Una mirada lejana
En el año 2006, el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) acogió una exposición dedicada a la arquitectura española contemporánea, On-site: new architecture in Spain, en la que se mostraban 18 obras terminadas y 35 proyectos. El comisario de la exposición, Terence Riley, tras 13 años al frente del departamento de arquitectura del museo neoyorquino, había proyectado una muestra dedicada a la arquitectura pública del siglo XXI como despedida de su puesto. Sin embargo, durante la selección de edificios para dicha muestra Rilley llegó a la conclusión de que España era el lugar donde la arquitectura contemporánea de calidad se estaba desarrollando con mayor intensidad, creando un «centro internacional de innovación y excelencia en el diseño». Despojado de cualquier característica unificadora, el estilo español se basaba en una heterogénea excelencia. Según Rilley, no existía un estilo español en arquitectura, como tampoco rasgos comunes, escuelas o tendencias, más allá de la calidad propiciada, en gran medida, por el boom inmobiliario, la inversión pública y la particular formación de los profesionales en España.
Merece la pena resaltar que, después de los grandes focos de actividad que representan Madrid y Barcelona, Granada ocupaba el tercer lugar si atendemos al número de obras seleccionadas. La ciudad histórica, su tejido de palimpsesto imbricado en capas mezcladas, yuxtapuestas, superpuestas e irremediablemente borradas unas sobre otras, acogía sin reservas las propuestas innovadoras de la arquitectura contemporánea.
Diecisiete años después, el panorama español es algo distinto. Tras una crisis económica que afectó con especial fuerza al sector de la construcción, con una degradación urbanística y paisajística acusada, la producción arquitectónica en España ha tenido que comenzar a reinventarse. Mucho de este reciclaje mental pasa por poner en tela de juicio el antiguo modelo, la huella desmedida de edificios emblemáticos o la falta de sostenibilidad, cuando no del mínimo sentido común constructivo, de mucha de la arquitectura depredadora de los últimos tiempos. En el caso particular de Granada, construir en la ciudad terminada ha supuesto un reto extra a la ya de por sí delicada situación de la arquitectura contemporánea.
Granada-Nueva York
Las relaciones poéticas entre Granada y Nueva York llevan irremediablemente a Federico García Lorca. Su visión de la gran ciudad, fascinante y absolutamente terrible al mismo tiempo, sigue de algún modo vigente en nuestros días. La idea de ciudad terminada es inherente a las ciudades icono de la humanidad, es decir, aquellas de las que podemos tener una imagen clara y conceptual que de alguna manera podríamos llamar poética. Sin embargo, dicha idea es, en la mayoría de los casos, imperfecta, imprecisa, cuando no contradictoria o falsa. La ciudad, por definición, es un artefacto humano que nunca se termina, siempre está sujeto a procesos, más o menos profundos, de transformación. Los ciclos de construcción y destrucción de la ciudad se suceden irremediablemente, haciendo que la imagen, o casi el arquetipo, al que nos remiten se vaya sutilmente transformando.
En el caso de Nueva York es posible inventariar una serie de actuaciones recientes que, en las últimas décadas, ha llegado a transformar algunos elementos destacados del paisaje urbano a pesar de que, aparentemente, la idea de Nueva York siga apareciendo inalterada en nuestro imaginario. Estas son algunas de ellas.
Nueva York, entre la capitalidad del siglo XX y la nueva ciudad del siglo XXI
Dos grandes acontecimientos arquitectónicos han marcado, en Nueva York, la transición entre los siglos XX y XXI. En primer lugar, la destrucción del World Trade Center y sus icónicas Torres Gemelas, con la posterior construcción de una nueva y simbólica torre, así como un memorial para las víctimas. La creación de un espacio público, donde dos enormes fuentes trazan el perímetro que una vez delimitaran las Torres Gemelas, supuso una inédita reforma en una zona altamente densificada de la ciudad. El cambio en el archiconocido skyline y la aparición en dicha zona de edificios de autor (museo, estación…) han supuesto también una drástica transformación en la percepción de la ciudad. En segundo lugar, la recuperación de la olvidada línea elevada de ferrocarril, Highline, para convertirla en un paseo verde que atraviesa suturando la parte oeste de la urbe, logró renovar las relaciones sociales y económicas de una importante zona, añadiendo una capa nueva de ocio y turismo, algo casi imposible de soslayar en nuestros días.
La lista de actuaciones recientes en la aparentemente terminada ciudad de Nueva York es larga: la conversión de la calle Bowery en un centro artístico con destacadas piezas museísticas; la mirada hacia Roosevelt Island, una zona a la que tradicionalmente la ciudad había dado la espada, para introducir un uso universitario y un carácter monumental; la conciencia patrimonial sobre elementos del siglo XX como los luminosos publicitarios de Queens, avalados por la nueva biblioteca del decano de los arquitectos neoyorquinos, Steven Holl; las nuevas tipologías de rascacielos, edificios dotacionales, miradores, estructuras enfocadas a un turismo de masas…
Nueva York a la sombra del unicornio
Frente a todo esto, en el extremo norte de la isla de Manhattan, los Cloisters, unos impensables claustros románicos, avanzan sobre una lengua de tierra sobre el Hudson, encaramados a la roca, escondidos en su propio Finis Terrae, alejados del ruido, sujetos a unas reglas de tiempo diferentes. Una arteria de metro dibujada parece atravesar el abismo que separa los Claustros del downtown, como una pasarela delgada e irreal. Una corriente secreta escapando del negro sumidero que, hacia la huella de las torres caídas, gotea cada calle de la isla. Conforman estos claustros piezas de San Miguel de Cuixa, Saint-Guilhem-le-Désert, Bonnefont-en-Comminges, Trie-sur-Baïse, y Froville. Edificios que fueron desmontados, cuyas piedras, enviadas a Nueva York entre 1934 y 1938, fueron recompuestas con un sentido nuevo, un híbrido magnífico, absurdamente extraño. Jardines medievales, según la indicación de viejos manuscritos, rodean el conjunto. Casi como una broma, el vacío de los claustros son dos huellas gemelas ligeramente desplazadas. Innumerables piezas colonizan el interior: vitrales y columnas, manuscritos, tesoros y marfil, pinturas y esculturas, columnas medievales finamente talladas. Y en el centro de todo, los tapices de La caza del unicornio. No hay una historia clara, ni siquiera se sabe a ciencia cierta si los siete tapices formaban un conjunto. La fecha de su origen, en torno a 1500.
Los Claustros representan una enorme metáfora en cuanto a la transformación de lo terminado: la segunda vida de unas piezas descontextualizadas, su relación con una ciudad plenamente contemporánea o el siempre presente conflicto entre tradición y modernidad. La ciudad terminada, bajo este prisma, no existe como tal. Existe una tensión, siempre por resolver, entre lo que la ciudad lega a los habitantes de su presente y lo que estos han de proponer. En palabras del arquitecto Antonio Jiménez Torrecillas: «Herencia, evolución…: transmisión. El verdadero valor no está tanto en lo que generosamente hemos heredado, como en aquello que generosamente debemos aportar». Algo que podemos constatar, no solo en Nueva York, sino también en Granada.
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