El pasado viernes 23 de octubre conseguí una de las veinte entradas para el primero de los tres conciertos acústicos que el Centro Guerrero tiene planeado ofrecer este otoño para celebrar su vigésimo aniversario. Las actuaciones pertenecen a la Colección de Canciones Populares Modernas, un ciclo concebido para que relevantes músicos de la escena granadina interpreten sus canciones de la forma más cruda y sencilla, sin apenas producción ni arreglos. Lo más curioso de la propuesta es que el espectador solo sabe qué artista ha ido a ver una vez que se sienta en la butaca y empieza la música, una idea con la que se pretende incidir en el verdadero espíritu que habita el concepto de música popular.
Antes de entrar en el museo me siento en las escaleras de las Pasiegas y miro a la gente embozada que pasea o se sienta a contemplar la plaza. A mi derecha unos tineiyers fuman mientras deciden dónde tomarse una cerveza. Lo hablan en voz baja, casi como una milicia arrebujada tras una trinchera. Una pareja de jóvenes padres, enfrente, consuela a su hija, que ha trastabillado y caído a plomo sobre el suelo mientras jugaba en los pulidos escalones de la Catedral. Más lejos, en las esquinas (en Pasiegas, pero también en Bib-Rambla y Alonso Cano), se repite un rito que debe de estar reproduciéndose, tan descontextualizado y automatizado como aquí, en miles de plazas del planeta: grupos de niñas de doce o trece años bailan mientras se graban con sus móviles, quizá soñando con salir de su particular condición de personas anónimas y felices cuando cuelguen sus vídeos en TikTok. Al comprobar cuántos grupos hay y cuántas niñas en cada uno de esos grupos, pienso que el desaforado culto al yo que vivimos en esta rabiosa contemporaneidad nos va a terminar de desvincular de la cultura.
Soy un reaccionario, pero de la izquierda, dijo Woody Allen en una de sus películas. En los setenta la contradicción tenía gracia. En este siglo la paradoja se ha convertido en concepto y ha dejado de tener gracia a medida que ha empezado a cobrar sentido. Sé que me posiciono en un lugar difícil, que me pueden confundir con el adalid de la nueva senectud emergente, pero cuando las innovaciones no nos invitan sino a involucionar, ser reaccionario se convierte por fuerza en una forma de resistencia progresista. Porque si la cultura se define a través de nuestro secreto afán por diluir en ella la identidad de quienes la componemos, si a esa cultura le damos identidad, forma y carácter precisamente prescindiendo de nuestros yoes, cediéndoselos de alguna forma, ¿qué es exactamente lo que hacen estas niñas sino invertir el sentido y anular el proceso? Hoy muchas innovaciones culturales parecen diseñadas para convertirnos en objetos y explotar nuestro deseo como un forúnculo, haciendo que el significado de la palabra cultura remita en realidad a un significante bastardo mientras el legítimo sobrevuela el limbo de las cosas que pasaron a la historia.
Desconocer quién protagonizará el evento al que me dirijo pone de relieve en qué consiste en realidad la música popular, algo que, precisamente, explicará el músico invitado esta noche cuando haga un inciso en el repertorio que ha preparado. «Una canción popular primero tiene un dueño y luego se disemina por el pueblo hasta asimilarse con él, desvinculándose de su autor». Vista con la suficiente perspectiva, la anonimia se convierte en el verdadero signo del triunfo cultural. La concepción de estos conciertos juega no tanto con la idea de la sorpresa, sino con la del origen y la genealogía de nuestro acervo para recordarnos que es en las antípodas del narcisismo donde encontramos el verdadero modo de crear comunidad. El ciclo, de algún modo, pone de relieve el problema que supone que fuera del museo, en la plaza, haya más de treinta niñas grabando unas coreografías que luego verán en casa doscientas veces para observar, estudiar y venerar sus movimientos, intentando encontrar en ellos una trascendencia que, de haber existido, habría estado en íntima relación con el resto de niñas que bailaban en el planeta, no con ellas mismas, y mucho menos, con el deseo que puedan o no proyectar y que apenas entienden pero ya les domina desde el exterior.
Después de hacer cola para que me tomen la temperatura en la puerta, subo las escaleras del museo hasta la primera planta, donde las luces son tenues y generan una doméstica penumbra. Una persona desconocida toca un piano desde la esquina más lejana a la entrada. Las sillas están dispuestas a debida distancia unas de otras, de forma circular, como perturbaciones propagadas desde el foco de la vibración inicial (el piano y quien está de espaldas tocándolo). Al principio no percibo más que mi corporeidad al ubicarme en un espacio interior, público y hecho de madera y ladrillos, una transición involuntaria que al cuerpo siempre pasa desapercibida pero que ahora, después de saborear las mieles de la pandemia y su dilatada indigestión, se convierte en algo consciente, paladeable. Desde hace medio año, exceptuando el baño de algún bar y mi propia casa, no he entrado a ningún espacio interior.
La gente va ocupando poco a poco los hitos de las ondas, que son blancas y cómodas. Me doy cuenta de que no solo desconozco quién está tocando el piano, sino quién está a mi lado. Es lo normal cuando vas solo al cine o al teatro, no saber con quién te sientas. Si quien llegara de pronto para ocupar el asiento contiguo fuera mi exnovia o un amigo, arquearía los ojos en señal de reconocimiento o conmoción, sin embargo ahora me sería imposible hacerlo porque quien veo en los asientos más cercanos son dos seres humanos genéricos, uno femenino y el otro masculino, con una FFP2. A mi izquierda, potencialmente, schrödingermente, puede estar Denzel Washington, John Secada o el pícaro que llora y pide bocadillos por el centro de Granada desde 1988 (bueno, él quizá sería reconocible incluso con mascarilla). A mi derecha parece que hay una mujer que ronda los treinta años (luego descubriré que es María, que tiene algunos más). De pronto pienso que no saber quién está a mi lado añade una capa más a la riqueza underground con que se ha concebido el evento. O quizá refuerce la sensación onírica que percibimos desde hace tiempo, gracias a la cual la vida parece haber sido formateada, reiniciada. Aquí, lo único que puedes saber a ciencia cierta es que tú eres tú. Aunque hoy en día ya sabemos que hasta eso es un recurrente motivo de debate, con mascarillas o sin ellas.
El músico se vuelve de pronto y encara por primera vez a las veinte personas para las que estaba tocando, destruyendo parte del relativismo identitario que espesa la sala. Somos veinte personas con veinte mascarillas y estamos todos mirándole a los ojos. Es Alonso Díaz, vocalista de Napoleón Solo.
Conocí a la banda de Alonso Díaz hace una década porque la solía poner en el coche la mujer con la que viajaba entonces, pero después dejé de viajar con ella y dejé de escucharla porque soy, como lo es Alonso –o eso creo, a tenor de sus letras–, alguien con serias dificultades para olvidarse del pasado. Y la música es lo que menos me ayuda a paliar ese problema. De hecho este último año he tenido que dejar de escuchar Wilco, Father John Misty, Jayhawks, Neil Young, Ween e incluso a Bob Dylan (excepto la vez que le puse «To Ramona» a un familiar para ver si reconocía de dónde provenía la famosa canción española que tanto le gustaba). La música es un alarde continuo de evocación, en mi opinión no hay nada que ayude menos a vivir el presente que la música. Y eso no es ningún problema, a no ser que un pasado concreto se convierta en todos los presentes y uno se haya hartado de ser Bill Murray. Es por eso que en el confinamiento me he limitado a escuchar Ministry y Autechre (uno para limpiar la casa, el otro para cocinar), dos grupos que no alteran mi sistema límbico. Lo mejor que he hecho estos meses ha sido revisitar la obra maestra de Matt Groening, desde la quinta a la duodécima temporada, cuando a Homer lo doblaba Carlos Revilla. Esos capítulos no son solo brillantísimas piezas narrativas, también aprendes con ellos que en este mundo, aparte de enriquecerte con el ejemplo de quienes cultivan una actitud crítica, es provechoso fijarse en algunos botarates (siempre que el guión se lo escriba un genio como John Swartzwelder). Cuando Homer hace un comentario libidinoso sobre la mujer del sureño que aparca en su jardín para retarle en duelo, Marge masculla uno de sus gruñidos susurrantes. Un rato después, asustado por el lío en el que se ha metido, Homer le pide a Marge que le salve. Marge, aún celosa, le dice que le pida ayuda a la mujer del sureño. Él entonces no da crédito: «¡Pero Marge, eso ha pasado hace veinte minutos! ¡Vives en el pasado!». Estos meses Homer Simpson se ha convertido para mí en un referente a la altura de Rasumikhine, Agustina González López, Ned Merril, Arthur McBride, los hermanos Quero, Franny Glass o la señora Dalloway.
Alonso ha vuelto a hundir su cuerpo sobre el piano y cuando se gira de nuevo para hablarnos de la siguiente canción, estudio su cara, que no está acorazada.
«pensé en tocar unas canciones que tuvieran que ver con la noche, pero no con la noche romántica sino con esas noches en las que nos despertamos con un ataque de pánico, de esas en las que de pronto se nos pasan por la cabeza cosas sin sentido, que vivimos en un mundo que no tiene sentido, o aquellas en las que te despiertas de pronto y no sabes dónde estás ni quién eres, en las que te preguntas qué pasa, qué pasa, qué es esto del Covid, no vamos a salir nunca de aquí, seguro que os pasa, lo he hablado con gente que le pasa… otras veces sin embargo sueño despierto que van a desaparecer de la tierra todos los móviles y todas las pantallas, a veces sueño con eso, a mí me gustaría que pasara, que se destruyera internet, pero bueno, mientras pasa, mientras llega o no llega, voy a tocar unas canciones que hice para Napoleón solo, las toco seguidas porque solas me di cuenta de que no tenían mucho sentido, vosotros aplaudid si queréis al final, o no aplaudáis, pero eso, que van las tres seguidas».
Alonso es de esa extraña clase de personas adultas que se niegan a alejarse demasiado de quienes fueron a los diez años. La infancia le sale por los poros, mezclada con la inteligencia, la madurez y la ironía adquiridas con los años. Ahí está. No lo conozco de nada, pero estoy absolutamente seguro de que es alguien en quien se puede confiar precisamente por eso. A este concierto hemos asistido veinte personas, pero siete u ocho de las que están aquí han sido invitadas por Alonso porque él no solo va a tocar canciones suyas sino también de otros músicos, y tenían que estar presentes. Jota no ha podido venir porque ha ido a la estación a arreglar los cañones de nieve, su silla blanca e impoluta, iluminada por uno de los focos de la primera planta del Guerrero, deja constancia de su ausencia serrana. Alonso habla con algunos de los que sí han acudido. Descubro que es Antonio Arias quien está a mi lado, es suya la canción que va a sonar a continuación. Alonso tiene su propio pelo en la cabeza, donde parece haber plantado también el que otrora luciéramos Antonio y yo en nuestros cráneos. Eso quizá haya añadido cierto peso a la intuición de antes: la complejidad capilar de Alonso parece propia de los once años. Los ojos parecen tristes, tipo mod. Aunque por las fotos que veo ahora en la red y que remiten a un tiempo pasado, quizá sea cosa del confinamiento.
Con excepción de alguna efímera escena, nunca he conocido en persona a quienes han generado una impronta musical tan significativa en esta ciudad, pero aquí parece que estamos en el salón de la casa de uno de ellos. Todos hablan ahora con Alonso, comentan la canción que ha sonado («no la compuse comiéndome un pomelo, sino fumándome un porro, pero sí, fue en la cocina» «un pomelo o un porro, viene a ser lo mismo») mientras los demás hacemos de invitados secundarios. Son ya como vecinos del barrio, los hemos visto tocar muchas veces, los hemos visto tomarse algo en el Candela, sacar al perro, ir a votar, resbalarse en algún charco. A veces incluso hemos coincidido de forma más directa. Ya sabemos lo pequeña que es Granada. A Enrique Morente lo vi por Calderería una vez, lo saludé y él me devolvió el saludo con mucha más gracia. Con Erik Jiménez hablé un rato de pie y en bañador sobre el suelo de la piscina de la urbanización de mi hermano porque en aquel tiempo eran vecinos. Con Nani Castañeda he coincidido en la Feria del Libro porque él la dirige y yo he vendido libros en una de las casetas durante bastantes años. A Jota lo vi en El Fargue ingiriendo líquido en una terraza, hace unos años. A principios de los noventa yo también iba al Amador por si aparecía quien entonces esperaba que apareciera en cualquier sitio, pero ella apareció un día con Juan Alberto Martínez, camino del Factoría. No es eso, sin embargo, lo que recuerdo de Juan Alberto, sino algo que ocurrió mucho antes, un verano de finales de los ochenta –él debía de andar por los catorce, yo por los quince– cuando coincidimos en un campamento en la Alfaguara y él me enseñó a cantar La Internacional. Había algún verso que no tenía del todo claro y que decidió inventarse, bien medido. Puede que ahí descubriera su vocación como compositor y letrista. Como en mi juventud acabé siendo más ácrata que gramsciano, lo que recuerdo del himno es precisamente aquel verso apócrifo.
Veo a Antonio Arias hablar tras la mascarilla. A él también lo vi una vez fuera de un escenario, pero no en Granada, sino en Madrid. Entró en la discográfica en la que estaba haciéndole una entrevista a César Strawberry, que interrumpió la charla para ir a abrazarle y hablar con él un rato antes de volver a sentarse para seguir contándome por qué no soportaba a Santiago Segura, con quien había coincidido en la facultad de Bellas Artes y después en la película Acción Mutante («siempre con sus zumitos, joder, y sin darle una mísera calada a un porro». Tenían veinte años, estudiaban Bellas Artes y eran los ochenta. Algo de razón tenía).
A Alonso no lo había visto nunca antes. Y solo lo había escuchado, hasta hoy, dentro de un Nissan Almera blanco del 98 y lleno de bollos, conducido por mí o por quien siempre iba conmigo hace diez años, que era una gran conductora y mejor pinchadiscos, dicho sea de paso. Alonso va poco a poco haciéndose con la situación, que es difícil así, después de tanto tiempo encerrado y frente a un público tan escueto y con una identidad tan tenue. Aparte de Arias, entre los espectadores-autores está David Montañés y Lorena Álvarez, que accede finalmente al requerimiento que le hace Alonso para que vaya al piano a hacer los coros de su propia canción. Es un gran cierre.
Puedo estar de acuerdo con algunos de los periodistas que han tratado de acotar la etiqueta de Napoleón Solo por la red, pero sinceramente, la impronta de Los Planetas la veo casi únicamente en la forma de pronunciar un que de relativo y un pronombre personal (bueno, en algo más), y la de los Strokes en una guitarra (quizá en dos). También podría señalarse algún detalle de Tame Impala y otro de Muse, pero sería solo una sencilla forma de evitar la dificultad de abordar críticamente en qué consiste un grupo que no es epígono de nadie y que tiene una voz propia. Se podrían decir mil cosas, por mi parte veo estructuras que me recuerdan bastante a Wilco, pinceladas de Stone Roses y un gramo de War on drugs, lo cual quizá sea producto de mi forma de escuchar música y de nada más. La identificación aristotélica es demasiado frontal con las canciones que más me gustan, así es que creo que voy a tener que vetar al grupo junto a los demás. Como para mí los falsetes, con excepción de los de Neil Young, no tienen ningún poder retrospectivo, creo que pondré algunos de Lorenzo en una carpeta junto a los de Marvin Gaye, Brian Wilson, Frankie Valli, Ian Gillan, Bruce Dickinson y Speedy Keen. Igual la pongo para bajar a la playa cuando dejen viajar.
Al terminar todos nos vamos a un bar, pero solo nos da tiempo a tomar una y luego salir rápido a la calle. Yo me fumo un cigarro y proyecto el humo hacia arriba para no acabar con la vida de nadie, pero veo que los árboles del botánico están absorbiendo todo el hálito. Aún no tengo claro si eso supone o no un problema para ellos, quizá tengan que pasar años para que estemos seguros. Sentado en una de las mesas de la terraza hay un niño de unos doce o trece años, solo. Ha venido con su padre, que está dentro del bar preguntando si les pueden dar algo de comer, pero son ya las once menos cuarto y todos rozamos el delito de sedición. Paco, María y yo hablamos con el niño, que nos pregunta si no tenemos hambre, él está al borde de la inanición. No ha comido desde las tres y está en edad de practicar en demasía el desafuero que no se sabe si por acción de una mala interpretación de las Sagradas Escrituras suele atribuírsele al segundo hijo de Judá. Y claro, eso da hambre. El niño es bastante simpático y no sé si es porque estoy ayudando a editar un libro sobre Fernando de los Ríos, pero si le pongo barba, es clavado al héroe del socialismo neokantiano de entreguerras.
El pasado 23 de octubre no había toque de queda, pero al cerrar los bares a las once, todos los que tenemos una cerveza en la mano nos vemos obligados a volver a casa antes de la media noche. Miles de granadinos nos dirigimos a nuestras casas desde el centro, solos como yo, o acompañados. A mi barrio del norte vamos unos cuantos dispersos por Constitución, silenciosos como animales nocturnos. Parece el final de las fiestas del Zaidín, cuando empieza a asomar el frío de septiembre y la gente se disgrega por avenida de América, Palencia y Fontiveros. Aquella noche de octubre la temperatura era perfecta para estar en la calle, pero nos vamos todos a dormir o a ver una película o a leer un libro, mientras pensamos por enésima vez que esto así se tiene que acabar.
En casa me imagino a las niñas de las Pasiegas dentro de veinte años. Lejos de mis vetustos prejuicios coreográficos, se han convertido en salvadoras de la comunidad y de la cultura junto al niño de la bici, con quien consiguen refundar la Ilustración, esta vez sin influjos positivistas y sin estúpidas postraciones a la falsa diosa Estadística. No consigo vislumbrar cómo lo hacen, pero estoy completamente seguro de que lo harán. A pesar del TikTok. O quizá gracias al él, quién sabe. Los caminos de la historia son inescrutables y yo suelo equivocarme a menudo. Además, todos sabemos que algo tendrá que pasar un día. Aunque no sea hoy.
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