A propósito de Bernard Plossu
La fotografía de arquitectura
La fotografía de arquitectura, tal como la conocemos en su concepción más técnica, representa en imágenes el espacio construido con la intención de explicarlo. Al mostrar dicho espacio en su detalle más preciso se acaba elaborando un registro, en ocasiones manipulado de forma evidente, capaz de transmitir una idea casi publicitaria o forzadamente elogiosa del mismo.
La arquitectura y la fotografía, no obstante, mantienen también otro tipo de relaciones en las que la primera sirve de materia prima vital para la segunda sin necesidad de tener que ser explicada, sino generando mediante la evocación una creación novedosa. Es en este encuentro donde se produce la colaboración más fértil entre ambas: el momento de la aparición del lenguaje poético.
Las imágenes de Bernard Plossu que conforman la exposición Madrid, comisariada por Rafael Doctor Roncero y que puede verse hasta el próximo 17 de septiembre en la sala El Águila (calle Ramírez de Prado, 3, Madrid), pertenecen sin duda a este segundo grupo. Imágenes que, a partir de una realidad urbana, social y arquitectónica profundamente sentida durante décadas, componen un material imaginal en el que la ciudad vuelve a crearse por primera vez, como si nunca antes hubiese sido vista.
El accidente, el alma y la agudeza
Afirma Plossu: «El accidente es necesario en la fotografía. No importa si una imagen está enfocada o borrosa. Es su alma lo que importa, no su agudeza». Esta idea cobra todo su sentido cuando nos situamos frente a las imágenes madrileñas del fotógrafo. Imágenes de apariencia accidental, casi descuidada a veces, donde la espontaneidad de algún milagro cotidiano empapa el tiempo detenido de la propia captura. Imágenes que revelan algunas claves del alma de Madrid. O del alma concreta de un mirador de Madrid. Del alma de quienes miramos al mirador de Madrid.
Se trata de una ciudad tosca, deslavazada, generosa, brillante, sin límite, sin ataduras, abierta y pueblerina, secreta y universal. Ese Madrid de Plossu, sin pretensiones ni ambages, queda extraordinariamente retratado en las palabras iniciales con las que Doctor Roncero abre el catálogo de la muestra: «Qué difícil me resulta hablar de Madrid. Llevo meses intentándolo y no me siento satisfecho con ese desorden que se me viene a la cabeza cuando trato de poner en palabras mi sentir por esta ciudad. Qué difícil se me hace hablar sobre esta madrastra mía —perdona que te lo robe, Blas de Otero—, pues aunque Madrid suena más a madre, es para mí la extraña madrastra a la que no puedo dejar de llegar, pero de la que tampoco puedo dejar de huir».
Conceptualmente, podríamos decir que el Madrid de Plossu es borroso en sus bordes pero muy nítido en el foco de atención. Los márgenes de su sentido se sostienen en lo nebuloso, por lo que el misterio que se revela se enraíza en la tierra fresca de nuestras propias evocaciones. Su imperfección y aparente azar se precipita por la acumulación de un sentimiento: el de una mirada sin prejuicio ante corrientes o tendencias. Su imagen es una nota a pie de página que resulta más valiosa que el grueso tomo que la alberga.
El poder del viaje
Es en 1973 cuando Bernard Plossu llega a Madrid por primera vez, invitado a colaborar en la revista Nueva Lente, una publicación que en sólo dos años había ocupado un lugar destacado en lo que a la experimentación de la imagen se refiere. Madrid, como algunos otros lugares en España, ejercería una particular fascinación sobre el fotógrafo, hasta convertirse en un campo de pruebas para un particular diario de imágenes, instantes, fragmentos. El trabajo de Plossu es el trabajo del músico de pequeñas canciones, no el del compositor de la gran y ampulosa sinfonía. Piezas breves, minúsculas, pero capaces de hacernos percibir lo que a menudo pasa imperceptible ante nosotros. Tras asomarnos a sus ventanas, podemos imaginar, ciertas o no, las historias del atento viajero. Lo recurrente, lo espontáneo, lo que, en palabras de Antonio Jiménez Torrecillas se podría definir como la poesía de lo pragmático. Su Madrid estalla en una aparente ligereza, en su falta de pose o artificio, para crear ante nosotros de nuevo la ciudad como si de un mago o un demiurgo sin fama se tratase.
Afirma Plossu: «Viajar no sólo nos enseña fotografía, nos enseña a vivir. Cuando uno es joven, viajar es necesario para aprender de qué va el mundo. Otros idiomas, pero también, otros estilos de vida, otros olores, otros alimentos. Alejarse de la comodidad. Hay que olvidar la vida ordenada y partir a cualquier lugar. Dejarse seducir por las sorpresas. Siempre intentar llegar al final del camino, donde terminan los mapas, donde no hay ya nada. Más tarde, con la edad, podemos viajar por nuestro propio país para redescubrir nuestras raíces».
Cuánta cercanía con las palabras del arquitecto Antonio Jiménez Torrecillas en relación al valor del viaje: «El viaje desvela siempre dos mundos: el lugar hacia donde el viajero se dirige, y el suyo propio. Un nuevo mundo que está a punto de descubrirse y que, afortunadamente, agranda el de origen. El viajero aprende, sobre todo, a ver su propia vida a la luz de otras. El viaje le habla de su propia realidad, a través de todo aquello que está por llegar. Le muestra más claramente la forma que él mismo tiene de hacer las cosas. La finalidad del viaje no es otra que la de encontrarse a sí mismo, en intimidad, desde la profunda individualidad. Contemplar a los demás como individuos le ayuda a comprenderse como parte del mundo».
El Madrid de Plossu
Nos dice Rafael Doctor Roncero, acerca de Madrid, en el catálogo de la exposición: «Ciudad inducida desde mi pueblo manchego, destino no sé si elegido, no sé si deseado, patria grande impuesta a la que al final acaba uno amando, sucumbiendo también». Para continuar con las líneas de un auténtico poema: «Ciudad anodina donde la vida se mastica a cada segundo, en cada boca, en cada alma /Ciudad de nadie, ni de los españoles mismos /Ente que a todos acoge pues no tiene demasiado que proteger».
Hablar del Madrid de Plossu es hablar de la verdad de su imagen. Una verdad que no es descriptiva o meramente descriptiva, sino profundamente creadora y subjetiva. Es la imagen de lo espontáneo, la de la propia sorpresa constante de la vida, la del valor de lo real.
Dice, acerca de la idea de poesía, Mariano Peyrou: «¿La poesía sirve para algo? Esa pregunta surge de un enfoque pragmático y materialista. ¿La libertad sirve para algo? La poesía sirve para combatir ese enfoque repugnante: reivindica la utilidad de lo aparentemente inútil». Si cambiásemos la palabra poesía por fotografía, y aplicásemos la frase al Madrid de Plossu, la afirmación continuaría teniendo su sentido completo.
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