A propósito de la ciudad que desaparece: de Torres Balbás al Palacio de la República de Berlín
Si eliminamos el símbolo estamos destruyendo las paredes de nuestra propia casa.
Philip Gröning, Die Groβe Stille
Granada y las ciudades que desaparecen
Ya se ha dicho: la ciudad es un palimpsesto.
La ciudad desaparece, se tacha, se esparce, se retuerce. También se reescribe, se levanta, se construye continuamente. Leopoldo Torres Balbás dejó escrito: «Un antiguo edificio de Granada está derribándose actualmente. Su desaparición ha dado lugar a pocos lamentos y a muy escasas protestas. Sin embargo, con el viejo caserón con honores de palacio venido a menos, albergue últimamente de gente modesta, ha desaparecido una parte más del espíritu de esta vieja ciudad, cuyos habitantes parecen empeñarse desde hace un siglo en borrar rápidamente todos los recuerdos de su historia».
La ciudad, como concepto, está sujeta a ciclos continuos de construcción y destrucción. Tales ciclos no admiten juicio, no son en sí mismos ni buenos ni malos. Simplemente ocurren como suceden las transformaciones en cualquier organismo vivo. Una ciudad viva está siempre sujeta al cambio. No obstante, es indudable que hay pérdidas terribles para el tejido urbano y construcciones nuevas que nada aportan a la riqueza arquitectónica, cultural o social de las ciudades.
Hay ciudades que son símbolos. Creemos conocerlas como quien conoce una idea o una palabra. Y a veces nos parece que no pudieran cambiar o transformarse, que de alguna manera están ya terminadas. Pero eso nunca ocurre. Nueva York no está terminada, Granada no está terminada, Berlín no está terminada. Ninguna ciudad que sea digna de llevar este nombre lo está. Y, así, las piezas que parecen maestras, las claves de los arcos de lo urbano, caen como caen las ruinas. Y la ciudad desaparece. Leopoldo Torres Balbás dejó escrito: «El Ayuntamiento “mandó destruir el pilar monumental que había en la plaza Nueva, el cual tenía dos esculturas de leones bellamente ejecutadas por el reputado artista florentino José Sangronis”. La misma Corporación, “de acuerdo con la Junta de Gobierno revolucionario, dispuso echar abajo la iglesia de San Gil en octubre de 1868”, edificio con “preciosas techumbres mudéjares y magníficas y elegantes portadas de renacimiento, esculpidas por1 Diego de Siloé”. De él quedan menguados restos en el Museo Provincial. Hacia mediados de siglo debió destruirse buena parte del edificio de la Alhambra llamado hoy Torre de las Damas, en el Partal. En 1834 aparece en un dibujo de Lewis su fachada, que llegó a nuestros días alterada en gran parte. El fuego, mientras tanto, destruía la iglesia de San Andrés, de la que no quedaron más que la portada y torre; en 1843, la antigua Alcaicería árabe, donde se conservaban preciosos restos de su origen; en 1879, el edificio llamado los Miradores, levantado por trazas de Diego de Siloé en 1540 en la plaza de Bibarrambla, siendo luego bárbaramente demolida la fachada, conservada después del incendio. En 1843 fue derribada, por ruinosa, la llamada Casa de la Moneda, hospital de locos construido por Mohamed V y destinado a aquel uso por los Reyes Católicos. Estaba delante del convento de la Concepción, y sus restos fueron desapareciendo bárbaramente en años sucesivos. Salváronse dos leones de mármol y la inscripción que había sobre la puerta, conservado todo en la Alhambra, en el Partal».
Berlín y la ciudad que desaparece. Aparición y desaparición del Palacio de la República
El Palacio de la República, obra del arquitecto Heinz Graffunder, construido entre 1973 y 1976 después de que las autoridades de la RDA demolieran en 1950 lo poco que quedaba del Palacio Real de los Hohenzollern tras los bombardeos de 1945, fue durante años uno de los edificios emblemáticos del Berlín oriental. El Palacio de la República, sede de la Cámara del Pueblo (el llamado parlamento de la República Democrática Alemana), representaba perfectamente el modelo arquitectónico soviético y su maquillada modernidad de fines propagandísticos. Así, la incómoda realidad social, duramente represiva y económicamente maltrecha, quedaba atenuada entre los restaurantes, galerías de arte y espacios escénicos que dicho palacio albergaba.
La caída del Muro de Berlín trajo consigo una conmoción social y política de tan alto nivel que la pervivencia física de símbolos del pasado, como el Palacio de la República, se convirtió en una cuestión secundaria. El hecho que desencadenó el fin del palacio de la República no fue de orden simbólico, sino práctico: el descubrimiento, en la década de los 90, de la contaminación del edificio por amianto y el serio peligro que esto podía representar para sus usuarios. El valor histórico, artístico y patrimonial quedó relegado a un segundo plano. En 2003 ya se habían eliminado todos los materiales peligrosos y retirado todo tipo de mobiliario u ornamento, dejándolo listo para ser demolido.
De nuevo en la ciudad de Berlín se repetían unos hechos similares: tras la caída del Palacio Real prusiano, destruido en la guerra y eliminado como muestra de la implantación de un nuevo régimen político, se procedía a la eliminación del Palacio de la República en plena recuperación de la democracia. Sin embargo, aun asumiendo la dudosa medida de derribar el Palacio de la República, tal vez amparada en la costosa y peligrosa sustitución de sus materiales, era difícil encajar la decisión del parlamento de reconstruir la fachada del antiguo palacio prusiano. Según el proyecto que se hizo público en esos días, el Palacio de la República se sustituiría por un nuevo edificio, exteriormente réplica del Palacio Real, interiormente un moderno complejo multifuncional sin relación directa con su reconstruida fachada histórica. Finalmente, desoyendo todas las protestas, ante un edificio que había sido ocupado y autogestionado de manera brillante, recuperándose como símbolo vivo de la cultura democrática de este nuevo periodo, el Palacio de la República comenzó a demolerse el 6 de febrero de 2006. La demolición se realizó con extremo cuidado debido a la cercanía de la catedral de Berlín. Así, en lugar de derribarse, el Palacio fue desmontándose pieza a pieza en el orden inverso al que se construyó.
Ciudad que aparece y desaparece
El director de cine Wim Wenders dejó escrito: «Entender la ciudad como un libro de historia abierto. Esto es importante para una ciudad: que permita percatarse de las huellas del tiempo. Lo más interesante de las ciudades es que, de forma natural y osada, lo nuevo se levante junto a lo viejo. Esto es lo que encuentro realmente maravilloso. Pero cuando lo nuevo intenta complacer a lo antiguo, destacar sus atributos, formar una especie de combinación, creo que es algo terrible. La ciudad es lo contrario a la homogeneidad. La ciudad quiere definirse por medio de contradicciones, quiere estallar». La mirada de Wim Wenders sobre la arquitectura en general, y sobre Berlín en particular, es una mirada limpia, sin juicio moral. Por tanto es capaz de apreciar el valor de una ciudad inacabada, rota, alejada de cualquier canon de belleza al uso. Una ciudad en la que se pueden escuchar todas las voces. La realidad, con sus inconvenientes e imperfecciones es siempre preferible a una existencia ideal que encuentra vacía. Como afirmaba Antonio Jiménez Torrecillas, la imperfección de la realidad es superior a cualquier utopía previa. Así, el verdadero valor se encuentra en la ciudad real antes que en otros modelos agotados, cerrados, terminados, donde los centros históricos han pasado a ser meros escenarios turísticos faltos de vida, donde la arquitectura no es verdad, sino apariencia.
Cuando las ciudades (Berlín, Granada…) se ven privadas de un hecho urbano representativo, sin duda se resienten en lo más hondo de su naturaleza. La destrucción del intrincado centro urbano de Granada dejó paso, en época de Torres Balbás, a la nueva arquitectura burguesa de las grandes vías. La destrucción del Palacio Real de los Hohenzollern por las bombas dejó paso a la construcción del Palacio de la República. Los ciclos de destrucción y construcción, entendidos como algo inevitable, propio del ADN de la naturaleza urbana, son válidos cuando permiten crear una seña de identidad con valor patrimonial capaz de sustituir a la anterior. Sin embargo, dichos ciclos pueden fácilmente carecer de una mirada valiente y lúcida sobre el patrimonio, sobre los valores de la memoria que es preciso proteger. De este modo, no es arriesgado afirmar que la reconstrucción de una falsa fachada, similar a la del Palacio Real en su forma literal e histórica, difícilmente logrará tener en Berlín un valor simbólico similar al del Palacio de la República. O como mucho, con el tiempo, retratará la indecisión y debilidad intelectual y arquitectónica de una época que no merecería, tal vez, quedar fijada así en la memoria.
En Granada, el palimpsesto conformado por la Gran Vía, la Alcaicería, el amplio conjunto catedralicio y la antigua sede del Diario Patria, actual Centro José Guerrero, supone un interesante ejemplo de cómo respetar la herencia recibida y el genius loci del lugar, sin traicionar la modernidad de la propia época. Sobre esto, Anatxu Zabalbeascoa dejo dicho: «Frente a la majestuosa catedral de Granada se levantó el Centro José Guerrero, un edificio rompedor, pero sobrio, abstracto y austero que, lejos de enfrentarse a la catedral, se sumaba a ella para recomponer el paisaje de la ciudad. El centro, concluido en el año 2000, es un marco limpio, emblemático y escultórico para la obra del pintor, pero es también, para el visitante, un ascenso en busca de la luz y, por supuesto, un mensaje de futuro: una contribución a la evolución de la ciudad».
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