No hace mucho, el 1 de diciembre solía ser también conocido como El día sin arte, el único día del año en el que los museos cerraban, negaban o dificultaban el acceso a sus colecciones y exhibiciones para recordar que el SIDA había afectado a demasiados miembros de la comunidad artística. Uno de los pocos eventos internacionales en los que la finalidad no era la celebración festiva y carnavalesca de la cultura pública en los tiempos de su extinción (piénsese en el día de los museos o en la noche en blanco), sino la escenificación de un episodio de tragedia y pérdida en el espacio colectivo. En este sentido, se trata del único acto, si no me equivoco, en el que la institución arte decide frenar y alterar conscientemente su funcionamiento para mostrarse como un lugar del recuerdo de la ausencia de artistas, constituirse en un espacio para el duelo, a la vez que éste sucede en el resto de la esfera pública. Este artículo del New York Times de hace más de una década describe cómo era aquel 1 de diciembre.
A día de hoy, son pocas las instituciones que siguen recreando ese espacio de recuerdo, y El día sin arte ha dejado prácticamente de existir. Mientras que son varios los museos que se preguntan por qué, quizá sea buen momento para evaluar las causas del olvido de esta conmemoración de la pérdida, puesto que hacerlo es, sin duda, intentar plantear los errores de la institución en su relación con lo público.
Decía Douglas Crimp, aquí, que hay un gran problema con las instituciones artísticas: piensan que la representación se reduce a un gesto o a un acto simbólico ocasional, pero no entienden que toda institución es continuamente una representación. El día sin arte, venía a decir Crimp, es un ejemplo perfecto de este exorcismo del trauma en el símbolo: en su temporalidad tan específica, evitaba que la institución decidiera y tomara conciencia día a día sobre su relación con el SIDA; en su carácter tan reducido, parecía plantear que la vida de los artistas valía más que la de cualquier otro colectivo afectado por el SIDA, que su pérdida siempre era más dolorosa que la de cualquier otro sujeto y, en su aislamiento social, planteaba el SIDA como único problema susceptible de ser representado, al menos durante un día, en el espacio del museo. Por qué no un día dedicado a los fallecidos en la guerra de Irak, o a las víctimas del terrorismo o a las de la violencia machista, viene a ser la conclusión. Sin embargo, el problema es otro, y es el límite que la propia institución está dispuesta a ceder para representar la pérdida. Crimp comenta cómo la elección de un gesto es un acto hermético, sin sentido e indescifrable. Cuando el Metropolitan decide descolgar por ese día el Retrato de Gertrude Stein de Picasso, Crimp preguntaría al museo: por qué no lo mantenéis así todo el año. El museo, escribe Crimp, contestaría sin dudarlo: por qué sentir esa enorme pérdida por tanto tiempo. Entonces, concluye Crimp, quizá la institución comenzaría a sentir lo que hemos sentido todos estos años.
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