30
He conducido muy despacio hasta el Farillo, pero no he apagado el motor porque no sabía qué hacer y he dado media vuelta. Ahora estoy aparcado junto a un chiringuito cerrado, en la playa de la Perla. Igual que hace un rato junto a la fuente, estoy con las luces y el motor apagados, observando la grava oscura y esperando ver salir la luna sobre el mar. Ayer lo hizo aproximadamente a la una de la mañana, y hoy lo hará treinta y tantos minutos después. Cuando está llena o cerca de estar llena, sale con media hora de diferencia con respecto al día anterior, pero en las primeras fases en que está creciente o en las últimas menguantes, sale una hora después. Nunca he sabido por qué, se lo tendré que preguntar a María. En cualquier caso, aún queda para que haga acto de presencia. He abierto el queso y le he dado unos bocados sosteniendo la pieza en la mano, como si fuera una manzana o un tomate.
Veinte minutos después veo pasar al señor Di Gennaro con su mujer, camino de la orilla. Ahora están junto al mar. Desde aquí no puedo ver las puntas fluorescentes de las cañas, pero sí la luz que lleva siempre el viejo en la cabeza. Me pregunto si habrá contado a su esposa el episodio con Aanisa. Supongo que no, aunque no estoy seguro. La nerviosa actitud con que se presentó en casa de Lorente puede que se la contagiara ella. Es posible que se haya pasado estos días por el chalet y al no ver el 406 haya supuesto que Aanisa y yo nos hemos ido a otro sitio.
A las doce veo cruzar a la mujer del italiano camino del apartamento de nuevo, donde le esperará la tele, y después, la cama. A las doce y cuarto veo a dos pescadores amigos del señor Di Gennaro con sus cañas plegadas. Se despiden, uno se monta en un coche y el otro se pierde en la urbanización. El del coche tiene barba y dicen que es el que más lanza por aquí. Todas sus cañas son japonesas. Lo vi solo una vez, iba con su hijo, un hombre de mi edad que llevaba rapado el poco pelo que le quedaba y que no parecía interesado en hacer otra cosa que mirar el mar y fumar cigarrillos. El que vive en la Perla lo conozco más. No sé cómo se llama, pero lleva bigote y escucha música con unos cascos inalámbricos que conecta a su móvil. Un día le llevé In a Beautiful Place Out in the Country en un lápiz de memoria, pero no apareció por la playa y no se lo pude dar. A cualquiera que vea el mar de noche tiene que gustarle ese disco, pero a lo mejor estoy en un error. Quizá prefiera Wagner para ambientar su particular relación con la naturaleza.
Corto una lasca de hachís y guardo la caja otra vez en sus bolsas. Después la meto en el compartimento para la verdura que tiene el pequeño frigorífico y que está hecho a su medida. Lío dos porros, uno lo guardo en el paquete de Pueblo y el otro me lo fumo, sorprendido por la calidad de lo que yo creía apaleado y ha resultado una delicatesen. Es aún mejor que el de mi hermano. Sin duda, he perdido olfato con el hachís, creo que es verdadero polen. Debo de haber confundido su textura terrosa con el del corte de jena.
Algo aturdido, pero tranquilo y ligeramente alegre, arranco el vehículo y me dirijo despacio hasta el puesto de pesca del señor Di Gennaro. Cuando estoy a pocos metros, apago el motor y las luces. El italiano me enfoca con su pequeña linterna, pero no parece que pueda reconocerme a los mandos del gran vehículo. Aguardo un momento dentro para que la situación adquiera algo de suspense, pero me doy cuenta de que estoy aterrando estúpidamente al pobre viejo y salgo de la autocaravana.
–Soy yo.
Oigo al señor Di Gennaro suspirar. Después no dice nada, se da la vuelta y enfoca sus aparejos.
–Hola –dice sin entusiasmo–. ¿De dónde has sacado la caravana?
–No es una caravana –digo–. Es una autocaravana. Es independiente.
–Ah. Estupendo –dice. Con el hachís las palabras no significan lo mismo que siempre, a veces adquieren otros matices que se añaden a los de costumbre, o incluso los anulan. Mientras yo me recreo en pronunciar «autocaravana», «caravana» e «independiente» por lo que en este momento me parece una inaudita sonoridad, el italiano estará pensando que soy un gilipollas y que no hacía falta remarcar la explicación. Aún está de espaldas–. ¿Y de dónde la has sacado?
–Es de un amigo –digo–. De un alumno del camping. ¿Cómo va la pesca?
–Aún nada.
–¿Lleva mucho aquí?
–Media hora –dice. Lleva más. Tres veces más. El señor Di Gennaro no parece dispuesto a hablar mucho, lo que por otro lado es lo más normal en él. Sin embargo, hay algo dando vueltas alrededor del puesto de pesca. Algo que no permite que aflore la quietud natural de nuestros encuentros y que, estoy seguro, está relacionado con Aanisa (y puede que, en parte, también con el porro). Quizá le cuente lo que mi hermano ha dicho del asunto, pero no ahora. Sé que me apremiará para que la llevemos cuanto antes al cuartel de la Guardia Civil, quizá mañana a primera hora. Y no me apetece. De hecho, no sé si es buena idea. Ahora estoy convencido de que Aanisa está perfectamente donde está, y que con dos abuelos y una madre va a sentirse mucho más a gusto que en un centro de acogida. Y sus abuelos y su madre también. Para qué cambiar las cosas. Las cosas a menudo son más sencillas de lo que uno imagina, y si consigues neutralizar la ansiedad y logras que no te afecten las posibilidades –si dejas de pensar, lo que este hachís, contra todo pronóstico, está logrando–, la vida, o la existencia, o lo que sea esto que nos contiene, se convierte en algo hasta agradable. Quizá este sea el primer gran descubrimiento de la nueva etapa que me espera, o la señal de que ya he empezado a vivir o a existir en ella. No pensar y fumar hachís de primera calidad. Por muy absurdo que suene, es la primera consigna de mi vida madura.
–¿Cómo está Aanisa? –pregunta con cierta tensión en la voz.
–Mejor que nunca.
Entro en la autocaravana y abro el portátil. Aún le queda más de una hora de batería y puedo enchufarlo a los bafles Creative que tiene Mingorance para su PlayStation 3. Bajo del vehículo con el ordenador en una mano y los altavoces en la otra, y busco en las carpetas de música con bastante menos fluidez que de costumbre (la carátula del reproductor tiene un aspecto parecido a una nave espacial y me entretengo observando su extraña forma, en la que nunca había reparado).
–A la naturaleza solo le falta una cosa –digo con gravedad, aunque hubiera querido que sonara de otro modo. En realidad me hubiera gustado estar callado, pero no puedo evitar hablar–. Música.
–¿Sí? –dice el señor Di Gennaro, que no tiene ganas de hablar, pero que parece ofendido por mi atrevimiento. Está acostumbrado a verme guardar silencio, o escuchando, en todo caso.
–Podría pensarse que la música es un reflejo de la naturaleza. Pero lo es solo en parte. También es un reflejo del hombre.
–Pues como todo arte.
Creo que ha dicho eso, pero no estoy seguro.
–La música decodifica la naturaleza, la descifra –ahora no me fijo en cómo suenan las palabras, pero el porro está haciendo que la propia dicción adquiera para mí cierto sentido que no tiene. Fumar debería ser una ocupación solitaria para que lo que uno piense no pase a la boca, donde se suele desvirtuar mucho más que cuando uno está lúcido–. El que la escucha comprende antes a la naturaleza que el que la observa directamente. Mirar la naturaleza puede ser un placer, puede ser embriagador, pero también resulta demasiado complejo de entender.
–No creo que entender sea el verbo que estés buscando.
–O de percibir. Es demasiado desconcertante intentar percibir la naturaleza directamente porque no se puede asimilar en realidad. Por eso ya ni siquiera la percibimos, solo la vemos –de pronto pienso en María y en su teoría de la luna–. Y necesitamos a los músicos, los verdaderos chamanes, para que nos la muestren algo digerida. Los músicos, los artistas, son los únicos que entienden la naturaleza, los únicos que la perciben realmente. Son como sus apóstoles. Y sus obras, los evangelios. Para mí la música, antes que otra cosa, es una religión.
¿Por qué pontifico de esta forma y digo estas banalidades supuestamente trascendentes? Si viera a alguien decir lo que yo he dicho, lo clasificaría de inmediato como alguien a quien rehuir.
–Bueno, es un tema complicado –dice el señor Di Gennaro, pero no dice más. Se limita a estar sentado sobre los chinos. Sin duda considera que estoy diciendo estupideces, y no se lo reprocho. Yo mismo lo pensaría si me escuchara. Explicar esto es absurdo. Es mejor sentirlo, como diría uno de esos jipis coñazo. Pero yo soy un bocazas. Siempre lo he sido, si me siento lo suficientemente cómodo. Y ahora estoy muy cómodo.
–La literatura tiene los mismos mecanismos que la música: es naturaleza que se tritura con el fin de ser asimilada. Pero la ventaja de la música es que comparte con la naturaleza su necesidad directa de evocación. Les pasa algo parecido a las artes plásticas, pero estas siempre están dejando demasiado claro que son arte porque son objetos, y casi siempre están en museos, o enmarcados, o sobre un pedestal. Sufren de un exceso de importancia consciente. Sin embargo, la música aparece, a veces, por casualidad.
La verdad es que cuando aparece música por casualidad suele ser una mierda, pienso después de hablar. Suele ser algo que molesta, y casi nunca te hace pensar en la naturaleza, sino en la familia del vecino o en la del imbécil que cruza la calle con su coche convertido en discoteca. El señor Di Gennaro mueve la cabeza, pero no dice nada. Tendrá que perdonarme el exceso. El hachís me ha emocionado, y lo estoy disfrutando. No me importa que mi discurso esté sonando como una prueba irrefutable de mi inmadurez. Y si lo es, no me importa.
–La literatura es también una reelaboración de la naturaleza, pero llega demasiado lejos –sigo–. En un libro hay demasiado de hombre y muy poco de naturaleza. Los escritores son en el fondo los chamanes más profundos, pero son también los más prosaicos porque enfatizan demasiado la parte humana. Hay excepciones, pero en general podría decirse que los escritores decodifican demasiado. Acaban olvidando el sentido original de su labor.
El señor Di Gennaro se ha puesto una de sus mochilas bajo la cabeza y se ha tumbado con las manos apoyadas en la nuca. Como no encuentro lo que busco, pincho en bucle Isla de Encanta, una canción de los Pixies dedicada a San Juan, la capital de Puerto Rico. Cuando la escuchamos unas cuantas veces (no sé si dos o catorce) doy con la carpeta que incluye la selección personal de la discografía de Mogwai y la arrastro hasta la lista de reproducción. A pesar de los crescendos y del volumen alto, al italiano parece gustarle. El sonido me sorprende, no solo no está distorsionado (a este volumen, era de esperar), sino que carece de ruido blanco. Se pueden aislar los instrumentos, sin que el óleo se mezcle y todo se convierta en una mancha marrón o gris (con Mogwai es fácil que esto ocurra). La tarjeta de sonido de mi portátil es de las mejores, y los altavoces están a la altura. Cuando voy por la mitad del porro, se lo paso al italiano, que se incorpora y fuma.
Pasamos casi una hora en silencio, escuchando al grupo escocés a todo volumen. Las cañas están echadas, pero el señor Di Gennaro parece haberse olvidado de que existen. Justo cuando empieza You Don’t Know Jesus, la batería del portátil se apaga. Y justo entonces vemos el destello anaranjado de la luna surgiendo al final del mar. La observamos en silencio salir mientras estudiamos los cambios de su reflejo en el agua, que intensifica y multiplica sus destellos, al tiempo que muda poco a poco de color. Las olas son pequeñas ahora, espaciadas. El señor Di Gennaro se levanta aún aturdido por el hachís, y comienza a recoger una de las cañas. Yo me levanto y hago lo propio con la otra. Mientras movemos los resortes de los carretes no intercambiamos ninguna palabra y no dejamos de mirar la luna. Tengo la impresión de que el movimiento de nuestras manos tiene más que ver con ella que con nosotros. Hay dos lubinas enganchadas en cada anzuelo, pero ninguno de los dos baja la velocidad con que mueve su mano derecha, y los dos peces llegan de repente y empiezan a dar vueltas en torno a nuestros cuerpos, donde se enrollan los sedales de una forma bastante cómica. Mientras los desenredamos, no podemos parar de reír, aunque lo hacemos con torpeza, con una extraña necesidad de escondernos del otro.
La simetría no define a la naturaleza, la define la ausencia de simetría, y en esa ausencia cabe todo, también la simetría. Lo mismo que en la música. Pero eso no lo digo ahora. Por suerte.
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