Vista virtual de la exposición
El pasado 20 de octubre Patrimonio Nacional presentó al público la exposición Arte contemporáneo
en Palacio. Pintura y Escultura en las Colecciones Reales, que se podrá visitar hasta el 28 de febrero de 2016 en la Sala de Exposiciones Temporales del Palacio Real de Madrid. Dentro de ella, y en un lugar destacado (como puede verse aquí), se muestran dos obras de José Guerrero, cuyas fichas para el catálogo ha redactado Yolanda Romero.
Un extracto de una de ellas está contenida en el microsite que la institución ha diseñado al efecto [cfr. La Chía])
La otra la publicamos a continuación, gracias a la generosidad de autora y editores.
Jose Guerrero
La oferta, 1969
En 1965, después de residir en Nueva York durante quince años, Guerrero y su familia regresan a España para establecerse durante algo más de tres años en Madrid, pasando algunas temporadas en Cuenca y en Frigiliana, donde adquirió un pequeño cortijo rodeado de tierras de cultivo, a tan solo unos kilómetros del mar Mediterráneo. Guerrero no había elegido azarosamente ese lugar, sino que
lo hizo animado probablemente porque algunos de sus amigos de Nueva York, como la familia García Lorca o la de Jorge Guillén, aprovechando una cierta apertura del régimen franquista, ya pasaban largas temporadas en esta zona, aún no arrasada por el turismo. La cercanía con Granada, en donde residía su madre, que tanto le animó en su juventud a continuar con la pintura, también debió de pesar en esta decisión.
Su regreso a España pudo estar motivado por diversas circunstancias. Por una parte la llegada del pop, que afectó negativamente a todos los pintores abstractos de Nueva York; por otra, la ruptura con su galería neoyorquina[1] y, por último, tal vez, el deseo de encontrar un lugar en la vida artística española que, por aquellas fechas, mostraba signos de cambio gracias a las actividades del grupo El Paso y al núcleo de artistas agrupados en torno al Museo de Arte Abstracto de Cuenca, con los que Guerrero conectó de inmediato. A ello cabe añadir su incorporación a la galería de Juana Mordó que en el año 1964 ya lo incluye en la exposición inaugural de su galería y que le dedicará su primera individual en Madrid tan solo unos meses después.
El regreso de José Guerrero a España, que estuvo precedido de diversas estancias veraniegas entre 1962 y 1964, inaugura un periodo de gran fertilidad en su obra. Tras una intensa vida urbana en el Nueva York de los años cincuenta, el retorno a su país natal conecta al artista con los recuerdos de
su infancia y adolescencia, y le brinda especialmente un mayor contacto con la naturaleza y la cultura rural. Además, en lo artístico, le conduce a una obra más serena, más condensada, lejos del gesto desbordante propio del expresionismo abstracto:“Una de las influencias mas fuertes viene de la observación continua de estar en contacto con la naturaleza –cielo-tierra-agua y fuego. Inconscientemente estos elementos se reflejan en mis obras y creo que se ven también en mis formas, espacios y colores.
Estos dos últimos años yo trabajo en España. El ambiente es totalmente diferente. Tal vez hay menos estimulo y excitación exterior, pero hay una proximidad más cercana a las raíces de la vida. Para mí
ha sido como volver a vivir en mis propias raíces.”[2]
En este regreso a sus raíces será fundamental el viaje que en el verano de 1965 realiza junto con su esposa Roxane y el fotógrafo de la revista Life, David Lees, para documentar el artículo que la mujer del artista escribiría para la mencionada revista con motivo del treinta aniversario del asesinato de Federico García Lorca. Juntos viajaron entre julio y agosto de 1965 por diversos puntos de un territorio en el que se sucedían imágenes de la naturaleza, de los pueblos y ciudades de la Andalucía de los años sesenta. Muchas de las impresiones de este viaje, relacionadas con diversos lugares lorquianos (Granada, Víznar, Ronda, Jerez de la Frontera, Cádiz, Jaén) quedaron recogidas por Guerrero en cuarenta dibujos que constituyeron la base para composiciones posteriores, un recurso, por otra parte, muy utilizado por el pintor.[3] La visita al barranco de Víznar, paisaje final de la
siniestra muerte del poeta, quedó recogida en varios de estos apuntes anunciadores de la composición final de un cuadro decisivo en su pintura: La brecha de Víznar. Seguramente el artista tuvo que recordar, al acometer aquellos dibujos, su experiencia en el frente militar dibujando panorámicas, treinta años antes.[4] Y es que este viaje debió de ser importante para Guerrero por diversas razones. Por una parte, le permitió enfrentarse directamente con el recuerdo y las vivencias de la Guerra Civil y trascender el trauma de la muerte, que le había acompañado desde su juventud. Por otra, también significó el descubrimiento de la naturaleza en el sentido en que fue asumido por otros pintores de la Escuela de Nueva York. «Para los expresionistas abstractos (como ha señalado Stephen Polcari) la naturaleza es, de muchas formas, humanidad, un alter ego metafórico. La Naturaleza es la naturaleza humana».[5]
El análisis de La brecha de Víznar, y de los apuntes que realizó durante su viaje lorquiano[6], revelan de que manera Guerrero afronta el estudio del paisaje, que en estos años se convierte en uno de sus temas predilectos. Guerrero descomponía la visión de la naturaleza mediante formas planas, atravesadas por flechas y líneas que indican las tensiones, o salpicadas por pequeñas pinceladas
que el mismo identifica como olivos, palomas, toros o cabras. Muchas de las pinturas de finales de los años sesenta, no harán sino recoger y desarrollar las enseñanzas y hallazgos derivados de La brecha de Víznar.
La oferta (1969), es una de ellas. Su concepto responde en buena medida a estos modos de abordar el paisaje, o la emoción del paisaje, por parte del artista, a base de formas planas, colores rotundos y deslumbrantes, y pequeñas pinceladas que introducen la tensión y el movimiento en la obra. Aunque La oferta fue pintada seguramente ya en Nueva York, a donde la familia se traslada de nuevo a
finales del año 68, fue concebida, sin embargo, en estos años de estancia en España, como revela la existencia de un dibujo previo que el artista traslada al lienzo de forma casi literal. El recurso al dibujo como laboratorio en el que concibe composiciones que luego desarrolla en las telas a mayor escala, nos habla de los modos de pintar del artista, muy alejados de la supuesta espontaneidad atribuida a los expresionistas abstractos de la Escuela de Nueva York. Guerrero, como muchos otros artistas de su generación, participó de la pintura controlada de la que hablaba Meyer Schapiro y optó por sacrificar la gestualidad desbordante en favor de «la composición ordenada». El artista, observa minuciosamente su pintura durante largos periodos de tiempo y la modifica hasta conseguir su gesto, su marca reconocible:
“Para pintar, suelo trabajar con ocho o diez telas a la vez. Las pongo en el suelo, les echo mucho aguarrás y después las levanto y las pongo en la pared. Echo los tarros de color como una primera mano: es el intento de color. Llego al estudio y miro las telas; no subo «a pintar» sino a observarlas. Veo entonces que hay que hacer algo en ellas, y eso es lo que me interesa. Observo la relación entre ellas porque hay una unidad bastante grande. Me planteo, por ejemplo, un cuadro con tres colores, o verde, o rojo. Entonces tengo en la paleta solo los verdes o los rojos, según sea el cuadro. Cada
color tiene tres tonos por lo menos. Los termino en la pared o en el suelo, depende. Muchas veces los cuadros te pueden, se te encabritan y echan encima y tú no puedes con ellos”.[7]
Nos interesa señalar también como Guerrero trabaja al tiempo en grupos de pinturas que mantienen, como él mismo señala, una unidad, una coherencia. La oferta, como Paisaje horizontal, Pelegrinaje, Este Azul, o Cuenca, todas ellas pintadas en 1969, participan de muchas características comunes: son claros ejemplos de esa “pintura controlada” que el artista practicaba, se organizan en torno a ejes horizontales, no utilizan más de tres colores en la composición, casi todas se han ensayado en
dibujos o bocetos previos y comparten un fuerte componente paisajístico. Y si este conjunto de obras representa el final de una etapa, la del reencuentro con su memoria, también podemos afirmar que constituye el inicio de otra nueva que desarrollará a partir de la década de los setenta, de ahí su gran interés.
La trayectoria de Guerrero ha estado marcada en muchas ocasiones por sus desplazamientos. El propio Guerrero contaba cómo cuando volvió a América, en 1968, la gente no reconocía sus nuevos trabajos. Las pinturas de finales de los sesenta habían llevado al artista hacia una obra más construida y arquitectónica, más tranquila, más concentrada, que anunciaba una nueva forma de abordar su pintura y que desembocará en la serie de las fosforescencias. Como años más tarde declaró: “el arte es una aventura en un mundo desconocido que sólo pueden explorar los que estén dispuestos a correr riesgos”. Y eso fue lo que siguió haciendo en los años siguientes, en los que el artista reinventó su pintura, alejándose de cualquier manierismo.
Yolanda Romero
[1] Tras diversos desacuerdos, Guerrero abandonará la galería de Betty Parsons en 1963.
[2] En Ideas sobre Arte, C-3/P-16. Archivo José Guerrero, Granada
[3] Guerrero recurrió a lo largo de toda su carrera al uso de dibujos, gouaches y collages para estudiar composiciones que luego trasladaría en ocasiones de forma casi idéntica al lienzo.
[4] Guerrero pasó la Guerra Civil en el frente de Ceuta, según él ha contado, dibujando panorámicas.
[5] Sthephen Polcari: Abstract Expresionism and the Modern Experience, Cambridge: Cambridge University Press, 1991.
[6] Estos dibujos, junto a la Brecha de Víznar, han sido mostrados por primera vez en la exposición José Guerrero. The Presence of Black, 1950-1966, celebrada en el Palacio de Carlos V y el Centro Jose Guerrero de Granada en 2014.
[7] Texto de José Guerrero en El arte visto por los artistas: la vanguardia española analizada por sus protagonistas, (ed. Francisco Calvo Serraller), Madrid: Taurus, 1987.
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