22
Aparco el coche junto al colegio y voy caminando hasta el Camino Bajo de Huétor, que está cerca. Tomo la calle Fontiveros, donde conviven edificios de protección oficial con adosados construidos cuando no existía el concepto de adosado tal y como hoy lo conocemos. Las casas se unen por parejas, tienen dos plantas y son pequeñas y humildes. A pesar de que son completamente diferentes unas de otras, todas cuentan con un pequeño jardín con árboles que conquistan las aceras y hacen que las noches de primavera y verano los paseos por aquí sean mucho más agradables que en cualquier otra parte del barrio. Mis amigos y yo, cuando salíamos de clase en el último trimestre, nos íbamos a casa arrancando y comiéndonos las flores de las madreselvas. Separábamos el pedúnculo de forma que los estambres se arrastraran por los óvulos y al final obteníamos un tallo con una pequeña gota de néctar transparente en la punta. Esa gota era lo que nos comíamos. Eso era comer flores. La verdad es que yo creía que aquella gota estaba en los estambres sin que fuera necesario pasarlo por el óvulo (al menos eso habíamos estudiado en clase de Ciencias), pero la gracia de comer flores estaba en el laborioso proceso de desmembrar la madreselva, un gesto que adquiría importancia como descubrimiento de un secreto y como realización de una habilidad que no tenía nada que ver con los adultos y nos pertenecía por entero. Cuánto nos afanábamos en ser cuidadosos, pacientes, habilidosos con el procedimiento de una labor delicada como aquella y cuánto despreciábamos la idea de conducirnos de aquel modo cuando teníamos que hacer frente a cualquier tarea manual que se nos mandara hacer en el colegio o en la casa. La gota era minúscula y brillaba con la densidad del pegamento. Ahora pienso que más que una gota era una idea. Una idea sobre nosotros y sobre nuestro futuro. El sabor dulce del néctar duraba en la boca una centésima de segundo.
En aquella época, con doce o trece años, me uní a un grupo más bien pendenciero compuesto por cinco o seis niños de mi clase. Todo lo que hacíamos lo hacíamos espontáneamente, y todos a una. Alguno decía, vamos a comer flores, y comíamos flores. Alguien gritaba, vamos a meternos en líos, y apedreábamos a algunos alumnos mayores de formación profesional de nuestro colegio, parapetados tras el muro que daba al ambulatorio. Lo cierto es que no nos achantábamos por nada, aunque la razón de nuestra valentía se encontraba más bien en el hecho de que Camacho era uno de nosotros. Camacho era el hijo de una gitana grande y de un payo de dos metros de altura que era fontanero y campeón de levantamiento de barriles de cerveza (una competición del barrio que consistía en morder un asa unida a un barril y dar un mínimo de diez vueltas de rotación con el enorme tonel de acero haciendo de satélite). No es de extrañar que con semejante padre Camacho fuera un animal. Con catorce años medía metro ochenta y tenía cuerpo de hombre. Daba palizas a jóvenes de veinte años a los que al final de la tunda metía debajo de los coches aparcados, a modo de rúbrica. Para merendar se comía una barra de pan rellena de lomo, tomate y lechuga que le preparaba su madre y que él llamaba «ballena».
–Hazme un ballena –le decía a su madre al llegar mientras lanzaba por los aires su libreta, lo único que se llevaba a clase.
–¿Tú quieres también un ballena? –me decía ella, que había asumido aquel nombre masculino y cetáceo para las barras de pan que su hijo merendaba.
–No –respondía–, yo medio ballena mejor.
Cuando algún amigo y yo nos despedíamos de él en su casa de la plaza Fontiveros
–por donde ahora cruzo– y seguíamos camino hasta la nuestra, teníamos que andarnos con ojo porque a veces, cuando nos alejábamos y a él le apetecía, Camacho cogía piedras del tamaño de puños y nos las arrojaba con todas sus fuerzas. Más de una vez escuchamos romperse la luna de algún coche aparcado que reventaba por el impacto mientras nosotros corríamos para doblar la esquina y desaparecer de su ángulo de visión. Una vez acertó a darle a Marcos, pero por suerte el pedrusco se estampó en su cartera (lo que no evitó que se le formara un moratón en la espalda). Soy consciente de que Camacho podría haber matado a alguien en cualquier momento, yo incluido, pero con todo, resultó una suerte ser amigo suyo. No solo nos legó una valiosa enseñanza sobre el mundo que nos esperaba, además era un seguro de vida para andar por el barrio. La chusma de la plaza Federico Mayo nos respetaba porque éramos amigos del hijo del panadero de Fontiveros. Los pocos gitanos que aún vivían en los descampados nunca nos robaban, y los alumnos mayores del colegio que estudiaban formación profesional se alejaban de las canchas si nos veían aparecer, incluso cuando Camacho no estaba con nosotros.
El barrio de la infancia es un fantasmal espacio lleno de vida extinta solapada por otra desconocida y ajena, pero por lo que a mí respecta, no es algo que me haga sufrir en absoluto. Como ya he dicho, no soy una persona nostálgica. No deseo volver a vivir nada, ni siquiera, como suele decirse, con la sabiduría que he ido adquiriendo hasta hoy. ¿Para qué repetir? ¿Para qué arreglar nada? En ese aspecto soy una persona extremadamente práctica y nada soñadora. Toda esa cultura cabalística destinada a convertir en posible lo inefable me parece propia de caracteres débiles y acomplejados, incapaces de afrontar el presente con la responsabilidad y la entereza que merece una empresa tan ardua. Sin esa convicción, hace tiempo que habría tirado la toalla, teniendo en cuenta cómo me van las cosas últimamente. Lo que me falta es precisamente eso, ponerme a pensar en cómo habría sido todo si aún viviera en Vermont con mis padres, o cómo sería mi vida si Sara no se hubiera empeñado en tener un hijo con el primer incauto que se encontró en la calle después de que yo le dijera que no me parecía bien traer a nadie a este mundo. O si Teresa no hubiera decidido ceder a las presiones familiares y aún viviera con ella en su casa del Realejo.
Teresa ha sido mi última novia oficial, por así decirlo. Tras dejar de trabajar en la academia de lenguas y pasar unos meses dilapidando mis ahorros en pubs y discotecas en los que estaba aún más fuera de lugar que de costumbre, una soleada tarde de invierno la conocí en la cola de un cine. Entablé una afable conversación insustancial con ella, en parte por aburrimiento y en parte por admirar su pelo rojo y su estimulante canalillo, lo que acabó haciendo que ocupáramos butacas contiguas en la sala, y después, que nos dirigiéramos juntos a un bar para beber unas cervezas. Allí me contó que había quedado con una amiga para ver Vicky Cristina Barcelona, pero como a su amiga le surgió un imprevisto y ella necesitaba despejarse, había decidido ir sola al cine para desconectar de su trabajo. Supongo que necesitaba justificar una actitud que a ella le parecía rara, y yo le conté que había ido solo al cine porque era mi costumbre. Le dije que el cine me parecía el mejor lugar para estar solo, que nunca había entendido la necesidad de la gente de ir acompañada. Tomar una copa solo, añadí, me parecía absurdo, pero ir al cine con alguien, aún más. En realidad no estaba convencido de lo que decía, pero lo parecía porque mi convicción estaba suplantando y velando otra en la que creía ciegamente: que aquella delgada pelirroja de veinticuatro años que trabajaba de abogada podía proveerme de una gran cantidad de placer en el futuro. No me equivocaba. Como no me equivoqué más adelante, cuando empecé a sospechar que me enamoraría de ella si seguía frecuentándola, lo que acabó ocurriendo antes de lo que yo imaginaba. Así fue como, después de seis semanas de cervezas, cine compartido y polvos que fluctuaban entre la violencia y la desesperación, de un día para otro dejé mi casa de la calle Elvira –que por entonces compartía con varios estudiantes de Erasmus– y me fui a vivir con Teresa, una mujer que resultó ser tan tranquila, alegre y dulce como aparentaba, y que estaba ya a aquellas alturas tan profunda como sorprendentemente colada por mí.
Nuestra vida en común duró siete meses exactamente, pero cuando lo recuerdo me parece que fueron años, y no porque fuese una vida aburrida ni mucho menos, sino porque desde el principio la convivencia adquirió un aroma a matrimonio feliz que hacía imaginar el pasado más reciente como algo ajeno, propio de una adolescencia dejada atrás hacía tiempo. Éramos efectivamente como un matrimonio. Como un matrimonio antiguo, pero a la inversa. Ella se iba a trabajar por las mañanas y yo me quedaba en casa y hacía la comida. El resto del tiempo lo pasaba leyendo, haciendo el amor, viendo películas y yendo a cenar a restaurantes. Teresa me admiraba porque era de naturaleza mitómana y envidiaba que hubiera conocido a tantos famosos en mi antigua vida de periodista (que a ella le gustaba adornar con un barniz aventurero que en realidad nunca tuvo, lo que yo nunca desmentí). Me decía que escribía muy bien y que debía empezar una novela, que sería sin duda un éxito.
Tengo que reconocer que algunas veces, dándole vueltas a la idea de escribir, me animaba. Pero era porque no se me ocurría otra cosa que hacer. El convencimiento me duraba muy poco. No era solo el trabajo más arduo que existía, era además un oficio por el que resultaba muy difícil percibir un sueldo. Cuando al cabo de unos meses Teresa se dio cuenta de que yo no escribiría nunca una novela, me animó a mover mi currículum otra vez por las redacciones de los periódicos locales. Me vi obligado a explicar mi rechazo a retomar la que había sido hasta el momento mi profesión en la vida. El periodismo había sufrido la crisis antes que ningún otro sector, y empeñarse en volver para ganarse la vida era la empresa más inútil que podía uno emprender. Mi experiencia era inadecuada para un periódico local, que rehuía a los trabajadores de publicaciones nacionales porque nunca estaban dispuestos a pagar a sus empleados externos más que una limosna. Además, los reportajes y entrevistas que tenían dos años de antigüedad ya se consideraban viejos, y los más recientes que había publicado tenían más de cuatro y arrojaban sombras de sospecha. ¿Por qué había dejado de trabajar en Win si lo había estado haciendo durante tantos años? ¿Por qué no encontré nada en otros medios los años que siguieron y que permanecí en Madrid? Esas preguntas sin responder, unidas al reservado carácter que mostraba en los careos con los editores (y a que ellos solo estaban dispuestos a pagar una limosna, y a que no venía recomendado, y a que carecía absolutamente de vagina, etcétera), hicieron de mi oficio de periodista algo vinculado a la historia. Una historia, por cierto, que nadie revisaría jamás, ni siquiera para hacer una relectura y endosarle pequeños muñones de ficción, como que había sido un grandísimo profesional o un auténtico inútil en el gremio, nada de lo cual podía rubricar mi biografía de esos años, que no había sido (a pesar de que pasaran cosas como que el director de la disquera de La Oreja de Van Gogh me llamara para decirme dos cosas, «primero, chapó por el reportaje, y segundo, eres un hijo de puta, están todos llorando») nada del otro mundo.
Teresa no insistió mucho para que buscara trabajo porque era algo que no le preocupaba más allá de lo que pudiera preocuparme a mí, y a mí me daba igual, al menos en aquel momento. Ella ganaba bastante y yo gastaba poco de mis ahorros, aunque siempre estaba dispuesto a pagar las facturas a medias, excepto las de su hipoteca y las que me tendían los camareros cuando íbamos a restaurantes, hábito que yo secundaba con gusto y cuyo pago ella asumía como elección personal. Un día le pregunté qué pensarían sus padres de un novio que tenía diez años más que ella y vivía en su casa sin una ocupación concreta. Su respuesta fue muy clara.
–Te admiran –dijo–. Les he hablado de tus reportajes y te admiran. Como yo.
Me bastó. Aunque no debió hacerlo. Una de las cosas que hacían que Teresa fuera una de las personas más interesantes que había conocido nunca era que se trataba de una mujer fundamentalmente buena (a pesar de ser abogada), y eso suponía que, en este mundo en que vivimos, era por lo tanto una mujer fundamentalmente ingenua (a pesar de ser abogada).
Excepto la vez que ella tuvo que irse de viaje y yo curioseé unas páginas para adultos adolescentes (con la mala suerte de que un virus maléfico envió a todos mis contactos de correo, incluida Teresa, una misiva que informaba de que yo era fan de Lindas Latinas Colombianas), nunca nos peleamos. Y aquella vez el desencuentro solo consistió en un día de silencio compartido que me recordó a mi infancia, pues mi madre hizo lo mismo cuando me confiscó unas Libs en séptimo. En realidad nunca discutimos. No teníamos motivos. Estaba tan a gusto con ella, que incluso rechacé la oferta de una joven atractiva de pelo corto que conocí una tarde en la librería Atlántida y que al parecer escribía cuentos. Me vio hojear Winesburg, Ohio, e inmediatamente se puso a hablar conmigo. Me pidió el teléfono, y unas semanas después tuve que rechazar varias ofertas suyas para ir al teatro y al cine, lo que incluso hice con cierta mala conciencia. No tenía intención de estropear mi relación con Teresa y una aventura pasajera –o incluso una llamada pasajera– se antojaba un riesgo demasiado alto. En el pasado, una oportunidad así era aprovechada sin ningún género de dudas, pero no solo había envejecido sino que había empezado a apreciar los dones de la estabilidad. Estaba viviendo con mi novia el mejor año de mi vida.
Hasta que conocí a los miembros de su familia. Enseguida me di cuenta de que me despreciaban, lo que me obligó a cortar toda relación con ellos, y después, con la propia Teresa. Al parecer sus padres y hermana me consideraban una rémora, pero se cuidaban de hacerlo evidente cuando Teresa estaba presente. Teresa no entendía mi actitud, decía que era un paranoico y nuestra relación acabó convirtiéndose en una discusión continua.
Un martes por la tarde, tras casi una semana de gritos y silencios sostenidos hasta la desesperación, metí mis cosas en mi mochila y le devolví las llaves. Ella siguió llorando, pero no me retuvo. Sabía que la determinación de su familia era férrea y que la guerra no tendría fin. Si todo hubiera ocurrido dos o tres años después de haber empezado la relación, podría haber tenido alguna opción. Pero después de solo seis meses y tres semanas, yo, estaba seguro, había perdido.
Me marché de su casa. Metí la mochila en el maletero, me monté en el coche y conduje sin rumbo por la ciudad. Después aparqué y comencé a caminar, también sin rumbo. Recuerdo que sonreía, que corría el aire fresco de septiembre y que tenía ganas de romperle la crisma al primero que me rozara. Tras deambular un par de horas por la ciudad, me detuve, llamé a Eduardo y me emborraché con él, como había estado haciendo el año anterior prácticamente a diario. En ese momento no lo sabía, pero restaba solo una semana para que me encontrara con Lorente por casualidad, y dos para que empezara a vivir en su chalet bajo el faro Sacratif.
Acabo de terminar el cigarro. He estado aquí, bajo la ventana de la casa de Teresa mientras me lo fumaba. Era muy temprano para cenar y, harto de recordar la infancia, he cruzado el río, he subido la cuesta Escoriaza y he acabado en la plaza Fortuny recordando el año pasado. Su ventana sigue encendida. Quizá viva con alguien. Quizá alguien que esté en el paro. Puede que, gracias a nuestro noviazgo, Teresa haya aprendido a ser menos ingenua y haya dicho a sus padres que su nuevo novio trabaja de profesor adjunto en la facultad de Derecho, cuando lo único que hace es cocinar platos mediocres y leer junto a esa gran mujer que es Teresa. Me alegro por él, si es que existe. Si está viviendo mi vida por mí, le deseo lo mejor.
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