SOLO, la retrospectiva de la obra del fotógrafo argentino Matías Costa, aterrizó en Granada en febrero y se abrió al público el día 11 del mes siguiente. Un amontonamiento cronológicamente impoluto —pero aséptico— de los diferentes trabajos del fotógrafo habría satisfecho las expectativas archivísticas desde las cuales la imagen fotográfica es habitualmente consumida, más aún en el marco de la labor periodística, pero no hubiese sido respuesta suficiente para las inquietudes de su autor. La ordenación por fecha de la documentación no equivale a la narración efectiva de los hechos.
«No termino de resolver el conflicto con la información que me gustaría añadir a algunas fotos» escribe Costa en uno de sus cuadernos. A lo largo de la exposición podemos leer variaciones de esta impotencia, reflejada en el silencio y en los espacios vacíos que persigue con su cámara. En su obra no abundan los tanteos geométricos pronunciados, porque correría el riesgo de supeditar la historia inasible, aquello que tanto persigue y que se le escapa de las manos, a un modesto conjunto de ritmos y equilibrios. Su elocuencia va de la mano de la cercanía, de la urgencia y la aproximación al otro, a su lenguaje corporal, a su espontaneidad y a sus condiciones de vida, para las que reserva un mínimo espacio suficiente. Por estos motivos resplandece en la fotografía documental, en series como Hijos del vertedero (1995-1997), en la que retrata a los habitantes de Valdemingómez, el mayor basurero de Madrid, o en Extraños (1999-2005), testimonio de la inmigración y las consecuencias de la gestión europea. Por respeto a los hechos que le enlazan con aquellos lugares y personas de los que debe despedirse —no sin antes robarles una sombra—, opta por asumir una incompletitud estática en la imagen, más presente en sus series posteriores. En sus escritos confiesa que no siempre siente haber cumplido con su propósito, a sabiendas de que no hay manera posible de llevarlo a término. Nos encontramos así con la paradoja por la que el artista o el reportero ofrecen imágenes desde la certeza de lo vivido, pero sobre la premisa ética de que deben servir para propiciar la revisión crítica de la imagen, conscientes de que la complicada relación con la verdad del que lleva la cámara es diferente de la del que contempla sus frutos. En Ante el dolor de los demás, Susan Sontag apela a la capacidad de la fotografía para azuzar la conciencia del acomodado que no ha presenciado el horror; Georges Didi-Huberman, en la línea voraz y crítica de pensadores sobre los medios como Karl Krauss, recalca su potencial instrumentalización. «Nunca antes [la imagen] mostró tantas verdades tan crudas, y sin embargo, nunca antes nos mintió tanto, solicitando nuestra credulidad».
La postura del fotógrafo argentino dista profundamente de las estrategias postfotográficas hoy tan candentes, como las de Joan Fontcuberta, que pone en práctica su escepticismo hasta el paroxismo mediante la edición y montajes elaborados, tantas veces sobre hechos a los que solo puede aproximarse desde la investigación teórica. Costa aborda el dilema de la verdad y la fotografía por medio de la suma: las fotografías recuperadas y sus cuadernos de campo invaden la exposición. Este material agrega una nueva línea temporal, medra por sus series y las cohesiona en virtud de la incorporación de un plano autobiográfico constituido por el verbo y por otras subjetividades que observaron a Costa, como en el caso de las fotografías de su infancia, cartas, o su antiguo pasaporte. Como alguien que ha experimentado el exilio (a raíz de la dictadura de Jorge Rafael Videla) y que lo trabaja, al incorporar esta documentación a las narraciones —siendo más concretos, al incorporar este surtido de sustancias con las que componer el relato—, el fotógrafo se propone como narrador a ambos márgenes del trauma. Su doble posición, que nos ayuda a restaurar la confianza en la fotografía, resulta en la ubicuidad de una levedad descorazonadora. Habla Didi-Huberman de un contacto «interrumpido, si no es roto, perdido, imposible hasta el final. Tal es después de todo, la posición del exilio […] allí donde nos falta cruelmente el contacto».
Este es uno de los motivos por los que se siente tan cerca de José Guerrero, con el que comparte espacio en la última planta del Centro. «No nos une una disciplina común, ni un tiempo, contexto o escuela. Compartimos algo de más calado, que afecta a la obra y a la vida de un artista, y es la búsqueda y al mismo tiempo la dificultad de una sensación de pertenencia. La constatación, no siempre protagonista, pero persistente, de estar en tránsito entre un lugar y otro» explica Costa. «Esa disociación entre la vida que uno vive por fuera y la que ocurre por dentro sin nuestra intervención directa, puede atravesar momentos colocados en los que produce una ruptura interna, un desgarro. De ahí la experiencia del psicoanálisis, y en consecuencia, la inclusión, intencionada o no, de una parte inconsciente en la expresión artística».
Desconozco en qué medida, pero el valor de la imagen depende de su poder para sacudir al sujeto que mira y exponer la condición inherentemente flexible —y, al menos en primera instancia, vinculante— de su imaginación. En contraposición a esta misión, Juan Martín Prada identifica en la producción contemporánea de imágenes la predominancia de «un valor exhibitivo con el que las cosas solo parece que adquieren valor o son interpretables cuando son vistas, expuestas visualmente». Es en la fotografía que nos recuerda que nunca se podrá mostrar todo donde encontramos la labor de Costa, en sutil, lejana correspondencia con el vano del desarraigo. Detectamos un hilo de esperanza en sus palabras: «Cuando vi mis obras frente a lienzos tan icónicos y sobrecogedores como La brecha de Víznar, Penetración o Paisaje horizontal, no pude evitar pensar en los exilios y retornos que los dos hemos vivido, en la importancia de la familia y el psicoanálisis, y en la herida, en esa grieta presente en todo que, como canta Leonard Cohen en Anthem, es la que permite que entre la luz».
Didi-Huberman, G. (2012). Arde la imagen. Oaxaca de Juárez: Ediciones Ve, Fundación Televisa (coed.) ISBN: 978-607-95286-5-2
Didi-Huberman, G., I. Bértolo (trad.) (2008). Cuando las imágenes toman posición. Madrid: A. Machado Libros. ISBN: 978-84-7774-823-6
Llanos, H. (2020, 1 de diciembre). «Las vidas varadas de Matías Costa». El País. Recuperado de: <https://elpais.com/espana/madrid/2020-11-30/las-vidas-varadas-de-matias-costa.html>
Prada, J. M. (2018). El ver y las imágenes en el tiempo de Internet. Madrid: Akal. ISBN: 978-84-460-4605-9
Sontag, S., A. Major (trad.) (2003). Ante el dolor de los demás. Bogotá: Alfaguara. ISBN: 958-704-104-6
Una nota al pie, a propósito de Fontcuberta. Precisamente el martes vio la exposición, aprovechando su visita al Centro para impartir una conferencia. Lo acompañé, le interesaron especialmente los cuadernos e hizo una foto de la página en la que Costa, acompañando una imagen inesperada, escribió: Desconfiar de las apariencias / Fiarse de las apariciones