.
El extintor sujetado a pulso le estaba destrozando a Ranz las muñecas, así que renunció a ocultarlo y pasó a sostenerlo entre sus brazos como a un bebé, su color carmín bien visible. El vigilante Mateu reparó en el aparato.
«Oiga oiga, pero qué hace con eso», le reprochó a mi padre. «¿No sabe que está prohibido desmontarlos?»
Mateu se había vuelto por fin al oír el estruendo provocado por el torpe manejo del extintor, que en su trayecto de la espalda a los brazos dio contra el suelo haciendo saltar astillas, pero mi padre no se atrevió a valerse de aquel momento de alarma. Le dio que pensar, sin embargo.
«No se preocupe, Mateu», le dijo, «me lo llevo porque hay que arreglarlo, este no marcha.» Y aprovechó para dejarlo en el suelo con gran alivio. Sacó el pañuelo de seda color cereza que llevaba como ornamento en el bolsillo de la chaqueta y se secó la frente, un pañuelo de tacto y color agradables, era de adorno más que de uso, hacía juego con el extintor.
«Le digo que me lo cargo», repitió Mateu, y le tiró un amago con el encendedor a Saskia.
«El cuadro tiene mucho valor, Mateu. Millones vale», le dijo Ranz probando a ver si la mención del dinero le hacía recobrar el juicio.
Pero el guardián seguía jugando con el mechero, encendiéndolo y apagándolo y encendiéndolo, se decidió a chamuscar más el marco, un marco muy bueno, antiguo.
«Encima eso», contestó despectivo. «Encima esa mierda de gorda vale millones, hay que joderse.»
El buen marco ennegrecido. Mi padre pensó en mencionarle ahora la cárcel, pero lo descartó al instante. Pensó un momento, pensó otro momento y por fin cambió de táctica. De pronto recogió el extintor del suelo y le dijo:
«Tiene usted razón, Mateu, le doy la razón. Pero no lo queme porque se podrían incendiar otros cuadros. Déjeme hacer a mí. Me lo voy a cargar con el extintor este, que pesa lo suyo. A la gorda le va a caer un buen peso encima y se va a ir a la mierda».
Y Ranz alzó el extintor y lo sostuvo en alto con las dos manos como un levantador de pesas, dispuesto a arrojarlo con gran violencia contra Sofonisba y contra Artemisa.
Fue entonces cuando Mateu se puso serio.
«Oiga oiga», le dijo Mateu serio, «pero qué va a hacer usted, que así va a dañar el cuadro.»
«Lo machaco», dijo Ranz.
Hubo un momento de vacilación, mi padre con los brazos en vilo soportando el extintor tan rojo, Mateu con el mechero en la mano aún encendido, en vilo la llama que vacilaba. Miró a mi padre, miró al cuadro. Ranz no podía aguantar más el peso. Entonces Mateu apagó el mechero, se lo echó al bolsillo, abrió los brazos como un luchador y le dijo conminatorio:
«Quieto ahí, quieto, ¿eh? No me obligue».
Mateu no fue despedido porque mi padre no informo de aquel episodio, tampoco lo denunció a él el guardián por haber querido pulverizar el Rembrandt con un extintor averiado.
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