Me di cuenta de que el problema con la pintura al óleo es que uno nunca sabe solucionar el fondo. […] El cristal es transparente. Pones detrás lo que deseas y lo cambias si quieres.
Marcel Duchamp, sobre El gran vidrio
Si nos contentamos con las impotentes definiciones de espacio como la dimensión de emplazamiento de los objetos presentes de manera simultánea —para ir a la esencia de nuestra noción cotidiana de espacio debemos probar a apartar las diferencias que marca el tiempo— o, antes y peor, como la condición necesaria para el tránsito, quizás la imaginación y la memoria merezcan nuestra consideración como actividades dinámicas de recorrido espacial, lo que haría de la mente un milagro compartimentado, aunque no desde la convención desde la cual se entiende, indica Joaquín Fuster, que «haya un sitio para cada memoria», sino desde el hecho de que es el acto mismo de recorrer, no siempre guiado por la voluntad despierta, el que las produce. La solidez de las imágenes mentales no es tal como para esperar que los manojos aguanten intactos al abrigo de las circunvoluciones, sino que se construyen, reconstruyen y contaminan mutuamente y sin cesar, como nos recuerdan Isabel Ocanto y David E. Lewis, a partir de los remanentes de los estímulos. Solo el orden disciplinado se aproxima a conservarlas: de sus problemáticas cualitativas se infiere la valía de las conclusiones de Francis Yates respecto a la vinculación entre dominio de los recuerdos y su disposición en el espacio interior, de lo que son ejemplos el famoso pasaje de Simónides de Ceos ante la muerte de Escopas y sus invitados o el método LOCI; no cabe equiparar nuestro elástico, fantasmal y recombinable paisaje de imágenes mentales con la materia cerebral. De hecho, su naturaleza sigue sujeta al debate entre las facciones que el Diccionario de Ciencia Cognitiva de la Universidad de Alberta identifica como proposicional (propositional) y representacional (depictive). La vertiente proposicional más amable considera que la imagen mental es un epifenómeno derivado del funcionamiento cerebral que consideran basal y —peligrosamente— parecido al de un ordenador, mientras el bando representacional defiende una comprensión mucho más próxima a la percepción y al material que se captó en origen. Los avances en el conocimiento de la corteza visual primaria han reavivado la imagen mental como constructo psicológico, allende la fenomenología.
Existe, con independencia de la resolución del debate, la intuición de que algo visual se nos aparece durante los trayectos por la imaginación, lo que lo enmarca en el vacío cerebral. Rezuma el inconcluso dolor de su aislamiento: no porque no sea resultado de las operaciones conectivas, sino porque su estatus simbólico requiere de una ilusión de término que invisibiliza sus deudas pendientes, y que acaso queda garantizado por la emoción, la convulsión primordial y verdadera dotación de sentido. Ya en el pasaje de la hija del alfarero Butades de Sición, que Stoichita recupera de Plinio, se propone la vinculación afectiva como espuela para la creación de imágenes, la delineación de la sombra del amante que marcha para siempre. Por tal necesidad de concreción y en cuanto sustrato de la obra de arte, la imagen mental puede aparecer articulada con el auxilio de soluciones plásticas que la potencian en la medida en que canalizan nuestra concentración y aluden a la placenta en la que es reconstruida una y otra vez. Que estos recursos no sean esenciales dista de equivaler irrelevancia, y nos proponemos examinarlos.
Cuántas visiones se han dado en paz umbría. En el tenebrismo que distinguió a Caravaggio o Ribera encontramos un antecedente de reconcentración polarizada de la información que constituye la escena, pero todavía en congruencia con la necesidad de representar el entorno, como es propio de las constricciones estéticas del Barroco. Seguida del entusiasmo técnico que propiciaron la consolidación del óleo y el perfeccionamiento del claroscuro, la aplicación de grandes masas de negro parecía la única vía coherente con su tiempo para hacer clavar los ojos en el máximo dinamismo del relato cuando la representación fidedigna de los lugares resultaba anecdótica. Esta específica variedad de inundación hace predominar el vacío inherente al espacio hasta engullirlo y convertirlo en asfixiante posibilidad, sin más resolución que la contenedora de la estructura suficiente al servicio de las posiciones de lo definido. Pronuncia los rostros de tantos retratos renacentistas. De la interminable lista resplandecen el Selbstbildnis de Durero, el Salvator Mundi atribuido a Da Vinci o la producción de su discípulo, Giovanni Antonio Boltraffio. No pueden tratarse de actitudes reflexivas sobre el entorno de la imagen mental, pero la evaluación del negro como factor focal pavimenta el camino del planteamiento; algo nuevo se fragua cuatrocientos años después, en Il dubbio, de Giacomo Balla. En este retrato el italiano conjura a Elisa Marcucci en la penumbra y ubica el brote de luz en la esquina superior derecha de la obra, bipartida por diagonal. El hada la aguanta, cómplice Atlas de la luz, sobre sus espaldas, segura de la importancia del misterio para el pintor. Atisbamos uno solo de los ojos de Elisa, como un guiño a la tradición que renuncia a la óptica a cambio del ojo interior —los «ojos del alma» (ψυχῆς ὄμματα) o la «vista de la mente» (διανοίας ὄψις) platónicos—, cuya postulación teórica, según Victoria Cirlot, se remonta a la propuesta de los cinco sentidos espirituales de Orígenes de Alejandría. Otro ojo se esconde tras un brazo en Study for me getting nostalgic, de Issy Wood, cuya pose se inspira en la de uno de los autorretratos de Dora Maar. En sus lienzos la estadounidense opera con numerosos recursos de interés para el campo que nos ocupa, como el acercamiento desmedido a los objetos representados, la superposición de planos visuales más allá de la necesidad de perspectiva, el desarrollo de una factura con la que explorar la claridad de la visión sincrética y, claro, el vacío negro del que emergen sus obsesiones; como las melancólicas fuentes de Mevlana Lipp, algunas de las imaginaciones epifánicas de Marenne Welten desde 2018 y las visiones tenebrosas de Sean Boylan en Another Night in Dream City, en el que la pintura alcanza el estatus de pieza instalativa y señal ominosa.
En el polo complementario, la abierta desnudez del soporte propia del boceto o del dibujo preparatorio puede funcionar como estancia liviana para la imagen articulada desde los ojos del alma, obedezca el contenido a la trascendencia espiritual o a la proyección de un tanteo bidimensional de los contornos de una futura escultura, a la manera de Rodin. El fondo intacto de lienzos y dibujos permite una comprensión del soporte como vacío repleto de posibilidades para la articulación visual de conceptos, sin afán necesariamente representativo ni sujeción a coordenadas espaciales, a diferencia de la cualidad ocultativa y enloquecedora del negror. Esta imagen se aproxima más que ninguna a su relación de connaturalidad con la palabra, como ya destacamos de Didi-Huberman en el pasado. Es el caso del archivo de símbolos de Lucy Lloyd, Bill Taylor o Francis Upritchard, que requirieron un alto grado de síntesis; pero el aire de la mente admite también visiones evanescentes a diferentes distancias del juego conceptual, como las de Rosemarie Trockel, Eva Hesse, Nancy Spero, Louise Bourgeois o Annette Messager, que dominan la forja del concepto a través de la narración de historias y la definición apurada de sus elementos constituyentes. En Paolo meets Malcolm, de Walter Swennen, el lienzo desvalijado alberga solo el recuerdo desgarbado del dragón de Uccello, en cómica alusión a la falibilidad de la memoria y a la trivialización de los hitos de la historia del arte.
Finalizamos con otra modulación, esta vez abundante en el seno del surrealismo, que se caracteriza por la presencia de una mínima coordenada espacial: la línea de horizonte que infunde sensación de profundidad y divide, cuando puede, entre cielo y tierra. En este texto será la única vertiente que se aproxime a la articulación del espacio cerebral desde una ilusión figurativa. Lo percibimos en diferentes grados de detalle a lo largo de la trayectoria de Max Ernst, desde sus comienzos —Figura zoomorfa y Paisaje con conchas, ambas de 1928—, en Paisaje con germen de trigo, de 1936, y en variaciones de su formulación sensorial más meticulosa —Napoleón en el desierto, de 1941—. Salvador Dalí alzó, difuminó y jugó con la línea de horizonte hasta la extenuación para tensar la percepción de coherencia de la ubicación de los objetos y la lejanía que facilita la perspectiva cónica, pero podemos destacar su explotación durante los años treinta, en pinturas como Fosfeno de laporte, Símbolo agnóstico o El devenir geológico. Recurrente en su producción gráfica, añadió líneas que convergen en un punto central de la imagen que en ocasiones sustituyen a la misma línea de horizonte en su empresa. El horizonte como catalizador del potencial infinito de la mente viva pervive en El espíritu de Mercurio, de Ernst Fuchs, como en los dibujos a grafito de ÉGRÉGORIEN, de Léo Luccioni; y en las cascadas de copas de cristal de Jacopo Pagin, en las que se desarrolla un híbrido, ya habitual, entre las vertientes que hemos designado y que despunta en los lienzos de Ivan Seal de los que hablamos en junio. La línea de horizonte se ensancha como una difusa banda de colores que apela tanto al vacío que posibilita la sinapsis como a estados hormonales indescifrables, encuentros con la fisiología del sueño interrumpido que desordena el reconocimiento horario, el perecimiento de la memoria o el encuentro con un paraje genético recóndito.
Ante la imposibilidad de trazar una verdadera historia del objeto de nuestra fascinación, nos conformamos con una joya anónima protegida por la Biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford: el Livre de la Vigne nostre Seigneur. El folio número 134 de este manuscrito medieval ilustrado a varias manos nos reserva una representación simbólica del sol y de la luna sobre la tierra, concisa como un campo sólido y baldío determinado por la línea de horizonte que separa a las autoridades celestiales del mundo de abajo, el de los perecederos. Acaso, en una lectura influida por el imaginario junguiano, la línea una a la humanidad con las fuerzas que la dirigen: la obligada lucidez que persigue la voluntad a la luz solar y el irremediable desenfreno de la psique durante el sueño. La pareja se corresponde, según Gary Wack, con la distinción entre la actividad mental voluntaria e involuntaria. Dota a la ilustración del imperativo avasallador de las imágenes trazadas con la convicción de una historia de la imaginación colectiva —volvemos a la imagen como texto—, pero incluye, si bien no la noción de subjetividad en la que ha quedado sumergida la epistemología reciente, la contemplación prudente de que ciertos recorridos mentales se hacen con independencia de la toma de decisiones: o, según la poética de Yeats, durante el contacto con el Cuerpo del Destino.
[Dave Lewis] (2016, 21 de junio). Recuperado de <https://www.youtube.com/watch?v=cw_G5n9pPg8&ab_channel=DaveLewis>
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