Todo el mundo en París lo sabe. En «Le Reflet», un pequeño café en la Rue Champolion, a pocos metros del edificio central de la Sorbona y justo frente a las salas de «Le Reflet Medicis» y «Sorbonne» (algo más abajo, en la esquina con Rue des Écoles, queda «Le Champo»), se habla de cine. Por alguna razón, los espectadores de los cines de la Rue Champolion suelen tener la necesidad de ir allí para conversar sobre lo que han visto. Quizá, puede pensarse, deberíamos tener en cuenta el éxito de los bares situados cerca de los cines como un elemento clave en la hermenéutica cinematográfica. O algo así, al menos, parece sugerir Jesús González Requena en la entrevista que precede a este post en el blog. Y no podemos estar más de acuerdo.
En 1988, en esa pequeña joya de la crítica cultural que es El discurso televisivo: espectáculo de la postmodernidad, Requena dejaba claro que la única forma de enfrentarse al modo de significar televisivo era hacerse cargo, de modo radical, del hecho de que la televisión está ahí, delante de nosotros. Hacerse cargo del hecho de que el cuerpo del espectador afirmado sobre su sillón se enfrenta a la imagen etérea de un rostro que, en general, le sonríe: a una imagen cuyo referente habrá de buscarse más en el inconsciente del espectador que en ningún otro lugar. Algo similar ocurre también con las imágenes, los rostros y las escenas del relato fílmico. Nuestro inconsciente, dice Requena, se inserta en el relato fílmico dejándose llevar por la «oleada emocional» que aquél provoca, mientras que la consciencia se queda al margen, percibiendo únicamente lo mínimo. Por eso, lo que la gente probablemente hace en «Le Reflet» es intentar, mediante la conversación que sigue a la sesión de cine, llevar a la consciencia a ese lugar donde, en realidad, nunca estuvo. Y no hay que ser un lince para deducir que el instrumento mediante el cual se pretende llevar hasta allí a la conciencia es el lenguaje, esa extraña y maravillosa condensación de la respiración que, propiciando lo que Bourdieu llamaba el despegue semántico, nos devuelve a un mundo estructurado de modo comprensible y de acuerdo con un orden simbólico en virtud del cual orientarnos moralmente.
El reto que Requena nos propone en la actual exposición del Centro Guerrero (Escenas fantasmáticas. Un diálogo secreto entre Alfred Hitchcock y Luis Buñuel) es, podría decirse, el de sustituir «Le Reflet» por el espacio del museo. El de sustituir la sintomática conversación que tiene lugar tras la proyección por el acto de hacer visibles, en virtud de la creación de las pautas y tempos idóneos que el museo permite, los mecanismos mediante los que esa oleada emocional nos arrastra, ubicándonos en el momento inmediatamente anterior a ese esfuerzo discursivo que pretenderá llevar a la consciencia hasta el lugar donde nunca estuvo. Ninguna mejor rúbrica para tal reto que una cita proveniente del ensayo de Walter Benjamin sobre la «facultad mimética», hoy convertido casi en moda a causa de la (problemática por deshistorizadora) reciente rehabilitación de la iconología Warburg a través de Benjamin: se trata de «Leer lo nunca escrito»; de hacer hablar a las imágenes a través de su descomposición y posterior asociación, de provocar sus secretas correspondencias, trabadas justo en el lugar previo a su inserción en un discurso, en la estela de lo que hace un siglo teorizaron Eisenstein y Moholy-Nagy ―y en la estela, por supuesto, de la libre asociación freudiana. Requena utiliza un verbo muy determinado para referirse al análisis que descompondrá, desmontará esas imágenes: deletrear. Y así, deletreadas, reducidas a una serie de unidades básicas cuyo significado dependerá de la trama de relaciones en que vengan posteriormente a insertarse, esas imágenes serán puestas a trabajar para cobrar sentido en relación con un código maestro, el código capaz de describir, con los instrumentos heredados del psicoanálisis, el proceso de construcción del yo.
El diálogo secreto sólo puede, por tanto, ser un diálogo que se desdobla: un diálogo que tiene lugar entre Buñuel y Hitchcock, claro, pero que también acontece entre ambos y nosotros mismos. Al fin y al cabo, si Psycho es capaz de impactarnos tan poderosamente ello es solamente porque nosotros también cargamos con las trazas que nuestro propio proceso de subjetivación ha dejado el palimpsesto de nuestro inconsciente: sin duda que si «Le Reflet» es un bar de éxito es porque en el intento de devolver la experiencia del cine a la consciencia hay en juego algo importante. Nada que resulte extraño, en cualquier caso, en la posibilidad de un diálogo entre Buñuel y Hitchcock. El surrealismo es la base de nuestra cultura audiovisual en general, y lo ha de ser de un modo más explícito en un director tan preocupado por los mecanismos de la psicosis como Hitchcock. El propio Requena ha escrito que lo siniestro (lo unheimlich de Freud) es el “color emocional” de la psicosis, y recordemos que Hal Foster (Compulsive Beauty, 1993) ha mostrado cómo “le merveilleux” de los surrealistas no era sino otro modo de nombrar lo unheimlich (en Buñuel, claro, el término correcto sería putrefacto). Tampoco a estas alturas podemos sorprendernos al descubrir concomitancias entre ciertos rasgos típicos del creador moderno y el desdén frente al mundo efectivo ―en beneficio de uno paralelo― o la hipersensibilidad que pueden caracterizar al paciente de esquizofrenia (una recomendación: el enciclopédico Madness and Modernism: Insanity in the Light of Modern Art, Literature and Thought―1993― de Louis A. Saas). Pero es cierto que las analogías visuales entre Buñuel y Hitchcock son, como muestra esta exposición, sorprendentes tanto por imponentes como por numerosas: el fuego en la chimenea tras los abrazos en Rebecca y en Una mujer sin amor; la mancha en la falda, casi surgiendo del sexo femenino de una mujer malvada, en Susana y en Stage Fright; los retretes de L’Age d’Or y de Psycho; la sangre en los dedos de Archibaldo de la Cruz (Ensayo de un crimen) y de Melanie (The Birds), provocada por una navaja de afeitar y por un pájaro respectivamente; los fantasmas femeninos de Un chien andalou y Vertigo, etc., etc…
Especialmente sugerentes son las analogías que tienen lugar entre las fantasías del asesinato del padre en The Birds y en Tristana, y entre la presencia del trozo de carne fría en Los Olvidados o en Le charme discret de la bourgeoisie, y esa misma presencia en una pesadilla de Hitchcock que él mismo relata, en Psycho y en The Birds, o entre la bofetada materna en esta última y la que sucede en Los Olvidados. Aquí, en estas figuraciones de la madre distante, fría y aniquiladora, es donde emerge la principal tesis que Requena quiere mostrar en esta exposición. Requena corrige a Freud señalando que la fantasía infantil «mi mamá me pega» no es un derivado del contenido inconsciente «mi papá me pega», sino el núcleo central de la escena fantasmática. El dibujo de la imagen central del sueño de El hombre de los lobos, un tronco seco y truncado en cuyas ramas se posan una serie de lobos blancos, le permite señalar que, frente a la interpretación freudiana que lo tomaba por una simbolización del acto sexual de los padres, en ese árbol seco y truncado en la parte superior lo que se está representando es justamente el truncarse de la simbolización, la escena sexual como algo no integrable, como una escena de aniquilación donde los lobos amenazan con despedazar al sujeto. Y así, concluye Requena, y como en los sueños de The Birds y Tristana, aquí es la madre la que devora al padre, y es en ese acto materno aniquilador donde está el origen de la imposibilidad de fraguarse de la realidad psíquica, es decir, de la psicosis. Una excepción en la obra de Freud, pero acaso, sostiene Requena, algo de mayor fuste en el interior de un Siglo XX en el que se han producido dos holocaustos en nombre de la figura femenina de la patria, y donde Psycho ha sido sin duda el film que más ha estremecido a los espectadores de su segunda mitad. Nosotros, desde luego, no hilamos tan fino. Más que deletrear, lo que nos gusta es ir a «Le Reflet» después del cine. Pero también es cierto que al visitar la semana pasada la exposición, comprobamos que en la sala superior, en la capilla guerrero, la rotación de la colección nos ofrecía esta vez La brecha de Víznar. Y que allí, en blanco, negro y rojo, se nos muestra inquietante el intento con que en 1966 José Guerrero pretendió exorcizar el asesinato, justamente, del andalou de Buñuel a manos de una patria: un barranco de muerte, una herida sangrante, un sexo femenino…
Gabriel Cabello
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