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Tener una cuenta embargada por Hacienda puede librarte de pagar algunas multas, pero también puede hacer que vayas a la cárcel con más facilidad. Una sanción penal no es lo mismo que una administrativa, y si no tienes dinero para pagar un mostrador que has roto por sentarte encima de un salto, quizá puedas hacerlo ofreciendo por unas semanas tu inestimable presencia en un centro penitenciario. Si es que todo no se lía y la ausencia de móvil funda una sospecha de intento de atraco con el agravante de agresión y caricias –aunque técnicamente ha sido la joven farmacéutica la que me ha acariciado a mí– que desemboque finalmente en una sentencia de un año.
No he estado nunca en ningún centro penitenciario, y espero no tener que hacerlo nunca. Ni siquiera me gustan las comisarías. He visitado algunas para renovarme el DNI o denunciar el robo de una cartera que había perdido y que luego encontré en el suelo de mi coche, y una vez, en calidad de detenido, cuando me confundieron con un delincuente a los diecinueve o veinte años de edad. Me encontraba bebiendo y fumando con unos amigos a la salida de un pub de Puentezuelas que ya no existe, y un agente me tocó el hombro con su porra y me dijo que me levantara inmediatamente. Como no tenía carné, me metieron en el coche (recuerdo que mis amigos corrieron tras él insultando a los policías, lo que me llenó de orgullo) y me llevaron al otro lado de la ciudad, donde me tuvieron dando vueltas alrededor de un árbol cuyas raíces estaban llenas de cristales sin que yo pudiera sospechar de qué iba la historia. Cuando se cansaron de mirarme hacer aquello me llevaron a la comisaría de la plaza de los Campos y allí estuve sentado más de una hora en una habitación. Cuando pasó, uno de los policías me dijo que había habido un error, me pidió disculpas y se ofreció a llevarme en coche donde yo quisiera. Le dije que me llevara a Bennington, Vermont, pero él no sabía dónde estaba y me dejó donde me había encontrado. El pub estaba cerrado y mis amigos ya no estaban allí, así es que tuve que irme solo a casa mientras amanecía.
Hace poco más de un mes Mingorance me propuso un negocio oscuro que acabé rechazando precisamente por miedo a ir a la cárcel. Durante una semana había pensado bastante en su propuesta, pero la había acabado desechando al convencerme de que probablemente se trataba de una elaborada mentira, parte del intento de Mingorance de construirse una imagen atractiva y acorde a la naturaleza rebelde e independiente a la que aspiraba. Mingorance debe de tener algo menos de treinta, es bajo y fibroso, y responde al cliché del joven rebelde sin asideros ideológicos que vive con poco dinero, lo que le hace sentirse una persona libre y audaz. A debida distancia, su intento de proyectar una imagen interesante funcionaba en parte, pero cuando te acercabas un poco entendías que se trataba más bien de un pijo que vivía del dinero que sus padres le pasaban y cuya mayor aspiración era jugar a la PlayStation, fumar porros y follarse a alguna turista de vez en cuando. Yo le enseñaba inglés porque quería irse a Londres, donde tenía amigos, aunque sospechaba que era un tipo más bien huraño, sin vínculos y dado a la soledad. Eso a mis ojos le hacía ganar puntos porque lo alejaba del tópico de los jipis nómadas que viajan sin destino y lo acercaba a mi fabuloso mundo de soledad y misantropía. Ahora lo conozco algo mejor y mi idea sobre él ha cambiado sustancialmente. Cuando me di cuenta de que el negocio iba en serio, empecé a pensar que Mingorance era una persona algo más compleja e interesante de lo que había creído. La perspectiva de participar en la oscura operación me ofrecía la oportunidad de salir del agujero donde estaba inmerso, aunque también la de meterme en uno infinitamente peor. Y como acabar en la cárcel era algo que no podía contemplar, rechacé la oferta.
Puedo asumir ser un mendigo y acabar deambulando por la carretera de Calahonda sin objetivo, más o menos como ahora, pero sin casa. Puedo verme así, haciendo esas cosas. Esperar tras un invernadero a que María me traiga las sobras del bar al mediodía, o pedirle al señor Di Gennaro el sándwich de pavo que le prepara su mujer todas las noches para cenar. O fabricarme una lanza con una caña de azúcar e intentar pescar como un neandertal, y comerme los chinos de la playa después por la desesperación. Pero la cárcel, no. Al menos, por un delito así. Si te detienen por problemas políticos –por generar disturbios en una manifestación en exceso divertida, lo que no descarto iniciar algún día–, por norma general, puedes recibir alguna hostia, dormir una noche en el calabozo, pasar hambre, ser insultado impunemente. Si vas a prisión lo haces como representante de masa, y como masa, y los medios de comunicación se encargarán de seguir tu historia y de asegurar cierta probidad en el proceso (aunque dependiendo del medio puedes asegurarte justo lo contrario). Bueno, eso ha sido así hasta hace poco, porque ahora los piquetes son considerados poco menos que terroristas. En cualquier caso, ser acusado de tráfico de drogas o de atraco te puede llevar a pasar una temporada en pabellones muy diferentes, estoy seguro. Creo que la idea del sexo con hombres es la peor de las que se me ocurren de todas las actividades lúdicas que deben de desarrollarse en esos pabellones. Sexo violento en el que uno no solo hace el papel de víctima, sino que lo hace con hombres y donde, además, no interpreta. Me imagino que en esos pabellones los gritos nunca sirven para que alguien corra en tu busca para ayudarte, sino como reclamo para infligirte más de eso que te hace dar gritos. Quizá mi imaginación se exceda, pero contando con eso, pasar una temporada en esos lugares no es una posibilidad. Dejaría de ser yo y me convertiría en un monstruo. Y convertirme en un monstruo es algo que prefiero hacer yo solo y que requiere tiempo. De hecho, puede que ya haya empezado a hacerlo. Puede que ya haya iniciado esa construcción personal que cristalizará más o menos cuando tenga la edad del señor Di Gennaro y luzca una barba gigantesca. Para entonces no hablaré con nadie y recorreré a pie todo el litoral mediterráneo mirando los peces en los cubos de todos los pescadores que me encuentre a mi paso, soñando con escribir un libro sobre cubos que jamás verá la luz. Quiero ser ese tipo de monstruo, si es que tengo que ser alguno. Pero no el neurótico y frío que acaba hiriendo a alguien que le ha mirado mal porque lo violaron diez años antes y cree tener derecho a devolver el dolor que le obligaron sufrir a él tiempo atrás. Esto lo he sacado de alguna película, pero me conozco, sería así. Y no, no es una posibilidad.
En este preciso instante, mientras vigilo con el rabillo del ojo a los policías y observo de frente la crispación atolondrada de Vicente, pienso que no tendría tan claro qué le respondería a Mingorance si me volviera a proponer un trapicheo como aquél. Supongo que lo digo porque hay adrenalina en lugar de sangre corriendo por mis venas ahora mismo y porque la oportunidad se ha esfumado y me siento con más valor para sopesar la oferta, que ya es ficticia. Y también porque puede que finalmente me confundan con un atracador y tenga en mi poder alguna papeleta para ir al pabellón de Village People después de destrozar el mobiliario de una farmacia, lo que no me ha reportado ningún beneficio, ni económico ni cultural. Esta irónica perspectiva es por supuesto la que me hace arrepentirme con más fuerza de mi escasa valentía con la propuesta perdida de Mingorance. Porque, pensándolo bien, es decir, pensándolo con responsabilidad, si no vendo drogas o atraco una gasolinera, ¿qué otra posibilidad me queda? Me queda perder el sentido común poco a poco hasta llegar a hacer cosas tan absurdas como la que acabo de hacer hace un rato: aterrorizar a una joven boticaria y ser confundido con un atracador de farmacias, cuando solo buscaba un poco de ayuda dispensada con un mínimo de cariño.
–¿Sabes si conceden celda de castigo a los licenciados que no han tenido antecedentes? –le pregunté a Mingorance hace unas semanas, mientras él buscaba unas cervezas en su pequeño frigorífico. Aún esperaba una respuesta a su proposición. Estábamos en el interior de su autocaravana, que por esos días seguía ocupando una de las parcelas de La Orilla.
–¿Qué? –dijo volviéndose. Él estaba agachado frente a la pequeña nevera, aunque entonces retorcía el cuello para mirarme.
–Déjalo.
Mingorance se levantó con los tercios más fríos que encontró al fondo y me tendió uno.
–Tengo que saberlo cuanto antes, James. En serio.
Mingorance me llama James. A mí también me suena raro, no estoy acostumbrado. Pero James es mi verdadero nombre, y no Jaime. Yo a él lo llamo Mingo de vez en cuando, lo que me hace pensar que es africano.
–Y dime, ¿qué comisión te llevas tú?
–¿Qué?
–Me has oído.
–¿De lo tuyo? Nada. Son seis mil por llevar a Vigo uno y cinco mil por llevar a Valencia otro. Mi comisión son cuatrocientos kilómetros menos. Y la tuya, mil euros más.
–Sales ganando.
–Claro. Pero es que yo los conozco a ellos y tú me conoces a mí. Además, yo ya les he dicho que sí, pero tú no has dicho nada. ¿Sabes? Casi prefiero que lo dejes. Si voy a Valencia y luego a Vigo, me saco once mil, y la verdad, no sé por qué no lo hago.
–No lo haces porque no hay que llevar nada a Valencia. Hay que llevar uno a Vigo, algo que haré yo y por lo que tú te embolsarás mucho más de lo que dices mientras esperas en tu autocaravana a que vuelva, probablemente en una cuneta de la playa de Castell de Ferro, a diez kilómetros de aquí.
Dije eso y di un trago a la cerveza mientras pensaba dónde había escuchado antes esa teoría de la celda de castigo. Me parecía entonces, y me sigue pareciendo ahora, que me la contó Antonio Escohotado cuando lo entrevisté para una revista en su casa de los cines Luna, cinco años atrás. Al parecer se pasó un año en la cárcel, creo recordar que por posesión de cocaína (de mucha cocaína), un año que acabó resultando uno de los mejores de su vida, según me dijo. No vio a ningún otro preso, pero probó todas las sustancias ilegales a las que allí tenían acceso mientras escribía buena parte de sus manuales sobre drogas. La razón de que su estancia en la cárcel fuera así de tranquila está, según recuerdo o quiero recordar, en que el juez le concedió celda de castigo por no tener antecedentes y por ser licenciado. Aunque puede que me lo haya inventado, o que se lo hubiera inventado todo él.
Ante mis exageradas sospechas, sin duda legadas también por mi bagaje cinematográfico, Mingorance no volvió a sacar el tema. Él también tenía claro que mi desagradable respuesta no se debía a la desconfianza que me inspiraban sus planes, sino al miedo que sentía por aceptar un trabajo que me superaba, un miedo del que era urgente desprenderse con una excusa algo más inteligente que las que utilizaba Vicente para evitar tirarse de las rocas. Porque podía haberle dicho a Mingorance que me dolía la pierna y que era una pena porque siempre había querido hacer mil kilómetros para venderle varios kilos de hachís a un desconocido del hampa viguesa. Pero entonces me habría sentido peor.
Por suerte, Mingorance supo leer el miedo en la desconfianza y no tuvo en cuenta mi desafortunado gesto. A pesar del desencuentro, seguimos dando clase. La moneda con que se pagaron las pasivas que estudiamos esas semanas cambió del euro a la sativa, pero continuamos viéndonos con la regularidad acostumbrada y sin que pudiera apreciarse ningún cambio fundamental en nuestras relaciones. Hasta que, hace unos días, Mingorance abandonara el camping y desapareciera sin dejar rastro. Es de suponer que su ausencia la explica la atención que el oscuro negocio le está demandando últimamente. Cuando me lo imagino con cinco mil euros en el bolsillo, viajando desde Valencia hasta Vigo en un coche alquilado, maldigo mi cobardía y mi torpe intuición, que lo ha etiquetado como un hijo de papá, cuando probablemente se trate de un gran aventurero o, por lo menos, de un espabilado, algo que no se puede decir precisamente de mí en estos últimos tiempos.
Creo que estoy a punto de hacer algo que he visto en una película. Algo enérgico y desconcertante. Una patada en la cara a uno, un puñetazo en el estómago al otro. Una cabriola para huir. Eso que personas como Vicente sueñan con hacer desde pequeños, eso que si lograran realizar constituiría sin duda el punto culminante de sus vidas en términos de trascendencia. Yo, sin embargo, lo único que quiero es no ir a la cárcel y no ser confundido con un atracador. Cuando veo con el rabillo del ojo que uno de los policías se mueve, doy media vuelta y salgo corriendo todo lo rápido que puedo, dando un manotazo al que tengo más cerca –que intenta placarme– y soltando un grito no muy alto, pero bastante ridículo, que me ayuda a liberar cierta tensión. Recorro el falso paseo a toda la velocidad que puedo. Cuando estoy a la altura de la gasolinera miro hacia atrás, y aunque no veo a nadie, sigo corriendo hasta el coche, que está aparcado justo detrás. Me monto, arranco y salgo disparado hacia la carretera de Almería, sudando copiosamente y respirando con fuerza. Hace mucho que no corro y puede que lo haya hecho más rápido que nunca en toda mi vida. Estoy a punto de sufrir un colapso. Cuando salgo del túnel y veo Calahonda, todo empieza a calmarse. Mi respiración, mi cabeza.
Esta vez no solo meto el coche en el garaje cuando llego a la Chucha, también yo entro en la casa y cierro todos los postigos, con la intención de guarecerme de cualquier mirada. Lavo un tomate y me lo como escuchando uno de los discos de Gas, pero me suena insípido y pesado, y decido apagar el equipo y encender el portátil. Tengo algunas películas en el disco duro, y aunque las he visto todas, pincho El día de la bestia. Me aburre un poco la trama, que me sé de memoria, pero puedo disfrutar de los escenarios. Con las películas de Alex de la Iglesia me ocurre algo que no me ocurre con otras. Aunque las haya visto, incluso aunque no me gusten, siempre consigo disfrutar de Madrid. Me gusta cómo el director rueda Madrid. A veces tengo la sensación de que no es una película lo que estoy viendo, sino un recuerdo, y verla se convierte en algo mucho más interesante que unas simples horas de entretenimiento. Se convierte en unas horas de introspección, de nítida y cristalina introspección. Puedo imaginarme a mí mismo, unos años atrás, caminando por Preciados o por Atocha, pensando en cómo abordar un reportaje o charlando con un amigo mientras nos dirigimos a un bar de Malasaña. Pero me encuentro demasiado nervioso para disfrutar de las calles de Madrid. Pienso que de un momento a otro la policía va a llamar a la puerta y me va a detener, y no consigo concentrarme. Voy al baño y me tomo un Trankimazín. Al rato estoy tumbado en el sofá, con el reproductor congelado en el anuncio de Schweppes de Callao. Antes de que afloren las burbujas del salvapantallas, me quedo dormido.
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