La cabezonería con que el expresionismo abstracto se autoproclamó cénit de la individualidad del artista —no podremos hablar de aquellas almas que jamás tocaron un pincel— tuvo implicaciones más allá de la guerra cultural con la Unión Soviética, pero todo acabó por encajar obscenamente bien. Rechazar la figuración explícita no implicaba el rechazo de la propia vida, del pueblo natal ni de sus gentes, sus árboles o su luz, pero una línea cultural nacida de la desconexión del aparato de representación convencional beneficiaba a Estados Unidos como nunca lo consiguieron el regionalismo ni el realismo social americano, ingenuas, exquisitas exploraciones de la identidad pictórico-plástica del país —la masiva entrada de artistas europeos tampoco ayudaba a consolidar el camino de Grant Wood o Norman Rockwell—: en un mundo en reconstrucción y decepcionado con los fanatismos, la prerrogativa del expresionista abstracto se consolidaba en la emancipación del sujeto y en la mistificación de sus movimientos interiores, lo que debía transcender la figuración convencional. Ni el escultor Philip Pavia hubiese imaginado el alcance de sus vítores en 1949. Nueva York, por ejemplo, aguanta hoy el impacto deslocalizador de la Red y consolida su atractivo como motor de transacciones artísticas, con más de mil galerías en activo en 2015 y al abrigo del MoMA y el Met. No es el dinero nuestra unidad de medida favorita a la hora de diagnosticar la calidad de la oferta cultural; lo que medimos es el poder. Y si medimos este éxito en razón de la fecundidad, el expresionismo abstracto fue de los últimos ismos tradicionales antes de la explosión cámbrica de la escena cultural en torno a los 70’s.
Para los expresionistas abstractos, la relación con el objeto de referencia, si es que lo había, era más complicada que el rechazo a su representación convencional. La pincelada del action painting, en calidad de testimonio de la expresión corporal, reflejaba los esfuerzos de un artista concentrado en su misión de hacer pública y plástica su experiencia más íntima. Los lienzos, por tanto, eran el resultado de meditaciones físicas que sumergían al artista en las profundidades de su persistente estar. Como indica Robert Rosenblum, existe una correspondencia emocional entre los expresionistas abstractos y los artistas románticos sobre la experiencia de lo sublime. Las matizaciones de Levine apuntan a experiencias de disolución del ego y sentimientos de unión cósmica frente a la imposición del genio irrepetible. Si por aquel entonces la palabra libertad estuvo en boca de todos es porque incorporaba consigo un serio debate sobre su consecución y naturaleza, y no solo la connotación geopolítica derivada de la finalización de la Segunda Guerra Mundial de que dicho debate se iba a dar en Estados Unidos. ¿Cómo diseñar la representación del mundo, cuando arrastra tamaña responsabilidad con el espectador? ¿Cuánto de colectivo puede asumir el lienzo, y cuánto se puede hablar por los demás, con la ingenuidad con que los niños comparten su percepción? A causa de los corsés histórico-culturales que los románticos aún vestían, la experiencia de lo sublime como valor político parecía entenderse a la perfección con el paisaje, el entorno compartido, la tumba de todos. La intervención de la libertad de la posguerra requería otras fórmulas. El caso es que De Kooning y Baziotes se permitieron insinuaciones figurativas, aunque Guston se ganaría la patada de la crítica con una exposición en 1970, cuando oficializó su ruptura con la ruptura y se asentó en la parodia cárnica de los objetos cotidianos. No solo molestó su grado de explicitud, sino su inconformismo con la presunta pureza del movimiento.
Mucho antes llega Esteban Vicente a la nueva gran capital del arte, en ese fatídico año para España, 1936, mientras que José Guerrero desembarcaría en 1949, ante una escena cultural neoyorkina en ebullición. Desde su incursión en el collage, Vicente desarrollará su factura aérea, beligerante y rasgada. Durante esta etapa sus obras saben a De Kooning, a quien conocerá gracias al marchante Leo Castelli, promotor del expresionismo abstracto y también de su sustituto, el arte pop. Como acredita esta exposición, también late en ellas el análisis deconstructivo empleado por Juan Gris. A finales de los sesenta dispersará el óleo mediante el aerógrafo, a la búsqueda de efectos nebulosos y amurallados. Logrará la fortificación del aire con gradientes ensombrecidas y evocaciones rectangulares, como en uno de sus lienzos sin título de 1980, concierto de azules oscuros densos y turquesas silenciados por malvas que, bajo la gran franja naranja y parda, anota su reverberación, justo antes de sumirse en el abismo de los límites del lienzo. Guerrero, el siempre tectónico, daría un paso firme hacia la abstracción en los primeros 50’s. Nunca dejará de acompañarse del color negro, que usará con voracidad y que defenderá del monopolio motherwelliano: «Tenía yo el negro metido mucho antes que Kline o Motherwell o que el negro muro de Alberti. […] En [la exposición de] 1958 tenía un motivo muy importante. No quería que ni Kline ni Motherwell tuvieran el monopolio de utilizar algo tan importante como el negro».
En sendas carreras presenciamos conatos sutiles de lenguaje figurativo. Fosforescencias aparte, en el Guerrero temprano había mucho de Miró, con quien compartió exposición en 1954. Ante tonos claros, atravesados y armónicos, sus formas celulares tan rotundamente oscuras, lo que en Nueva York se denominaba abstracción biomórfica, cobran el peso de lo que está animado y el suficiente grado de autonomía que las separa de una obligada noción de fondo. En Black Cries, de 1953, ese peso —esta vez ensoñecido— de las figuras negras se ve aliviado por un suave despegue y un conato de dinamismo compositivo. Se alejan de la contundencia de sus aguafuertes. Se disolverán como manchas de la atmósfera. Así ocurre en un gouache suyo, sin bautizar, de 1958. En adelante, la integración del color no sugerirá tal dualidad.
El caso de Vicente, si bien menos evidente aún, conlleva mayor responsabilidad, ya que en su producción pictórica observamos la presencia casi representacional de la luz, recordemos, en el contexto de la abstracción, y no como un hecho menor, sino como su eje central, lo que suscita preguntas sobre los límites del vocabulario pictórico de la abstracción y cómo de estrecha puede ser su relación con otros léxicos. Vicente, que pudo haberse limitado a valoraciones tonales, tanteó la física de las emanaciones luminosas. Cascadas de rayos, visiones poliédricas y vidriosas o concentraciones sitiadas por la bruma, estas exploraciones se recrudecen en su madurez. El último cuadro de Esteban Vicente será un ejercicio de languidez frente a un depósito incalculable de luz, vista por los ojos incapaces de soportarla. Es otro lienzo sin nombre, del 2000, ocupado por un resplandor chorreante a través de un velo frondoso.
En la sala superior del Centro nos encontramos con los últimos de esos destellos de semejanza no buscada que caracterizan las trayectorias de Guerrero y Vicente. Grandes formatos, trazos duros y campos rectangulares, quizás reformulaciones de los paisajes con los que comenzaron sus andanzas, horizontes y puzzles por amor a los puzzles. Ya en los últimos gouaches de Guerrero, o en sus versiones de La brecha de Víznar, o en las extensiones acuosas de Vicente, estas cercanas a las Canciones de color de su vecino, se sirven de toda la pericia adquirida para exprimir la liquidez de la pintura: liquidez dura la del primero, y expansiva la del segoviano. De la colección de coincidencias y similitudes entre José Guerrero y Esteban Vicente que da cuenta esta exposición, la troncal es la persecución de la libertad individual —la que comienza por preguntarse qué es la libertad— y su identificación con la abstracción y con la lealtad al propio léxico. El crepúsculo del movimiento que les acunó no se reflejó en sus lienzos. Nos dejan dos centros dedicados a sus obras, un recorrido pictórico versátil y experimentado y la huella nacional del entendimiento de la pintura como un ejercicio gratificante y valioso en sí mismo.
Exposición Guerrero/Vicente, del 4 de octubre de 2019 al 12 de enero de 2020 en el Centro Guerrero.
Bibliografía:
Crane, Diana (1987). The Transformation of the Avant-Garde: The New York Art World, 1940-1985. Chicago: The University of Chicago Press. ISBN 0-226-11790-1
Levine, E. (1971). Abstract Expressionism: The Mystical Experience. Art Journal, 31(1), 22-25. doi:10.2307/775629
Jachec, Nancy (2000). The Philosophy and Politics of Abstract Expressionism, 1940-1960. Cambridge: Cambridge University Press. ISBN 0-521-65154-9
(2015). The 15 Most Influential Art World Cities of 2015. Artsy. Recuperado de <https://www.artsy.net/article/artsy-editorial-contemporary-art-s-most-influential-cities>
De Corral López-Dóriga, M. (coord.). (1994). Guerrero [Catálogo]. Madrid: Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. ISBN 84-8026-025-4
AA.VV. (2019). Guerrero-Vicente [Catálogo]. Granada: Centro José Guerrero, Museo Esteban Vicente (coeditor). ISBN 978-84-7807-627-7
Jarque, Vicente (2001). Philip Guston, librepensador de la pintura. El País. Recuperado de <https://elpais.com/diario/2001/12/22/babelia/1008979567_850215.html>
Deja una respuesta