En la puerta, unos cuantos estudiantes de historia del arte se ponen en fila para recibir los auriculares con los que escuchar la voz del intérprete. Quien va a hablarles es francés, Jean-François Chevrier, profesor de la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de París. Va a presentar La alucinación artística, un libro que, a pesar de ser una obra imprescindible del pensamiento crítico contemporáneo, no está ni estará traducido a nuestro idioma. En la cola un hombre comenta a su acompañante que el acto le recuerda a otro celebrado en 1976, cuando el argelino Louis Althusser -filósofo de lengua francesa, como Chevrier- habló ante miles de estudiantes en la Facultad de Filosofía y letras. También dice que no le habría gustado vivir su juventud ahora. A mí no me importaría. Hay algo más de cien personas en la Sala de Conferencias del Complejo Triunfo, casi todos jóvenes y casi todos especialistas en historia del arte. Hoy en día, cualquier humanista de primera línea que no sea político ni haya tenido un affair con Lady Gaga, puede considerar ese número como un rotundo éxito.
Chevrier no solo es un experto en arte y medios de comunicación, sino también en literatura. La profundidad con la que habla de Mallarmé, de Rimbaud, de Blake o de Joyce es afín a la de los especialistas que dedican su vida entera a estudiar sus obras. Estamos ante uno de esos profesores excepcionales que aún es joven y consigue conjugar una precisa erudición con una relajada cercanía. Es consciente de la importancia de insuflar algo de ánimo en los pocos jóvenes que aún tienen arrestos para dedicarse a estudiar arte, y al principio de la charla se dirige directamente a ellos para ofrecer su personal y acertada declaración de principios sobre la práctica del pensamiento. Como expertos en ciencias sociales, deben alejarse de esa máxima castradora que les ha legado un sistema de estudios especializado. Las humanidades no son ciencias exactas y han de rechazar los remilgos del método científico. El filósofo está obligado a relacionar, a mezclar, a equivocarse, e incluso a decir tonterías. El historiador debe asumir la interdisciplinaridad y los errores de cálculo inherentes a ella. El humanista tiene que leer a Bergson y debe ser capaz de experimentar la duración (bueno, esto no lo dijo, pero si sigo sus consejos y me arriesgo, seguro que acierto: lo que dice es puro Bergson). Antes de entrar en materia, despotrica un poco contra la televisión e internet, esos dos hitos de la cultura y la comunicación de masas posmoderna. Es de suponer que se refiere a sus potencialidades desechadas: si bien podían haber sido las herramientas que en un marco menos cínico nos hubieran regalado un nuevo Renacimiento, han terminado por ser los motores de nuestra dispersión, nuestro despiste y nuestra involución. Puede que una mejor gestión de esas herramientas nos hubiera permitido disfrutar un mundo donde no solo se vende mala literatura, sino también obras brillantes, como el libro que nos ocupa.
Gestado a partir de una exposición que investigaba los efectos de la poética mallarmeana en las artes visuales (exhibida en Barcelona y Nantes en 2004 y 2005), La alucinación artística no pretende ser una historia sobre el arte y la locura, sino sobre los resortes síquicos de la actividad artística en general. Max Milner ya había abordado la alucinación en El Imaginario de las drogas, libro centrado en el relato fantástico desde Thomas De Quincey a Henri Michaux, pero era necesario ampliar ese estudio e incluir las artes visuales en los dos siglos anteriores, lo que el autor ya aclara desde el subtítulo del libro (De William Blake a Sigmar Polke). La alucinación como efecto procedente del delirio es una interrupción del orden normal de la percepción que desde el Romanticismo dejará de estar ligado necesariamente a lo religioso, y que se manifestará tanto en las obras plásticas como en las literarias. Ambas serán indisociables en este trabajo: el estudio sobre el pensamiento en imágenes incluye tanto a las obras que son imágenes como al análisis de las imágenes del pensamiento producido en los textos. El cuadro y el relato serán los espacios del delirio, los lugares donde la alucinación se encontrará con el fantasma. Así, tanto en El grito de Munch como en El castillo de Kafka, el lienzo y la página serán los vehículos donde proyectar con distintos procedimientos las alucinaciones que han alumbrado los delirios del terror y de los celos.
A partir del siglo XIX la alucinación ha sido estudiada siempre desde el ámbito de la razón, lo que no deja de ser una paradoja, ya que la alucinación procede fundamentalmente de una negación de la realidad perceptiva. La alucinación, más aún que el sueño o el onirismo, debe considerarse como una propuesta contra el estado de cosas (lo que Artaud definió como la mentira del ser). Sin embargo, la razón es un Dios bien asentado a estas alturas, y su negación, o relativización, no se gestará sin su permiso. Resulta curioso observar el modo en que Mallarmé y Rimbaud, los dos grandes ejes sobre los que pivotará la alucinación artística en la modernidad, explican los efectos del delirio dentro de un paisaje racional. Para Mallarmé toda alucinación es negativa, pues toda alucinación niega lo real. La desaparición del orden inteligible es una destrucción de lo aparente que permite la construcción del mundo verdadero, el mundo del orden mental. Esto entronca con la percepción de las visiones divinas premodernas, donde lo transcendental aparecía como una ausencia (pues no había en ella ningún rastro sensible). Ahora la imaginación será el vehículo de lo trascendente, el vacío, el lienzo y la página donde se plasmarán las manifestaciones de lo transcendental.
Rimbaud cree que la alucinación modifica la realidad y entiende que debe ser por tanto una actividad de la crítica, una actividad vinculada a los procesos racionales que abordan la realidad. La alucinación se entenderá como un procedimiento, como un desarreglo de los sentidos, la poética consciente que partirá de la razón para generar una actividad multisensorial que relacionará lo racional y lo irracional para hallar la nueva y verdadera racionalidad.
Tras detenerse a estudiar en la pantalla del proyector algunos cuadros y documentos escritos de Michaux, Nerval y Artaud, Chevrier explica brevemente el origen del término que da título al libro. Hipólito Taine, un filósofo y crítico francés de la época, le preguntó a Flaubert por su modo de trabajar. El autor de Madame Bovary le contó en una carta que, en ocasiones, cuando se ponía a trabajar, lo imaginado se mostraba más real que la propia realidad. El fenómeno era similar a las alucinaciones patológicas, que también sufría, pero se diferenciaban en que mientras estas venían acompañadas de un sentimiento de terror, de una intuición de que la muerte le rondaba, las alucinaciones artísticas solían venir de la mano de una sensación de placer y tranquilidad.
La fluidez del discurso de Chevrier hace que el tiempo de las preguntas quede reducido a unos minutos, y los que no sabemos francés y no pensamos comprar el libro de la editorial L’Arachnéen nos quedamos con nuestras dudas. Mi pregunta se basaba precisamente en la sorpresa de que fuera un naturalista como Flaubert el primero en hablar de alucinación artística. El naturalismo francés hunde sus manos de lleno en la filosofía positivista, que niega la existencia de todo lo que no se halle en la experiencia sensible, lo que a priori convertía a esta corriente en una isla dentro de esta particular historia de la alucinación. Al menos eso intuía yo. Al contrario que en el idealismo romántico, y al contrario sobre todo que en las vanguardias, el naturalismo se erige como el único lugar que preserva la mirada objetiva y cartesiana, aquel donde las alucinaciones parecen no tener cabida. ¿Cómo concebirlas allí? La característica gnoseológica del positivismo es el correlativismo, la estrecha conexión del sujeto y del objeto. El realismo no parece crear un mundo, sino duplicarlo. Ahora sé que Flaubert veía a sus personajes con una nitidez hiperrealista, y que hasta llegó a vomitar la cena tras describir el envenenamiento de Emma Bovary (y al parecer, tras sentir en la lengua el sabor del propio veneno), lo que responde a esa duda: las alucinaciones artísticas sí tenían cabida en el naturalismo. Pero la experiencia de Flaubert me hace plantearme otra: ¿Están las alucinaciones íntimamente relacionadas con el modo de producción artístico? Las alucinaciones de Flaubert parecen la prueba de una identificación, el correlativo absoluto no ya de un sujeto con la experiencia sensible, sino de un sujeto con su obra. Al hilo de esto me habría gustado preguntar a Chevrier si las alucinaciones artísticas son más realistas en los autores que utilizan una metodología naturalista, y si son más simbólicas y abstractas en los autores que han leído a Freud y han hurgado en la herida del inconsciente por medio de las drogas y las experiencias oníricas. Y, ya puestos, me habría gustado saber cómo podemos conjugar estas ideas con el hecho de que James Joyce fuera incluido en el cubismo, el surrealismo y el futurismo, cuando su método de trabajo era claramente naturalista. Nos interesaba bastante esto último en el Centro Guerrero, teniendo en cuenta la relativa proximidad de la exposición de Dora García sobre la Sociedad Joycena y su intento de lectura de la delirante y alucinatoria Finnegans Wake.
De las respuestas, ya casi sin intérprete, de la única pregunta que Chevrier puede atender, seguimos tomando notas inconexas. Los intensos desarreglos mentales de Artaud, que creía vivir en una obra de Nerval, destilan ideas que nos sugieren la voluntad de destrucción que anida en todo artista que aspira a crear un mundo, no a representarlo. Un cuadro de Polke aparece proyectado en la pantalla y nos sirve para asistir al punto de llegada que supuso el psicodelismo, el movimiento que un historiador definió como el surrealismo de la era tecnológica, donde la alucinación suple por completo la percepción. Chevrier, al hablar de esto, nos pone alerta sobre la importancia que dieron los surrealistas a la hipnagogía, esos sueños aún conscientes que se dan en el tránsito de la duermevela. Ya para los griegos la muerte y el sueño eran hermanos (Tanatos e Hipnos) y puede que situarnos ahí, en ese límite, sea la forma de acercarnos a la extraordinaria construcción de las alucinaciones artísticas. Teniendo en cuenta las respuestas que, intuimos, se esconden en nuestra desaparición, puede que también nos sirva para entender la inefable virtualidad de la condición humana. Una condición para la que, si alguien quiere describirla, deberá echar mano de algunas lagunas, un par de contradicciones, muchas paradojas y, en el caso de algunos que como yo aún estén aprendiendo a ser humanistas, alguna que otra tontería.
Interesantisimo,
gracias por mandarlo
En unos días , colgaremos la conferencia y la entrevista previa que hizo al profesor Chevrier, Gabriel Cabello, colaborador habitual de este Blog y profesor de historia del arte de la universidad de Granada. Gracias por seguirnos!
La admiración no es un pecado. Puede ser un camino espléndido, siempre de ida y vuelta. Gracias.
Estos genios/locos pueden hacernos disfrutar con sus obras y sus biografías pero casi todos ellos sobrellevaron unas vidas muy desdichadas. Un precio muy alto a pagar. Quizás demasiado.
Ser un genio pienso que te hace ver más allá de lo que se ve a simple vista, o sentirlo, hace que tu cabeza de vueltas aunque no quieras, planteandote cuestiones que la mayoría de la gente no se plantea, que le des vueltas y vueltas a los temas rompiendo los estereotipos. Desde luego, te quita tranquilidad y te hace vivir en la incertidumbre y en la búsqueda contínua. Ya se dice que la genialidad y la locura pueden estar muy cercanas, mezcladas, y ese es otro de los posibles miedos, el de enloquecer. Profundizar demasiado te puede llevar al abismo mental incluso, muy a menudo, sin llegar a ninguna parte satisfactoria. Por otra parte, la genialidad también puede ser apasionante, entrar en territorios desconocidos y conseguir grandes logros. Puede tener esa ambivalencia, como de algún modo las drogas. No se hasta que punto Blake entra aquí.