Representar edificios, construir cuadros (I)
Juan Calatrava, catedrático de Composición Arquitectónica en la Escuela de Arquitectura de Granada, nos tiene acostumbrados a las más interesantes propuestas de relación interdisciplinar: arquitectura y literatura, arquitectura e historiografía, arquitectura y cine, arquitectura y pintura… Acerca de esto último, leemos: «Al igual que ocurre con el retrato como género pictórico, puede decirse que existe una historia del retrato de ciudades que, como aquel, oscila entre la representación simbólica e indiferenciada y la realista e individualizada. Las representaciones pictóricas de lo urbano han sido instrumento de poder, objeto de estrategia militar, elemento propagandístico para la glorificación de una ciudad, expresión de un sentimiento religioso, vehículo privilegiado de una visión estética, herramienta para las transformaciones futuras de las ciudades, cristalización visual de propuestas urbanísticas, imagen de nuevos modos de vida, etc.».
El encuentro científico con el que, el pasado septiembre, se abría el programa de la X Cátedra del Prado bajo la dirección de Juan Calatrava, planteaba una reflexión general sobre algunas de las principales cuestiones que suscita, a lo largo de la historia, la representación pictórica del entorno construido del hombre, de sus edificios y de sus ciudades. Según Calatrava: «Entre las ruinas de los edificios habita el tiempo. La tensión entre los estragos producidos por el paso del tiempo o por la acción humana y la aspiración de la arquitectura a la perduración ha sido frecuente objeto pictórico, con diversas significaciones a menudo mezcladas. Las ruinas de los templos antiguos podían, así, aludir tanto al triunfo del cristianismo sobre el paganismo como a los intereses arqueológicos de los humanistas. Fue en el siglo XVIII donde, de la mano de artistas como Hubert Robert o Piranesi, se establecieron las bases de una “poética de las ruinas” (en expresión de Diderot), que los pintores románticos desarrollarían hasta el extremo».
La representación pictórica de la arquitectura, es decir, de los espacios, es un tema tan amplio como el de la propia historia de la pintura. Más allá de las grandes vistas de las ciudades, la representación de los espacios arquitectónicos más cerrados, reducidos o domésticos aparece de muy diversa manera, como protagonista principal o secundario, en todos los periodos del arte. La construcción del cuadro a la hora de representar un espacio obedece a diferentes propuestas compositivas en las que la geometría juega un papel fundamental. En este sentido, el problema geométrico al que se enfrentan los artistas del Siglo de las Luces ejemplifica algunas de las claves de este extenso tema. Para abordarlo, nos detendremos brevemente en la obra dispar de dos creadores. Por un lado, las composiciones unitarias, cerradas y centradas de Jacques-Louis David, paradigma de compromiso moral y cívico. Por otro, el desorden fragmentado e inacabado de las Cárceles piranesianas, recordatorio de que no todas las buenas intenciones ilustradas han de llegar necesariamente a buen puerto.
Un problema geométrico en el Siglo de las Luces (I)
El Siglo de las Luces, como casi todas las edades de la humanidad, fue una época convulsa y particularmente compleja, difícilmente explicable desde una sola óptica, donde la relectura del Clasicismo convive con la anticipación de las ideas estéticas románticas en un variado crisol de tendencias y movimientos. El triunfo de la sociedad burguesa y la caída del sistema de privilegios del Antiguo Régimen convergen en un momento de especial efervescencia espiritual, germen del pensamiento contemporáneo, donde la razón pura y objetiva coexiste con el inicio de una profunda reivindicación de la subjetividad y del mundo sensorial. La vuelta a los idealizados modelos grecorromanos y renacentistas (democracia y república, conciencia ciudadana frente al imperativo absoluto de la monarquía) tendrán su exacta correlación en el mundo de la pintura y de la arquitectura. Pero el nuevo clasicismo no será una simple relectura de patrones antiguos, puestos de relieve por las excavaciones y descubrimientos arqueológicos, sino una búsqueda de valores estéticos contrapuestos al barroco tardío que acentúan la oposición ideológica de los ilustrados.
Las categorías estéticas marcan un punto de inflexión, y la diferencia entre lo sublime y lo bello abre el debate artístico. Frente al orden pautado de la antigüedad clásica, el mundo onírico irrumpe como una procelosa emanación de los estratos más soterrados del individuo. A la vez, el pintoresquismo y la pintura del paisaje adquieren un relieve inusitado gracias a la difusión de las obras gráficas de los grandes restos arqueológicos que se prodigan con los artistas del Grand Tour. Lo pintoresco, aquello que por su singularidad merece ser representado pictóricamente, lo cambiante, lo irregular, lo que puede maravillar por su grandeza o extrañeza, trasciende la noción clásica de placer estético.
En todo este proceso gana protagonismo la geometría como herramienta de representación. Ya anteriormente, la revolución de la perspectiva en el Renacimiento había supuesto un gran avance en la historia de las artes y en la historia de las ideas. Si en la Antigüedad la protoperspectiva era el reflejo de una sociedad teocrática, en el Renacimiento acompaña el surgimiento de la moderna antropocracia. Así como los artistas de la Antigüedad eran incapaces de representar un espacio continuo, tampoco los filósofos podían concebirlo. Las relaciones espaciales se reducían a cuerpos, capaces de relacionarse indistintamente unos con otros mediante su dimensión, en un continuo recipiente indefinido de no cuerpos. Por el contrario, la moderna perspectiva conducía una sistematización del espacio hasta conseguir mesurarlo y definirlo, incorporando con éxito la noción de infinito que la escolástica estaba introduciendo en el debate filosófico. El descubrimiento del punto de fuga, como imagen del punto inalcanzable al que convergen todas las líneas de profundidad, ilustra a la perfección el descubrimiento del propio concepto de infinito. A raíz de la implantación de la perspectiva, la representación del espacio es independiente de la existencia o no en él de objetos. La nueva filosofía renacentista tiene de este modo su equivalente en la representación de la perspectiva, ya que el hombre (los cuerpos, los seres) y el espacio en el que se encuentran pueden concebirse por separado aunque ambos obedezcan a leyes similares. Sin embargo, el infinito al que convergen todas las líneas queda determinado por el punto de vista, donde se pone de manifiesto la subjetividad de quien contempla. La perspectiva, además de sistematizar la percepción y representación del mundo, aporta la centralidad de la visión antropocéntrica.
La vida y la obra de Jacques-Louis David giran en torno a la Revolución. Por vez primera los artistas se comprometen decididamente con el espíritu, pero también con la práctica, de una corriente política y social. La ideología política irá impresa en toda la obra de David y su pintura pasará a ser un instrumento propagandístico, aleccionador de los valores cívicos ilustrados.
El juramento de los Horacios, quizá la obra cumbre de David, es un ejemplo perfecto de cómo a través de la visión geométrica puede seguirse la pista de unos valores éticos y estéticos profundamente relacionados. En vertical nos encontramos frente a un tríptico, perfectamente resaltado por la disposición de los personajes y la severa arquitectura que los acompaña. Una arquitectura clásica, centrada, contenida, símbolo del férreo orden establecido. El primer fragmento del cuadro nos acerca a los héroes que se marchan, el compromiso cívico y el peso de la razón de Estado. Los otros dos remiten a los que se quedan, el espacio central para el padre de los Horacios, garante del juramento prestado, y el último de los fragmentos, según sentido de lectura, para las mujeres que representan la tragedia, aquello que de inhumano o doloroso puede traer consigo la sumisión del individuo al Estado. En horizontal nos encontramos cuatro tramos superpuestos que funcionan en gradiente ascendente alcanzando su cenit en la intersección central, junto al cruce diagonal y la figura del padre. Por otra parte, dos direcciones dinámicas animan la obra: una, la dirección del juramento de los Horacios y de su propio padre; otra, la de las mujeres, que, ajenas al contrato de honor, reposan en su propia composición triangular y contrapuesta. El resto de la obra queda rimado en torno a la repetición de la dirección principal del juramento, mientras que los centros secundarios (rostros, manos, pies, espadas…) se articulan en equilibrio alrededor de los ejes diagonales, formando tres estructuras triangulares: la de los héroes, emergente; la del padre, culminante; la de las mujeres, acostada, contrarrestando el peso de todo el conjunto. La lectura geométrica de El juramento de los Horacios quiere plantear el hecho trágico frente al épico como parte de una misma moneda. Un sabio juego de contrapesos centrales ejerce de árbitro entre las dos realidades.
Más allá de la composición geométrica de la propia obra, la representación del espacio en El juramento de los Horacios es la de un espacio interior, cerrado, donde la luz se adentra austeramente sobre una arcada de tres vanos con perfectos arcos clásicos de medio punto. El espacio se convierte aquí en el registro pictórico de una idea política: el orden jerárquico social que insta al sacrificio individual a favor del bien colectivo. La analogía de la arquitectura representada es clara: frontalidad, orden, ausencia de adorno, pureza, razón.
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