Una vez localizado el punto exacto en el que los gusanos tocan el cuerpo por primera vez, el momento de la infección o el envenenamiento, el resto sobraría. David le dice a Amanda que no hace falta que siga, que lo demás no tiene importancia, que nada sucede ni sucederá, solo las consecuencias de lo que ya ha pasado. Pero ella quiere, necesita, proseguir el relato. Y así haremos también una vez conocido el diagnóstico de Pardo. Entre las consecuencias (como tales, baladíes) de la desafección que manifiestan los museos actuales está la de su irrisoria inocuidad, tan dolorosamente contraria a la importancia que ambicionan. En su última novela hasta la fecha (en la que, por cierto, también se insinúa un cierto hartazgo de la literatura), Esther García Llovet describe por boca de Renfo, hijo del gran Ronaldo, una escena elocuente en este sentido. Basta cambiar los actores literarios por los artísticos, y donde pone “libros” leer “obras”. La escena es la misma. «Miré alrededor, a los colegas del gran Ronaldo, charlando y hojeando los libros, las enormes pilas de libros, torres y columnas y pilares de libros sosteniendo la nada. Escritores, agentes, críticos, periodistas. Críticos, agentes, periodistas, escritores. Periodistas, escritores, críticos, agentes. Miré alrededor y caí en la cuenta de esa característica tan de juguete Lego de las presentaciones de libros.»
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