18
–Buenas noches –dice.
–Buenas noches –respondemos con admirable coordinación. El guardia es joven y sonríe como si estuviera haciendo un casting para el personaje de policía socarrón en una serie televisiva.
–¿Han visto ustedes algo?
–Lo hemos visto todo –digo.
–¿Alguien que no esté entre ese grupo? –el guardia señala los botes, donde ya están montando los detenidos, y sigue sonriendo como si intuyera desde el principio que no pensamos colaborar con él. No tendríamos por qué, pero él está seguro de que sí tendríamos. Es de suponer que es por eso por lo que sonríe.
–¿Alguien que haya huido tierra adentro?
–No –dice el italiano, que quizá esté intuyendo lo poco que me gusta que sonría el policía, y el hecho de que sea tan pelirrojo como un redneck del Ku Klux Klan.
–A nadie –digo.
El guardia mira a Aanisa. Está tumbada en posición de defensa, vestida con mi chaqueta de Lefties y la gorra de los Knicks de Lorente. Algo le llama la atención al guardia, que se inclina para mirarla desde más cerca. Está sonriendo legalmente, como yo, aunque quizá él sea tan listo que pueda dilucidar las diferencias que existen entre nuestros regocijos. Básicamente, yo me río de él y además –y sobre todo–, estoy nervioso. Él no tiene ni puta idea de por qué se ríe. Quizá esté cagado de miedo por detener a tantos inmigrantes en la playa, muchos de los cuales podrían propinarle una soberana paliza si no estuvieran medio desnudos, sedientos y destrozados. Aanisa ahora no me parece dormida, aunque a lo mejor sí y lo que ocurre es que soy demasiado consciente de que no lo está.
–¿Quién es esta niña?
La pregunta suena inapropiada, y estoy seguro de que hasta el señor Di Gennaro estaría de acuerdo de que quejarse por ello sería una gran estrategia para añadir verosimilitud al fraude que estamos perpetrando. Tengo ganas de ir más lejos que eso y preguntarle qué coño le importa a él, pero supongo que eso estaría fuera de lugar incluso si realmente fuera mi hija.
–Es mi hija –digo–. Está durmiendo.
–Eso ya lo veo –dice el guardia enarcando las cejas. El agente sigue sonriendo, aunque ahora casi no se nota: hay que fijarse en sus cejas para darse cuenta–. Es un poco tarde ¿no?
–Por eso está dormida –respondo. Noto que el señor Di Gennaro hace un ademán brusco. Se toca la nariz e inclina la cabeza, lo que me da a entender que opina que ha sido una respuesta poco adecuada a la situación. Otra vez. Está claro que el paso de la vida a la existencia no se consigue hacer en una sola noche. En realidad, yo ni quiero ni puedo hacerlo en una noche. Al menos en esta.
–Pues debería estar en su cama.
El guardia es joven y necesita seguir mostrándose a toda costa como alguien que explica cómo funcionan las cosas a los demás, aunque no tenga ni idea de cómo funcionan realmente. Ahora vuelve a sonreír sin ambages. Siento el impulso de decirle que soy su padre y que soy el único que sabe lo que debería estar haciendo su hija, pero eso complicaría absurdamente las cosas y haría que el señor Di Gennaro sufriera un colapso.
–Nos íbamos ya –digo.
–Bien –dice, y se queda en silencio durante unos segundos. A estas alturas su sonrisa es tan absurda que no solo dan ganas de reírse de ella. Dan ganas de borrársela–. Si ven a alguien sospechoso estos días por aquí nos lo comunican, por favor.
–Claro, por supuesto –dice el italiano.
–Buenas noches –dice sin énfasis. Ninguno de los dos le respondemos y yo celebro en silencio esta segunda coordinación mucho más que la primera. Después se da media vuelta y vuelve a su todoterreno. A medio camino se topa con un compañero, que se detiene un instante a hablar con el redneck y dirige sus pasos luego hasta nosotros. Esto aún no se ha acabado. Aanisa se ha movido y yo me he agachado para calarle más la gorra, esperando que el gesto le dé a entender que debe seguir fingiendo un rato más.
–Buenas noches –dice el guardia de reemplazo mientras nos saluda con la mano. No tengo ni idea de rangos, pero este parece superior–. ¿Están bien?
–Sí, muy bien –digo. Definitivamente, este me cae mejor. No es tan joven, aunque es joven, y no sonríe. Me sorprende ver a la luz del barco de salvamento que también es pelirrojo. Pero es un pelirrojo más convencional, casi castaño, y le clarea.
–Sería buena idea que guardaran las cañas y volvieran a casa. Aún tenemos que rastrear la zona y necesitamos que no haya movimiento por aquí.
–Claro –digo–. Nos íbamos ya.
–Perfecto –dice, y ahora sí sonríe.
–Una pregunta –digo. Puedo sentir la mirada del viejo italiano taladrándome las sienes–. ¿Por qué vienen tantas pateras ahora a la costa de Granada? Antes venían menos.
–Siempre ha habido –dice mirando el mar–. Pero sí, ahora hay un poco más movimiento por aquí –parece que movimiento es su muletilla. Pienso que si no fuera un agente del Estado la cambiaría por movida. Debe de tener poco menos de treinta–. Desde hace unos años las embarcaciones han dejado de tomar siempre el camino más recto.
–¿Y a qué se debe eso?
–Puede que antes se debiera a que en Cádiz contaban con un sistema avanzado de detección por radar con el que aquí no contábamos.
–¿El SIVE? –digo. Lo he leído en alguna parte.
–Exacto, el SIVE. Pero ahora el dispositivo está extendido en toda la costa andaluza.
–Puede que hayan aprendido. Divide y vencerás –digo. El guardia me mira sin saber qué decir. El señor Di Gennaro no quiere escuchar más y se va hasta la orilla para rescatar la caña, que sigue dando vueltas en el rompeolas–. ¿No se coordinan?
–¿Las pateras?
–Sí.
–No. A veces salen ocho o diez en el mismo momento, a maricón el último, como decimos nosotros. Así es más probable que alguna alcance la costa con éxito. Pero no, apenas se coordinan. Los traficantes sí, pero eso es otra cosa… –el guardia cambia el gesto, se acaba de dar cuenta de que está en medio de una operación y que yo ni si quiera soy un periodista–. Bueno, buenas noches. Recojan cuanto antes, por favor.
–Sí, nos vamos ya –digo agradecido por la información–. Y muchas gracias.
El guardia se aleja alzando levemente la mano. El señor Di Gennaro se apresura a plegar las cañas, que deja junto a la mochila y la cesta. Después mira a Aanisa desde arriba. Aún se hace la dormida. El viejo tiene los brazos en jarras y parece intentar resolver un problema atendiendo a los detalles de su pequeño cuerpo. Sus diminutos pies desnudos que sobresalen de la chaqueta. Las manos unidas bajo la cabeza. Una leve sonrisa la delata, pero el segundo guardia ni ha reparado en ella. El primero quizá esté tan acostumbrado a sonreír que le haya parecido el complemento perfecto para una cabezadita. Incluso aquí, en un lugar tan poco apropiado como este para echarla.
–¿Qué vamos a hacer? –dice el viejo con un tono que no le había escuchado antes. Parece más joven. Como si aún viviera.
–No lo sé –digo. Después lo escucho suspirar–. Creo que la llevaré a mi casa. Ya pensaré algo.
–¿Estás seguro?
–Sí.
El viejo italiano se acerca al cubo y mira hacia los todoterreno, que han arrancado y desaparecen en ese momento levantando nuevamente una polvareda blanca. Los viajeros han subido al barco de Salvamento Marítimo, que sigue inmóvil frente a la costa, y aún con los focos encendidos. Le toco el brazo a Aanisa y ella levanta el tronco como si hubiera activado un mecanismo al rozar la piel. También el mecanismo lleva incorporada una risa que ahoga en cuanto ve al viejo italiano inclinado sobre el cubo, lo que le hace correr hasta el recipiente y mirar lo que hay dentro.
–¡Huta! –dice mostrando unos ojos tan redondos como los del pez. La herrera da un repullo y Aanisa se echa hacia atrás y mira al italiano como si pudiera darle una explicación. No podría dársela, aunque la tuviera.
–Huta… –repite el viejo sonriendo. Después alza la vista y me pregunta– ¿La quieres?
–¿A la niña?
–La herrera.
–No sabría cocinarla –digo–. Me quedo con la niña.
El señor Di Gennaro coge el cubo del asa y lo lleva hasta la orilla. La niña lo sigue y se acuclilla junto a él para ver cómo lo hunde en el agua, donde la herrera desaparece dando un violento coletazo.
–¡M’cha! –dice Aanisa, que observa aún agachada la cara del viejo italiano. Él tiene la mirada puesta en el horizonte, intentando encontrar algo que sin duda no está allí.
Antes de llegar a la carretera, recorremos la playa iluminada como si fuéramos una familia. La nieta, el padre y el abuelo. Aanisa se ha empeñado en llevar el cubo vacío y camina descalza por la playa, con la chaqueta a la altura de los tobillos. El señor Di Gennaro se ofrece a llevarnos a casa en su coche, pero antes pasa por un cajero automático y saca trescientos euros.
Nunca me he montado en el coche del italiano. Es un Audi 100 de los ochenta. En otra situación me habría fijado en todos los detalles del vehículo, habría visto cómo es el salpicadero, los papeles que lleva en la guantera. Habría puesto atención en la higiene, el olor, en cómo es el llavero que cuelga, en cómo de cerca regulaba el asiento para conducir. Habría mirado el cenicero, los kilómetros recorridos, las pegatinas de la ITV italiana, la radio, los cedés. Pero ahora, por supuesto, todo eso me importa un comino. Siento algo que nunca he sentido, pero no sé definir si estoy bien o mal. Por un lado estoy aliviado de que la Guardia Civil no se haya dado cuenta de nada. Por otro estoy aterrado ante lo que he decidido hacer. He adoptado a una niña. Una niña minúscula y llena de vida que he encontrado en la orilla y que no habla mi idioma.
Veo al italiano inclinado sobre el cajero, a escasos metros de su coche, mientras escucho el sonido del intermitente desde el asiento del copiloto, una de las muchas reformas que el señor Di Gennaro ha tenido o querido hacerle a su antigualla. Detrás de mí está Aanisa, que juega con un pequeño pez de plástico sin anzuelo que le ha dado el viejo mientras canturrea algo sin abrir la boca. Está a punto de quedarse dormida, esta vez de verdad. En el centro del cielo, media luna nos observa.
–Toma –dice el señor Di Gennaro a través de mi ventanilla. En su mano veo un fajo considerable de billetes amarillos–. Y no se te ocurra decir nada.
No pensaba hacerlo.
Aanisa se duerme durante el corto trayecto hasta la Chucha y ni el italiano ni yo pronunciamos una sola palabra. Al llegar, el viejo ancla el coche con el freno de mano y se gira para mirarme a los ojos y expresar con los suyos la agitación que siente. Yo no quiero complicar más la noche y me despido de él con una suave palmada en su brazo. Después salgo del coche con la niña.
Cuando entramos en casa escuchamos el Audi del italiano maniobrar y alejarse. Aanisa se queda inmóvil mirando el desorden del salón. No sabe qué hace allí ni quién soy yo, y tengo la impresión de que se va a echar a llorar de un momento a otro. Quizá imaginaba que se encontraría con su madre a estas alturas de la noche.
Voy a una de las habitaciones y quito el televisor Loewe de encima de la cama. Creo que lo vamos a necesitar y lo coloco en el salón, junto a los discos, donde estaba el primer día que llegué. Compruebo que hay sábanas y vuelvo al salón, donde Aanisa sigue de pie mirándolo todo con un gesto de curiosidad y cautela. Supongo que debe de tener hambre y le preparo un sándwich con rodajas de tomate que devora de pie ante mis ojos. Cuando lo termina le hago otro, que no consigue acabar. Luego la llevo al cuarto de baño y le muestro el retrete.
–Pis –digo, con la esperanza de que la onomatopeya le ilustre mi sugerencia. Aanisa se acerca a la taza y mira hacia abajo como si fuera un pozo. Después me mira a mí, sin lograr intuir cuáles pueden ser mis planes. Le quito la chaqueta y la gorra, y traigo del salón una camiseta limpia de los Sex Pistols que me queda pequeña y a ella enorme. Le remango los bajos hasta el ombligo y le bajo las bragas. Luego la cojo a pulso e intento sentarla, pero debe de pensar que quiero deshacerme de ella lanzándola por el pozo y empieza a forcejear y a llorar, de modo que no tengo otra opción que volver a dejarla en el suelo y sentarme yo en el trono para que entienda lo que quiero que haga. Si no ahora, sí cuando llegue el momento. Puede que le hayan enseñado en su casa africana, pero es posible que esté acostumbrada a hacer sus necesidades en uno de esos inodoros de agujero. Con mi gesto solo consigo que se me quede mirando estupefacta y pienso que si tuviera internet buscaría la traducción de lo que quiero decirle en su idioma, lo que seguramente sería inútil por culpa de la pronunciación de su alfabeto, que desconozco. Voy al salón y enciendo un cigarro. He abierto la cristalera y expulso el humo a través del hueco. Cuando vuelvo, me encuentro a Aanisa sentada en el váter, haciendo fuerza con las manos sobre la taza para no caer dentro. Compruebo que ha hecho de todo. Le limpio el culo con dificultad y tiro de la cadena. No ha quedado muy bien, así es que decido sentarla ahora en el bidé y accionar el agua, que sale a gran presión y demasiado fría, lo que le hace abrir la boca y los ojos, y emitir jadeos entrecortados. Vuelvo a cerrar el grifo y echo un poco de jabón líquido en mi mano derecha. Ella me abraza el cuello para mantener el equilibrio. Aplico el jabón y el contacto le hace dar un pequeño salto sobre el bidé. Cuando empiezo a frotar sale de su boca una risa torrencial y nerviosa que, junto a sus eléctricos movimientos, dificulta la operación de limpieza, que consigo terminar cuando vuelvo a accionar el grifo para enjuagar el jabón (ella vuelve a abrazarme con fuerza mientras escucho sus jadeos en mi oído). Entonces la seco con una toalla y la llevo a su cuarto.
Las bragas que ha traído hay que lavarlas y no sé cómo vestir su tren inferior. Cualquier prenda mía se le caería al dar el primer paso. Decido acostarla tal y como está. La arropo hasta el cuello y me quedo un instante de pie, mirándola. Sus ojos son enormes. Ella me mira también, aunque de vez en cuando mira hacia la lámpara, que a juzgar por su expresión le parece un objeto extraordinario.
–Buenas noches –le digo, y salgo. Pero en cuanto apago la luz y cierro la puerta, empieza a gritar como una loca.
–¡Baba, baba, baba, baba! ¡Ana Jaif!
Abro otra vez la puerta y enciendo la luz. Aanisa se ha incorporado y ahora alza los brazos con la cara desencajada por el berrinche, lo que me hace correr hasta ella, sentarme en la cama y abrazarla. Me está diciendo algo al oído, y es probable que tampoco pudiera entender nada en el caso de que conociera su idioma, pues sus frases están trabadas por un llanto intermitente y lleno de hipos que se alarga más de lo esperado. Sin duda se ha asustado. Empiezo a chistarle suavemente, como hacen las madres con los bebés, lo que me parece completamente inútil, aunque no dejo de hacerlo hasta que se calma. Después voy al salón, cojo el libro de Robert Crumb y vuelvo para sentarme junto a su cama de nuevo. Enciendo la pequeña lámpara que hay en la mesita de noche y apago la luz del techo. Entonces abro el libro, e impostando una voz cálida, comienzo a leer los diálogos de Robert y Aline que ya he leído. Ella no va a comprender nada, pero seguramente la calme oírme y puede que hasta se duerma. Puedo despreocuparme de que la literatura de Crumb sea totalmente inapropiada para una niña de cinco años, pero al menos empezará a escuchar el español, un idioma que deberá aprender lo más rápido posible de ahora en adelante. Abro el libro por la primera hoja. Está tapada hasta la boca, parpadeando y esperando a que comience el espectáculo.
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