A algo de ese orden (la necesidad de apaciguamiento a través del arte) se ha referido en repetidas ocasiones José María Bonachera, que el viernes próximo presenta su última publicación: Granada y el flamenco. La historia que contar. En realidad, no es exactamente a eso. Bonachera tiene una original teoría del arte que ha expuesto a veces para explicar su propia experiencia, y en otras ocasiones le ha servido para guiar sus pasos por vastos territorios de los que, después, ha propuesto cartografías fecundas (trazadas magistralmente gracias a su escritura). Me refiero, sobre todo, a su interpretación de Mairena y el mairenismo, a los que ha dedicado sendos tomos. Pero también a la de Camarón (cuyo pathos, de sentido contrario al del sevillano, fijó ya hace veinte años en un artículo de unas pocas páginas). O a la del Concurso de cante jondo (1922), que le ocupa en el capítulo central del nuevo libro. Sin embargo, quiero recordar aquí la formulación de esa teoría para hablar de su propio aprendizaje. Como ha apuntado recientemente en el libro colectivo Después de todo…, en primer lugar él desplaza la idea de “artisticidad” de los objetos a los sujetos. Es decir, para Bonachera la artisticidad no sería tanto una cualidad atribuible a ciertas producciones cuanto una condición que se verifica en algunas personas. El sujeto afectado «puede padecer una especie de desazón específicamente artística que –según cree intuir- solo conseguirá atenuar especulando con los asuntos del arte. En realidad, su mal no tiene cura, y ni siquiera es un mal (aunque tampoco sea lo que se dice un don, como hay quien pretende), pero eso no impedirá que se pase la vida tratando de dar algún tipo de expresión a su extraño malestar». Según esta perspectiva, entonces, el ejercicio o práctica del arte sería un medio para mitigar cierta desazón, como pretendía Catherine. Pero esa desazón es su propia condición artística.
Deja una respuesta