Don Delillo, Mao II, Seix Barral, traducción de Gian Castelli, 319 páginas, 2013
Bill Gray es un escritor que escribe y reescribe eternamente una novela que no consigue acabar o que no quiere acabar o que no puede acabar. Supuestamente tiene entre manos una novela fallida, aunque quizá no lo sea, quizá lo que ocurra es que Bill ha pasado de ese estadio natural del escritor que empieza una historia, la acaba y la publica a ese no menos natural pero quizá más avanzado que le impele a empezar un texto y a quedarse a vivir dentro de él sin remedio. Bill sería el epítome del verdadero escritor si asumimos que escribir es una imposibilidad, o mejor dicho, si asumimos que dar por finalizada una novela es asumir un artificio: detener ese proceso que, como la vida, siempre está en marcha porque algo de fuera de ese proceso (el mundo editorial) decide explotarlo económicamente. En esas está Bill, bregando con Scott, su ayudante que hace las veces de madre, y con Karen, mujer de Scott, que hace las veces de esposa para ambos, cuando irrumpe, por un lado Brita, y por otro su editor. La primera, para hacerle precisamente unas fotos e interrumpir el proceso literario, y el segundo para involucrarle en ese proceso en marcha que es la vida y pedirle ayuda en la liberación de un autor secuestrado por un grupo terrorista maoísta en Oriente Medio.
Mao II ganó en 1992 con el PEN/Faulkner Award. Thomas Pynchon dijo de la novela: «DeLillo nos arrastra a un viaje sin aliento, más allá de las versiones oficiales de la historia cotidiana, detrás de las fáciles presunciones sobre quién se supone que somos, con una visión audaz y una voz elocuente y moralmente definida únicas en la literatura norteamericana».
Somos conscientes de que Don Delillo ya había aparecido en esta sección del Blog del Guerrero. Es el primero que repite, pero por algo es el mejor escritor vivo que tenemos en la tierra. Además, nadie como él para hablar de arte en una novela. Creo, de hecho, que debió de ser él quien inspiró la creación de esta sección en nuestro blog. Y no solo porque hablara a menudo de arte en sus libros, ni porque al hacerlo nos estuviera enseñando continuamente cosas sobre el mundo, el arte y nosotros, sino porque es el escritor que lleva más lejos la idea del arte en su propia escritura. O dicho de otra forma, porque es el prosista que ha demostrado que la poesía no tiene por qué aparecer siempre en forma de versículo, y eso es, definitivamente, entender la literatura no como negocio o como entretenimiento, sino como un arte que se reconoce a sí mismo como un modo de conocimiento. Les aseguramos que al final pondremos la cita que justifique la sección, en la que expresamente aparecerá el arte, o un museo -o más bien, la gente en un museo-, y tampoco ahí nos alejaremos del increíble talento del escritor italoamericano para construir párrafos y hacer de ellos auténticas obras de arte. Sin embargo, antes de eso, permitan que les lleve a la página 71 donde Bill contesta a Brita, que le hace fotos, a propósito de alguna pregunta sobre la construcción de sus párrafos. Es decir, a propósito del arte «plástico» en la literatura:
Al término de cada frase aguarda una verdad, y el escritor sabe reconocerla cuando por fin la alcanza. En un determinado nivel, esa verdad constituye el ritmo de la frase, su cadencia y su equilibrio, pero a un nivel más profundo representa la integridad del escritor enfrentado al lenguaje. Yo siempre me he visto a mí mismo en las frases. A medida que elaboro una frase, comienzo a reconocerme, palabra por palabra. El lenguaje de mis libros me ha modelado como hombre. Una frase que nos sale bien está dotada de fuerza moral. Revela la voluntad de vivir del escritor. Cuanto más profundamente me sumerjo en el proceso de lograr la perfección de las sílabas y el ritmo de una frase, más aprendo de mí mismo.
Y ahora sí, el fragmento sobre arte:
La gente se hallaba reunida en un descabellado espacio blanco dispuesto varios niveles por debajo de tuberías, extintores de techo y luces de posición, charlando y sosteniendo plateados cócteles en la mano. En los muros aparecían colgadas obras de rusos vivos, principalmente grandes lienzos de atrevidos colores, pintura de superpotencia, ambiciosa e impregnada de mensaje.
Brita se desplazaba a través de la muchedumbre, abriéndose paso de costado, alzando la copa en alto, percibiendo el intercambio de miradas, el modo en que los ojos consumen su alimento captando rostros, traseros, chaquetas de terciopelo, camisas de seda, el modo en que los cuerpos se inclinan involuntariamente hacia toda figura bien conocida que haga su aparición en la estancia, el modo en que la gente participa en un diálogo mientras presta atención a otro, el modo en que todos dirigen su energía a otro lugar diferente, a algún brillante destello en sus proximidades, toda la forma y el estado y la historia de esta breve hora de la verdad. Parecía existir cierto punto imaginario de interés común, cierto agrupamiento central y cambiante de conversación, si bien todos los presentes conservaban la consciencia de la calle que se extendía al otro lado de las lunas. En cierto modo, se hallaban allí para la gente de la calle. Sabían exactamente el aspecto que ofrecían a los peatones y conductores que pasaban frente a ellos, a los pasajeros que viajaban de pie en los autobuses atestados. Parecían flotar en un mundo exterior. No eran más que curiosos del arte, pero su aspecto era privilegiado e inviolable, como el de almas trascendentales iluminadas frente a la noche que avanzaba. Compartían una inmovilidad propia, una afilada calidad de aguafuerte que proporcionaba a aquella escena casual un derecho adquirido de permanencia, como si creyeran que aún podrían estar allí transcurridas mil noches más, limpios e ingrávidos, despertando una leve admiración en los transeúntes.
Le costó algún trabajo alcanzar el cuadro que tanto la había atraído. Una serigrafía sobre lienzo con unas medidas aproximadas de un metro y medio por uno ochenta. Se titulaba Gorby I y mostraba la cabeza y los hombros del presidente soviético dispuestos frente a un dorado fondo bizantino formado por las manchas de diversas pinceladas expresivas y señaladas por la textura del tiempo. Su piel mostraba el rubicundo color del maquillaje televisivo, y aparecía adornada por un cabello rubio, unos labios pintados de rojo y una sombra de ojos de color turquesa. Tanto su traje como su corbata eran de un intenso color negro. Brita se preguntó si aquella pieza no sería aún más warholiana de lo que se esperaba de ella, como algo situado entre la parodia, el homenaje, el comentario y la apropiación. En unos pocos kilómetros cuadrados a la redonda de aquella galería habitaban seis mil expertos en Warhol, y aunque ellos ya se habían encargado de decirlo todo y de sugerir todos los argumentos posibles, Brita pensó que le parecía detectar en aquel cuadro una manifestación máxima de la solubilidad del artista y la exaltación de la figura pública, de hasta qué punto es posible fundir entre sí las imágenes, la de Mijaíl Gorbachev con la de Marilyn Monroe, y apropiarse de las auras, la Dorada Marilyn y el Blanco-cadáver de Andy, y acaso otras seis cosas más. En cualquier caso, no resultaba divertido. Se había molestado en atravesar la estancia para contemplar de cerca aquel divertido icono fotográfico pintado por encima para encontrar que no resultaba divertido en absoluto. Quizá debido al traje de sepulturero que llevaba Gorby. Y la sensación de que los apelmazados polvos faciales y el color amarillo-limón de los cabellos no eran sino una imitación de la muerte a través de los cosméticos. Y el eco mismo de Marilyn y el hechizo necrófilo que impregnaba la obra de Andy. Brita le había fotografiado años atrás y ahora una de sus fotografías colgaba en una exposición montada unas pocas manzanas más abajo, en Madison Avenue. La imagen de Andy sobre lienzo, masonita, terciopelo, papel y acetato, Andy con pintura metálica, con pintura serigráfica, con lápiz, polímero, pan de oro, Andy en madera, metal, vinilo, algodón y poliéster, bronce pintado, Andy en postales y en bolsas de papel, en mosaicos fotográficos, en series múltiples, en transparencias teñidas, en copias de Polaroid. La cicatriz de Andy, la fábrica de Andy, Andy posando de turista en Pekín frente al gigantesco retrato de Mao expuesto en la plaza principal. Le había dicho a Brita, «El secreto de ser yo reside en que sólo estoy aquí a medias». Y ahora estaba allí por completo, reprocesado a través de cadenas de existencia pintadas, escudriñando la multitud desde un par de bruñidos ojos rusos.
Brita oyó a alguien pronunciar su nombre. Se volvió y vio a una mujer joven vestida con una chaqueta vaquera que silabeaba lentamente la palabra Hola.
—Escuché el mensaje que dejaste en el contestador diciendo que quizá estarías aquí alrededor de las siete o las ocho.
—Lo dejé para la persona con quien he quedado para cenar.
—¿Te acuerdas de mí?
—¿Te llamabas Karen?
—Que qué hago aquí, ¿no?
—Creo que temo preguntártelo.
—He venido en busca de Bill —dijo.
Muy mejor que bien.
Un pero, claro. Si no para que molestarse.
¿Quién ha traducido ese texto?
A Pomet lo que es de Pomet.
A DeLillo lo que es de DeLillo.
Al César lo que es del César y a Dios que le den morcilla.
Queremos decir: que aunque Javier Calvo se propusiera en su día traducirlo todo como buen «hay un traductor en España que lo traduce todo», que decía la canción, no hemos llegado aún a eso (falta poco), así que tal vez no esté de más explicitarlo en algún lado por ahí en la ficha del libro o qué sabe nadie. De lo contrario daremos por hecho que, efectivamente, ha sido Javier Calvo quien ha vuelto a cometer traducción.
Fallo subsanado
Y no, en este caso quien estaba a cargo de la traducción no era Javier Calvo, sino Gian Castelli…
Gracias. Todo un detalle.
Un saludo.
TMZ