La semana pasada el escritor Miguel Noguera, que estudió Bellas Artes, declaraba en El Español que “si yo hago lo que hago y de la forma en que lo hago, es gracias a haber visto propuestas de arte contemporáneo”. Y seguía: “El arte contemporáneo es de consumo rápido. Cuando captas de qué va, es como un anuncio”.
El mismo día, en su blog Hikikomori, Alberto Olmos apuntaba: “no me cabe ninguna duda de que el artista plástico o el artista conceptual o el artista de vanguardia o el artista no figurativo o el performer o el experto en instalaciones -en rigor, no sé cómo se llama genéricamente a un artista que carece de especialidad, aunque en la Wikipedia queda claro, encima, que este tipo de creador se ha hecho con la posesión en exclusiva del término «artista», y lo es por antonomasia: Marina Abramovic, «artista»-, que estos ingeniosos ilusionistas artísticos, digo, son a día de hoy los relatores e intérpretes principales de la realidad mundial, muy por encima de los escritores y de los cineastas, que los citan o copian en sus novelas o películas con admiración genuflexa, entre otras cosas, porque han conseguido vivir en un arte y de un arte que, por principio, ignora completamente la servidumbre que cine o libros arrastran desde el siglo XVIII, a saber: el público”.
Claro, no dependen de un público no ilustrado -excepto en la reafirmación de su ilustración, esa domesticación-, que se está cargando la literatura, por ejemplo. Tienen que aguantar esa especie de mecenazgo de ese ser que por lo demás también repugna porque es básicamente otro engendro de la perversión, el comprador adinerado y exclusivo, pero la relación con él no está coartada por la necesidad del consenso que genera el producto -o sus resortes son mucho menos castradores ideológicamente para crear el producto- y sí, a pesar de que es un mercado, el del arte es el que menos ganas dan de buscar refugio en venus
Ya veo por dónde va. A mí me parece discutible, además de un cliché, la supuesta decadencia de la cultura en general, o de la literatura en particular. El mismo Olmos, en el mismo sitio (aunque hace más de un año), lo expresaba muy bien en otro raudo:
Explorar la idea (si hubiera mucho que explorar y la simple formulación subsiguiente no agotara toda su posible riqueza) de que hoy en día no hay en la literatura española escrita por menores de 50 años genios absolutos, inteligencias destacadas, debido a que hay demasiado talento, al contrario de lo que se piensa, y a que se publican decenas de novelas excelentes, cada una en su registro, cuyo brillo se anula en medio del brillo, como si en tiempos de Tiempo de silencio (la redundancia es consciente) hubiera habido dos, tres, cuatro, quince Luis Martín-Santos, de modo que la extravagancia y la particularidad de esa novela hubiera quedado inhabilitada por la extravagancia y particularidad de Tiempo de ruido, de Luis Martín-Santos Dos, a su vez obliterado en su excelencia por Tiempo de estruendo, de Luis Martín-Santos Tres, a su vez maniatado para el éxito por el éxito igualmente merecido de Tiempo de callar, de Luis Martín-Santos Cuatro, y hablo en serio: si nadie más publicara en España hoy en día, Brilla, mar del Edén pasaría a la historia de la literatura (Andrés Ibáñez) y también Hombre en azul, de Óscar Curieses, así como la ya olvidada (2000 o 2001) La mala muerte (ahora mismo no recuerdo el nombre del autor: en serio), o Menos joven (Giráldez: con la hora encima no tengo claro si es Luis Martín o Luis G. o…) y tantas otras novelas mucho más radicales que Tiempo de silencio, pues ¿con quién competía o se medía Tiempo de silencio?, con el silencio mismamente, con un alrededor iletrado o aliterario, con la nada que nada escribe, mientras que ahora, con tanto universitario y tanta cultura en vena, hay demasiados genios y no se puede triunfar tranquilo.