Me llamo rojo, Orhan Pamuk, editorial Debolsillo, 616 páginas, 2009.
La obra de Ferit Orhan Pamuk (Estambul, 1952) se sitúa, como su propio país, en la frontera entre Oriente y Occidente. Influenciado por James Joyce, Vladimir Nabokov o Thomas Mann, sus novelas se identifican con el misterio embrujado y complejo de la tradición literaria oriental, al que dota de elementos eminetemente occidentales cifrados en torno a la novela negra y al despliegue de la intriga. Me llamo rojo es quizá la primera obra relevante del escritor turco, y con ella iniciaría el camino que le conduciría a ganar el Premio Nobel de 2006. Se trata de una novela polifónica narrada por que varios ilustradores otomanos, que en 1591 tratarán de dilucidar el asesinato de uno de ellos. No serán solo los ilustradores quienes hablen, sino también objetos y pinturas los que lo hagan (sin ir más lejos, el nombre de la novela hace referencia a una tinta), recurso propio de la tradición oriental que en la literatura de Pamuk adquiere visos surrealistas. Ofrecemos un fragmento en el que un árbol pintado toma la palabra para hacer su aportación a esta novela puzzle que, a pesar de caer en ocasiones en el tópico, ha sido catalogada por muchos críticos como «artefacto literario total». En Me llamo rojo se dan la mano la novela negra, la historiografía, la filosofía, y sobre todo, el arte, cuya diferente concepción en Occidente y Oriente impulsará la intriga de la historia y se convertirá en metáfora de la difícil (pero también fértil) convivencia que ambas culturas tienen en la propia ciudad natal del escritor.
10. Soy un árbol
Soy un árbol, estoy muy solo. Cuando llueve, lloro. Por el amor de Dios, prestad atención a lo que voy a contaros. Tomaos vuestros cafés para que se os quite el sueño, que se abran vuestros ojos, miradme bien despiertos para que pueda contaros por qué estoy tan solo.
- Dicen que he sido pintado a toda prisa en papel bastoy áspero para que el maestro narrador tenga tras él la imagende un árbol. Eso es cierto. Ahora, junto a mí, no hay ni otros árboles esbeltos, ni plantas de siete hojas de la estepa, ni rocas negras retorcidas que a veces se parecen al Diablo y otras a un hombre, ni nubes chinas rizadas en el cielo. Sólo el suelo, el cielo y yo, y la línea del horizonte. Pero mi historia es más complicada.
- Como árbol, es evidente que no tendría por qué formar parte de un libro. Ahora bien, como pintura de un árbol que soy, me incomoda no estar en cualquier página de un libro. Se me ocurre que si no reflejo algo en un libro, podrían colgarme de la pared como hacen los idólatras y los infieles y postrarse ante mí. Que no se entere la gente del maestro de Erzurum, pero eso me enorgullece en secreto aunque luego me avergüence y me dé miedo.
- La razón fundamental de mi soledad es que ni siquiera yo sé de qué historia formo parte. Iba a ser parte de una, pero me caí de ella como una hoja. Voy a contároslo:
HISTORIA DE MI CAÍDA DE MI HISTORIA
COMO HOJA QUE CAE DEL ÁRBOL
Hace cuarenta años, Tahmasp, el sha de los persas, que era tanto el mayor enemigo del Otomano como el rey más amante de las ilustraciones que existió sobre la faz de la Tierra, empezó a mostrar síntomas de senilidad y lo primero que le ocurrió fue que dejaron de interesarle las diversiones, el vino, la música, la poesía y la pintura. Cuando abandonó también el café, su mente dejó de funcionar. Poseído por las aprensiones de todo viejo de alma negra y cara larga, trasladó la capital de Tabriz, que por entonces era territorio persa, a Kazvin con la idea de estar todo lo lejos posible de las tropas otomanas. Cuando envejeció aún más fue poseído por un demonio, sufrió una crisis nerviosa y renunció completamente, como si fueran las mayores de las blasfemias, al vino, a los efebos y a la pintura, todo lo cual es una buena prueba de que tan Enaltecido Sha había perdido completamente la cabeza después de perder el gusto por el café.
Y fue así como los encuadernadores, calígrafos, iluminadores e ilustradores que con sus manos milagrosas habían estado creando las mayores maravillas del mundo durante veinte años en Tabriz se dispersaron de ciudad en ciudad como una bandada de palomas. El sultán Ibrahim Mirza, sobrino y yerno del sha Tahmasp, invitó a los más brillantes de ellos a Meshed, de donde era gobernador, les instaló en sus talleres y les encargó que escribieran los siete mesnevi de Heft Evreng de Câmi, el mejor poeta de Herat en tiempos de Tamerlán, y así comenzaron a hacer un maravilloso libro ilustrado. El sha Tahmasp, que quería pero envidiaba a su inteligente y agradable yerno y que lamentaba haberle entregado a su hija, se sintió consumido por los celos cuando oyó hablar de tan prodigioso libro y, enfurecido, depuso a su sobrino como gobernador de Meshed y lo desterró a la ciudad de Kain y posteriormente, en otro ataque de furia, a la todavía más pequeña ciudad de Sebzivar. Así, los calígrafos e ilustradores de Meshed se dispersaron por otras ciudades y países, por los talleres de otros sultanes y príncipes.
Pero, por un milagro, el maravilloso libro del sultán Ibrahim Mirza no se quedó a medias porque tenía a su servicio a un leal bibliotecario. Este hombre montaba a caballo e iba hasta Shiraz porque allí se encontraba el mejor maestro dorador, luego llevaba dos páginas a Isfahán porque había un calígrafo que escribía la más elegante letra nestalik, después cruzaba las montañas y subía hasta Bujara para que hiciera el encuadre de la pintura y dibujara los personajes el mayor maestro de los ilustradores, que trabajaba para el jan de los uzbecos; bajaba a Herat y entonces hacía que uno de los viejos maestros medio ciegos trazara de memoria las curvas de hojas y hierbas onduladas; en la misma Herat pasaba por casa de otro calígrafo y le encargaba que escribiera con letra rika dorada la inscripción que se encontraba sobre la puerta que había en la escena; y de nuevo al sur, a Kain, y allí le mostraba al sultán Ibrahim Mirza la página que había completado a medias tras seis meses de viaje consiguiendo que el sultán le felicitara.
Comprendieron que, de seguir así las cosas, jamás conseguirían terminar el libro, así que contrataron correos tártaros. Le entregaron a cada uno de ellos, junto con la página en la que querían que se dibujara y escribiera, una carta en la que se le describía al artista lo que se pretendía de él. Y así los correos recorrieron los caminos del país de los persas, del Jurasán, de la tierra de los uzbecos y la Transoxiana llevando con ellos páginas del libro. La preparación de éste se aceleró gracias a los correos. A veces el página cincuenta y nueve se encontraba con el ciento sesenta y dos en un caravasar en una noche nevada en la que se podían oír los aullidos de los lobos, se enzarzaban en una alegre conversación, comprendían que trabajaban para el mismo libro, sacaban las páginas de sus respectivas habitaciones e intentaban comprender a su albur a qué parte de qué mesnevi correspondía cada una de ellas.
Yo también debería haber estado en una de las páginas de ese libro del cual he sabido hoy con tristeza que ya ha sido terminado. Por desgracia, una noche fría de invierno, unos ladrones le cortaron el camino al correo tártaro que me transportaba a través de los pasos de unos riscos. Primero le dieron una paliza al pobre tártaro y luego le despojaron de todo lo que llevaba a la manera de los bandoleros, lo violaron y lo mataron despiadadamente. Por eso ni siquiera yo sé de qué página me he caído. Os ruego que me observéis y que me respondáis: ¿Quizá daría sombra a Mecnun cuando visitara a Leyla en su tienda disfrazado de pastor? ¿Me fundiría con la noche para reflejar la oscuridad de espíritu del desesperado o del incrédulo? ¡Me habría gustado acompañar la felicidad de dos amantes que tras huir del mundo y cruzar los mares encuentran la paz en una isla rebosante de aves y frutas! Me habría gustado darle sombra en sus últimos momentos al moribundo Alejandro, que murió después de que la nariz le sangrara durante días a causa de una insolación mientras descubría el mar del Indo. ¿O acaso serviría para sugerir la fuerza y la provecta edad del padre que aconseja a su hijo sobre la vida y el amor? ¿A qué historia le añadiría significado y elegancia?
Uno de los ladrones que habían matado al correo y que me llevaban cruzando montañas y ciudades demostraba de vez en cuando la suficiente delicadeza como para darse cuenta de mi valor y comprender que resulta más placentero mirar la imagen de un árbol que un árbol en sí, pero como no sabía qué parte de qué historia era dicho árbol, se aburría rápidamente de mí. El bandido no me rompió ni me tiró después de haberme llevado de ciudad en ciudad, tal y como yo me temía, sino que me vendió en una posada a un hombre refinado a cambio de una jarra de vino. Aquel pobre hombre lloraba algunas noches y me miraba a la luz de las velas. Cuando murió de melancolía, vendieron sus posesiones. Gracias al maestro narrador que me compró entonces, he podido llegar hasta Estambul. Ahora soy muy feliz, me siento honrado de estar esta noche entre vosotros, ilustradores y calígrafos de manos milagrosas, ojos de águila, voluntad de hierro, muñecas airosas y almas sensibles del Sultán Otomano, y os ruego, por el amor de Dios, que no creáis a los que dicen que fui dibujado a toda prisa por un maestro pintor para que me colgaran en una pared.
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